“Esas cosas no existen”
Por Luciano Sívori
Una vez – invención de mi memoria, sueño, no estoy
seguro – Mamá me dio las llaves de la habitación 226. “Necesito que te fijes si tiene una cama matrimonial doble o dos camas
simples”, me ordenó. Era una tarea sencilla como las que solía cumplir de
ayudante, forzosamente, ad-honorem de
mi familia.
Mamá y Papá habían comprado el hotel y lo habían
remodelado a su gusto. La primera vez que lo vieron percibieron la absoluta
tranquilidad del lugar, los grandes espacios y largos pasillos silenciosos. Era
el lugar perfecto para pasar inadvertido. Ellos venían escapándose de algo, soy
chiquito pero entiendo dos o tres cosas. A fin de cuentas, ya tengo 13 años.
El hotel era el lugar perfecto para retraerse del
mundo y meditar en soledad. ¡Dios sabe cuántos libros habré leídos sentado en
los pasillos o tirado sobre los sillones! Ese hotel era un lugar de encanto
diurno para mí, pero también generaba terrores nocturnos. Mamá siempre me
enviaba a revisar cosas en los corredores y cuartos, y usualmente no era un
problema.
Mis temores se acrecentaban considerablemente por la noche, cuando mi mente daba alas libres a la imaginación. Esas noches, una carrera desesperada me forzaba a ir prendiendo luces a través de los pasillos. Caminaba en zigzag, con una respiración profunda, y sospechando que en cada rincón oscuro acechaba un monstruo abominable. Volvía a respirar con tranquilidad solo cuando alcanzaba la recepción y Mamá me veía con esa sonrisa encantadora. “¿Ya está?”, me preguntaba. Y yo movía la cabeza.
Mis temores se acrecentaban considerablemente por la noche, cuando mi mente daba alas libres a la imaginación. Esas noches, una carrera desesperada me forzaba a ir prendiendo luces a través de los pasillos. Caminaba en zigzag, con una respiración profunda, y sospechando que en cada rincón oscuro acechaba un monstruo abominable. Volvía a respirar con tranquilidad solo cuando alcanzaba la recepción y Mamá me veía con esa sonrisa encantadora. “¿Ya está?”, me preguntaba. Y yo movía la cabeza.
En fin, les contaba de la vez que Mamá me dio las
llaves de la habitación 226. Ese día, la idea de volver a internarme en los
silenciosos pasillos de mi adorado hotel me agradaba aún menos de lo normal. Comencé
a subir la escalera con cautela y advertí mi miedo de siempre, pero había algo
distinto. Era una idea absurda: esas cosas no existen. Ya soy grande, no tengo
porque temer a absurdas historias de niños. Y sin embargo el temor estaba allí,
latente. Por más que fuera prendiendo luces en el camino, estaba convencido de
que en cualquier momento un monstruo saltaría con sus manos a capturarme. El
miedo a que hubiera algo allí en la oscuridad, agazapado al acecho y listo para
salir, era más fuerte.
Llegué a la puerta de la 226 con mi corazón latiendo a
mil por hora. Cada puerta tiene un
sinfín de anécdotas detrás: parejas que han hecho el amor; familias que quizás han
pasado una noche fuera de sus casas, en busca de la aventura; niños que han
saltado sobre las camas, pretendiendo que el piso arde fuerte como la lava
montañosa. ¿Qué habría sucedido más allá del umbral frente a mí? Me quedé unos
segundos congelado, pensando en las mil posibilidades, en lugar de simplemente
entrar.
Una demora innecesaria: ya tenía 13 años, era un chico grande. Tomé coraje y giré la llave.
Ni bien se abrió la puerta brotó de adentro un
delicioso olor a rosas, una esencia compacta que se había concentrado y ahora
se expandía hacia el pasillo. No esperaba que fuera de otra manera: Mamá se
encargaba de arreglar cada uno de los cuartos personalmente. La habitación
estaba en penumbras. Unas ligeras cortinas de color damasco ocultaban las
ventanas, y unos pequeños paneles en el cielo raso dejaban entrar una suave luz
difusa. La habitación era enorme y estaba únicamente decorada con algunos
objetos prácticos como un pequeño ropero y una mesita de luz. En el centro se
ubicaba la cama matrimonial, cuya cabecera se apoyaba contra la pared más
alejada de la puerta. Así que era una cama matrimonial, al fin.
Salí y cuando cerré la puerta un fresco escalofrío
recorrió mi espalda. Mi corazón volvió a latir alocadamente. ¿Qué esperan? Soy
solo un niño de 13 años, tengo derecho a tener un poquito de miedo. Caminé de
forma apresurada sintiendo que algo (o alguien) me seguía los pasos muy de
cerca. ¿Había algo dentro de esa habitación? ¿Era posible que hubiera sido
liberado al girar la llave? He leído historias, relatos de terror. Un tío mío
me contó que estaban velando a un amigo de un amigo cuando escucharon ruidos
dentro del cajón. La abuela también me dijo que una vez, mientras dormía, abrió
los ojos y se dio cuenta que estaba levitando. ¡Esas cosas pasan, esas cosas sí
existen!
Bajé las escalaras de dos en dos y me apuré a la
recepción. Allá estaba Mamá, sonriendo. “¿Ya
está?”, me preguntó como siempre. “Sí
– le dije – es una cama matrimonial. Pero
creo que hay alguien allá. Sentí algo”.
Mamá me miró con ternura en sus ojos. Se acercó y tomó
mis cachetes con sus manos. “Tranquilo,
hijo. Ya te lo expliqué: los humanos no existen, son puros cuentos”.
Respiré un poco más relajado, pero mi mirada quedó fija en un punto vago. Soy
chiquito, pero me doy cuenta de cosas. Los humanos sí existen, pero no están
acá. Mamá y Papá lo discuten cuando creen que estoy dormido, piensan que ya
estamos a salvo. Yo, por mi lado, sigo espantado con la idea de encontrarme cara a cara con uno de ellos,
como sea que sean, en algunos de los desolados pasillos del hotel de mi
familia.
FIN
¡Gran historia de suspenso! Me encantó, felicitaciones!! El final es muy similar a una película que vi, pero me gustó.
ResponderEliminarBuen cuento, me recordó a la peli sexto sentido.
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