La última noche en la vida de
Griselda Grief se pincelaba como una más del montón. El viento del
crepúsculo giraba en el cielo, silbando una melancólica balada. Era noche
de estrellas mudas, tristes. Las calles soñaban en silencio. El mundo se había
ido a dormir.
Los platos de cuatro días atrás seguían sucios, reacios a lavarse por
sí mismos. Griselda protestó ante otro mediocre episodio de la telenovela del
canal público. Entró al baño con un andar pesado y cerró la puerta. El espejo
le devolvió una nueva mirada de reprobación, idéntica a la del día anterior.
Mientras se cepillaba los dientes, se preguntó quién había diseñado aquella
nariz tan larga y ligeramente puntiaguda.
¿A quién se le había ocurrido
combinar una sonrisa medio torcida con esa espantosa protuberancia en el labio
inferior? Sus gruesas y disparejas cejas terminaban por completar la imagen de
un monstruo.
Sabía lo que le esperaba. Nunca nadie iba a sentir
pasión por ella. La gente de su alrededor se había enamorado, había hecho el
amor infinitas veces. Estaban casados y tenían hermosos hijos. Griselda nunca
había recibido, siquiera, una invitación a pasar Navidad. Aunque fuera de
alguien con culpa de verla cenar sola durante cada fiesta. ¡Lo que habría
deseado una contraparte masculina, obesa y deforme, invitándola a tomar un
café! Podrían haber jugado a que se amaban y adoraban, simplemente para evitar una
desgarradora verdad: ambos estaban estremecidos por la idea de morir solitarios.
Ya con su largo camisón encima, se acercó a la esquina del cuarto y
movió el dedo a través de las hojas de su estantería. Le gustaba pensar en su
habitación como una Biblioteca de Babel –aquella que concibiera Borges– en miniatura. Claro que ella no disponía de un indefinido
entramado de galerías hexagonales, limitadas por barandas y con una cantidad incalculable
de publicaciones. Pero esa habitación era su pequeño orgullo.
Allí había cuatro ediciones distintas de “Mujercitas” (novela que le regalara su difunto padre y que leía, por
lo menos, una vez al mes), obras de teatro greco-latinas, relatos de suspenso
de Harlan Ellison y novelitas de ciencia ficción de Bradbury y Asimov. ¿Qué tamaño tenía su biblioteca? Eran siete
estantes de madera, cada uno conteniendo unos treinta libros apilados sin
ningún orden lógico. También era posible hallar una primera edición del “Ulises” de Joyce, “La invención de Morel”, una docena de novelas de Danielle Steel y otras tantas de Allende. ¿Qué leería esa noche, esa última noche?
Recorrió cada libro con su dedo anular hasta llegar a uno desgastado y
amarillento. Lo tomó. No decía nada en la tapa ni en la contratapa, y se
encontraba muy maltratado.
Como bibliotecaria en esencia, ver un libro en esas
condiciones era el equivalente a un niño pobre y sucio, muerto de frío en la
calle. El ejemplar parecía haber recorrido miles de kilómetros antes de llegar
a su desordenada rinconera.
Abrazó aquel nuevo hallazgo con ternura. ¡Cómo le apasionaba leer!
Cuando alguien crea una historia, pensó al enredarse en las sábanas de su cama,
se convierte en el Dios de minúsculas e intrincadas dimensiones. ¡Tantos
mundos! ¡Tantas vidas por ser vividas! Bien podía ser la última mujer del
mundo, pero sus historias siempre estarían allí para acompañarla.
Abrió las páginas, casi deshechas, en profunda reflexión. Dentro de un
par de horas el vino circularía rojo dentro de la bañera y “Across the Universe” se escucharía
fuerte, escoltando el abatido final.
Griselda inspeccionó una página aleatoria:
“Roberto, concentrado en la historia de una hermosa princesa que se
siente una aberración, exhaló profundamente. El aroma a café inundaba la sala”.
Miró extrañada a su alrededor y continuó con su lectura:
“Yo también me siento solo –dijo
él en voz alta– anotá mi número: 2995553768. Podemos tomar algo y hablar”.
Sin poder explicar el motivo, ella tomó su celular y marcó el número.
Se sintió estúpida, infantil. ¿Qué tan loca había que estar para escribirle a
un personaje de ficción? Redactó un breve mensaje, y al instante llegó una
respuesta que la dejó desconcertada:
“¡Hola, Griselda! Justo estoy
leyendo el cuento donde me escribías. También adoro a los Beatles. =)”.
… Y un olorcito a café –delicioso, enloquecedor, recién colado–
comenzó a sentirse desde la habitación, inundándolo todo. “La semana que viene, tal vez…”, recapacitó Griselda con una sonrisa torcida en su rostro
mientras se levantaba de la cama.