Les comparto un nuevo cuento de mi autoría que, lo
admito, peca de no ser una de los más brillantes. Sin embargo, creo que tiene
algunos elementos de especial interés que comento al final (y que puedan
aportar un detalle adicional a la motivación de mi relato).
Mis comentaristas de Literautas.com
lo odiaron, ¡así que pueden criticarlo tranquilos!
***
“Repertorio en forma de libro,
osario de palabras”
Lo más insoportable de subirme todos los días al
ascensor espacial a la Luna no es que sea espantosamente parsimonioso. Tampoco
me abruman las pequeñas e insignificantes conversaciones. “Qué calor hace hoy”. “El
tiempo está loco”. “Parece que va a
haber lluvia de meteoritos otra vez”.
Menos aún me perturba el amontonamiento de individuos
en el único y delgado cable, de unos 50.000 kilómetros de largo, que empalma a
nuestro planeta con la superficie lunar. Nos vendieron que es una obra de
ingeniería de magnitud colosal, que finalmente tenemos una autopista hacia el
cielo; nos bombardearon con la viperina frase: “Elevamos sueños”. ¡Qué me importa que haya sido diseñado con una recalcitrante
aleación de un polímero sintético llamado “Zylon” y nanotubos de carbono! No
deja de ser un oneroso medio de transporte que consume nada menos que treinta
minutos en desplazarte a tu faena.
Me resulta indolente la caravana que se reúne en la
entrada (de la Tierra) todos los días para protestar que “el elevador espacial está matando a los humanos por la radiación”.
No son reclamos apócrifos. La extendida permanencia en el cinturón de Van Allen
verdaderamente es el motivo de los nuevos tipos de cáncer que comenzaron a emerger
en el planeta.
No. Lo realmente intolerable no son las miradas
incómodas, la criatura que no suspende nunca el sollozo, el energúmeno que comenta
idioteces para evitar los silencios, el inefable obeso que deja siempre
resbalar una flatulencia. A mí quien verdaderamente me hace hervir la sangre es
el sujeto que dedica su media hora a la imparable lectura del diccionario.
¡Es verdad! Siempre fui muy inquieto, terriblemente
inquieto. ¡Pero a no confundir aquello con la demencia! Soy muy cuerdo y, sin
embargo, me es difícil saber cómo aquella idea entró en mi cabeza por primera
vez. Quizás, la diligencia del hombre por leer regularmente su diccionario
despertaba en mí un complejo de inseguridad, el temor a que cualquier palabra
que él pudiera llegar a pronunciar acabaría por sonar como una tormentosa condición
médica.
Su tranquilidad y vehemencia por la actividad me irritaban
de sobremanera. ¿Para qué convertirse en un cazador de palabras, cuando las que
usamos para la comunicación diaria nos alcanzan y sobran? ¿Con qué necesidad se
aventuraba en la espinosa tarea de investigar palabras largas, elaboradas y
crípticas per se? ¿Quién era él para
amar tanto las palabras que las releía con cuidado, casi con recelo? ¿Quién era
él para vencer el desagrado del ascensor espacial con tanta soltura? Era la
traición hacia lo familiar, la vanidad, la forfolla, el quijotismo por
antonomasia.
Recuerdo que había comenzado con la letra “M”
cuando me decidí, poco a poco, muy gradualmente, a librarme de aquel sujeto y
de su engreimiento para siempre.
Lo ajusticié –no me pregunten bien cómo ni cuándo–
una ocasión en la que sólo él y yo subíamos en el elevador. No recuerdo si le
corté el cuello con un elemento cortante o si le perforé el corazón. A lo mejor
lo golpeé muy duro con un objeto romo en el parietal izquierdo. ¿O fui más clemente y lo envenené con
cianuro?
Pobrecito, ya iba por la letra “V”.
Cuando cayó al suelo, su repertorio de palabras se
desparramó por el lugar. Permanecí inmóvil. Durante diez minutos enteros no
moví un sólo músculo. Luego, sonreí alegremente al ver lo simple que había
resultado todo. Examiné el abyecto cadáver. Pude sentir cómo la vida se había desvanecido,
invalidando a un cuerpo prescrito.
No pueden imaginarse con qué cuidado, con qué desmedido
cuidado, levanté el grueso libro con mis manos. Llegó entonces a mis oídos un ruido
apagado, como el que podría hacer el rumor de las hojas en el campo al aire
libre. Leve. Elegante. Pronto lo distinguí: era el diccionario. Latía. Latía
delatándome, armonioso como el redoble de un tambor. Tum-tum, tum-tum, tum-tum.
Aquel tipo estaba indudable e irreversiblemente
muerto. No obstante, su libro vivía. El sonido se hizo más penetrante; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Me pedía que lo abriera, que lo
estudiara.
Comencé por el principio: la primera letra del
alfabeto español (y primera de las vocales). Me puse de pie y lo comprendí
todo. Lo suntuoso de sus definiciones, la seducción de sus vocablos, lo ladino
de sus explicaciones. Los oficiales armados se aglomeraron a la salida del
ascensor. Sólo pedí que me dejaran terminar mi lectura en una de esas lindas
celdas nuevas que instalaron en la Luna.
***
Ahora sí, una explicación adicional con #SpoilerAlert.
Mis comentaristas criticaron el abuso de palabras
innecesariamente complicadas. Se les hacía enredado y confuso leer el cuento.
La verdad es que esa era exactamente la idea.
Creé un personaje que usa palabras
difíciles sin necesidad y, muchas veces, de modo incorrecto.
Es cierto que hablar más directo es más claro y,
generalmente, más recomendable a la hora de escribir. Pero acá busqué lo
contrario. Hablar de forma más enigmática y críptica (sin necesidad) para enfatizar la idea de que él se
obsesionó con lo complicado, lo enredado, de las palabras.
En eso residió mi
experimentación.
Hay otro detalle que me indicó un comentarista (Kmarce) y que me pareció
muy destacable. Es el hecho de utilizar un cable de ascensor en una propuesta
de ciencia ficción. Evidentemente, y como él explicó, la Tierra gira y tiene
una rotación con ligeras inclinaciones sobre el eje y respecto a la Luna. No es
viable colocar un cable a la Tierra que viaja a una velocidad increíble. Sería
como amarrar dos trompos en movimiento.
Este comentarista propuso eliminar
el cable y sustituirlo por el uso apropiado de la magnetosfera, apoyados con
diferentes magnetos ubicados en la Luna, para ir y venir al más hermoso
satélite del universo. (Está clarísimo que padece de selenofilia, es decir, “amor
por la Luna”).
En fin, ¡hasta la próxima!
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=>> Otras CUENTOS de mi autoría en el blog: “Del
texto a la vida” (obra de teatro ganadora); “El
último beso”; “Los
delicados riesgos de oprimir un botón sin leer las instrucciones”; “El
lápiz mágico”.
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