► Cuento ganador de Mención Especial en el concurso digital internacional "Elegidos 2014", llevado a cabo por el Instituto Cultural Latinoamericano.
***
— ¿Qué quiere que le diga, Hart?
Hay intrusos en mi casa, en mi propia
casa. Los veo a través de los espejos, los oigo, los percibo. ¿Me entiende?
A menudo, un velo de tristeza opacaba
los resplandecientes ojos azules de Henry Dunn.
— Déjeme ver si le entiendo: ha
permanecido años recluido en su propia fortaleza, en su… emm… castillo; y ahora
me llama para denunciar que ha sido invadido por extraños.
Se trataba, según describiera
Dunn, de una fortificación construida sobre una mota, de tres murallas en torno
a un montículo central que servía de baluarte.
— Detective, no soy un demente. Sé
lo que escucho. Aquí dentro he logrado evitar exitosamente los peligros del
exterior. La soledad (me dije un día) es mi gran refugio. Me convertí en lombriz, en un trabajador
subterráneo que debe moverse en la negrura.
Hart se acomodó en el asiento y
tosió. Su mirada recorrió el espacio, observándolo todo. En su mente se
preguntó qué improbable cadena de eventos desdichados había traído a Henry Dunn
a tan espantoso lugar.
— Sr. Dunn —frunció el ceño—, ¿exactamente
cómo cree que puedo ayudarlo?
— ¿Usted tiene arena en las orejas,
muchacho? Le acabo de decir: quiero que se deshaga de los extraños. Es como en
ese cuento del viejito, ¿sabe de qué le estoy hablando, no? Ese en el que a una
pareja le ocupan la casa progresivamente y tienen que mudarse de habitaciones,
hasta que los terminan echando.
Hart rió. La alusión le resultó
adecuada. Decidió seguirle el juego.
— ¿Cuál es su tarea dentro del
castillo?
— Uff… ¿por dónde comienzo?
¡Siempre hay tanto para hacer! Limpiar, ordenar, organizar. Camino por los
pasillos, siempre solo, y mis pies se hunden en la mugre. El crepitar del fuego
de la antorcha me impide ver con claridad los rincones desordenados, pero me
las ingenio. El lugar me lo conozco de memoria, desde chiquito. Y aquí trabajo,
como un gusano, sin prisa pero sin pausa. ¡Qué animal tan útil! ¿No lo cree?
Removiendo la tierra, excavando largas galerías en el suelo gracias a la
musculatura invertebrada de su cuerpo…
— ¿Cuándo empezó a sentir una
presencia ajena? —quiso saber Hart.
— ¡Relájese, hombre! ¡Que yo ya
iba a llegar a eso! —Henry Dunn se rascó la cabeza con brusquedad—. En fin,
¿qué le estaba diciendo? ¡Ah, claro! En ocasiones he sentido leves murmullos. A
veces le eché la culpa al viento, otras a mi imaginación. Finalmente me
convencí de la verdad: estaban invadiendo mi espacio. ¿Y sabe qué es lo que más
me molesta?
— Dígamelo.
— Que ese alguien viene de afuera,
donde está la peste, la enfermedad. ¡Más mugre! ¡Más mugre para que limpie el
infeliz de Henry Dunn! ¿A usted le parece? —cerró sus ojos y puso las manos
sobre su cabeza. La respiración se volvió agitada—. Allí afuera está la muerte,
esperando impaciente.
Steven Hart cerró sus ojos, acongojado.
“Se acabó el juego… aunque tiene esbozos de realidad, son trazos demasiado
finos, difusos…”. Anotó una pequeña cruz en su agenda, miró hacia el espejo de
su derecha y negó con la cabeza.
Detrás del espejo, un hombre de
bata blanca hablaba a un pequeño grupo.
— Es un hecho lamentable. “Henry
Dunn” ni siquiera es su verdadero nombre. El sujeto muestra un peculiar caso de
desorden disociativo, impulsado por un trauma de la niñez —los observadores
apuntaron aquello en su libreta—. Fue hallado por un grupo de muchachos en una
vieja fortaleza en ruinas al norte del país.
Su madre lo abandonó con tan solo siete años. Aprendió las habilidades
básicas de supervivencia por su cuenta, y se alimentó principalmente de
lombrices. Como pueden apreciar, hemos podido enseñarle las herramientas
básicas de comunicación: puede hablar, leer y escribir. Incluso demostró una
especial afinidad por la literatura de Cortázar. Pero en su cabeza nunca salió
de aquel lugar.
Hart se levantó de la silla con un
resoplido y salió de la habitación. Cuando se reencontró con el grupo acotó:
— Ocasionalmente detecta la
realidad, pero no encuentra los medios para reconocerla.
Acurrucó las manos en sus
bolsillos y miró, a través del vidrio, a su paciente. Dunn movió los ojos para
todos lados. En su mente el camino se visualizó sombrío y el pasillo tenía un
aspecto siniestro. Un torbellino de aire agitó el polvo y atravesó el corredor.
Los susurros habían vuelto a comenzar. Miró hacia el espejo y la oscuridad lo
cubrió todo.
***