El tiempo es una ilusión, o al menos eso dicen. Pero cuando se es
padre, esa ilusión se convierte en una fuerza imparable. En esta nota, “Pasos
de gigante”, un nuevo cuento con Mateo Sívori como protagonista.
***
Tenía la idea para este nuevo relato (el #71 publicado en el blog) pero no
terminaba de darle forma. Un día como cualquier otro, Silvina (amiga de mi
vieja) me compartió un texto de Pedro Mairal
(“Hoy temprano”) que terminó de inspirarme.
“Pasos de gigante” es el relato de una vida que transcurre entre momentos cotidianos, con un padre que observa cómo su hijo, Mateo, crece en medio de un torbellino de juegos, risas y aprendizajes.
Desde los pequeños pasos en pijama hasta los gigantescos saltos que da hacia la vida adulta, el padre, siempre atrapado en su rutina, se enfrenta a la inevitable verdad: los días no se detienen, y esos pasos de gigante que Mateo da, también lo arrastran a él.
¡Espero que puedan disfrutar de esta historia! Por acá pueden escuchar
la versión podcastera.
***
“Pasos de gigante”
Siete y diez de la mañana. El silencio matutino es
interrumpido por los ruidosos pasos de mi hijo Mateo, que también se despierta
bien temprano para comenzar su jornada. Hay mucho por hacer y el día sólo tiene
24 horas.
Estoy sentado frente a mi computadora, en el living
de casa, cuando lo veo pasar como un rayo a mi lado, aceleradísimo. Lleva
puesto su pijama de “Intensamente”, que aún le queda un poco grande. Lo
compramos así a propósito, para que le dure al menos un par de años más.
Me distraigo con tantos pendientes que ni siquiera me
hago un café o un mate para desayunar. Reviso mis deudas del mes en un Excel,
abro el chat corporativo para mostrarme en línea, comienzo a diagramar el día
en mi cabeza. A Mateo lo miro de reojo sin prestarle demasiada atención. ¿Cómo pudo
haberse levantado con tanta energía si se había acostado tarde el día anterior,
después de cinco horas de jardín, una hora de básquet y varias más de juegos en
casa?
Mientras le respondo un correo a un usuario
insoportable, Mateo se pone a construir con sus bloques metálicos. A mitad de
una reunión con mi jefe, ordena todos sus autitos de carrera en fila. Cada chat
que contesto se condice con un peluche prolijamente ordenado en nuestro sillón,
imaginando que es una sala de cine o un evento teatral.
Me genera algo de curiosidad entender por qué mi hijo
tiene siempre tanta prisa. Al fin y al cabo, los niños tienen todo el tiempo
del mundo. No necesitan preocuparse por las facturas de luz, el pago del alquiler,
el desarrollo profesional o qué cocinar en la noche. Un niño no tiene
compromisos ni vencimientos de proyectos. No necesita recordar los cumpleaños
de sus amigos, equilibrar la dieta saludable con el gimnasio o planificar las
vacaciones familiares.
Y sin embargo, Mateo siempre vive apurado, hasta se
atraganta con las palabras porque solo quiere ir a jugar. Se lo pregunto y la
respuesta es contundente:
—Papá, no tengo tiempo. Estoy apurado.
Admiro a mi hijo por su energía y creatividad. No
quiero interrumpirlo. El juego es su manera de explorar el mundo. No quiere
perderse ni un segundo de esta vida. Él no para nunca. “¡Quiero helado de postre!”.
“Papá, vení a jugar conmigo”. “¡Quiero más!”. “No me gusta el tomate”.
“¡Benjamín me está molestando!”. “No tengo sueño todavía”.
Yo tampoco paro. Sigo tipeando en mi computadora y
ahora Mateo se levanta un poco más tarde. El pijama le queda justito porque tiene
seis años. ¿En qué momento se volvió tan alto? El mes que viene tendré que
comprarle uno nuevo. Tampoco le interesa “Intensamente”, sino una youtuber
llamada Salish Matter. Todavía disfruta armando castillos con bloques. Los
levanta con una velocidad increíble y rápidamente los tira abajo. Está en
primer grado y comenzó a comer como un troglodita. Puede devorar cinco tostadas
con queso crema al hilo mientras dibuja arcoíris en hojas A4.
Comienzo a escribir de nuevo. Me siento con poca
inspiración últimamente y la tranquilidad de la mañana suele ser el único
momento a solas que tengo. Mateo ya no usa pijama. Dice que ya “está grande”.
Empieza a dejarse el pelo más largo. Son rizos rubios y enrulados. Desprolijos.
No se los quiere cortar porque sus amigos, también de diez años, le dicen que
le queda bien. Mi trabajo se volvió rutinario y automático.
Podría hacerlo con los ojos cerrados.
Son las diez de la mañana y soy un cuarentón. Me
ascendieron a supervisor pese a mi manifiesta falta de interés en el puesto. También
tengo un cargo de profesor semi-exclusivo en la Universidad. Escribí una nueva
novela que estoy terminando de corregir. Mateo seguramente va a dormir hasta el
mediodía. Los amigos que invita a casa van cambiando, pero siempre son buenos
chicos. Se quedaron jugando videojuegos hasta tarde. Estudiaron todo el día y
cenaron juntos. Ninguno se lleva una materia. Toman cerveza a escondidas
creyendo que los padres no lo sabemos.
Siento que la jubilación no va a llegar nunca. A
mitad de una reunión virtual, mi hijo aparece en el living con Sofía, la
noviecita del momento. Les digo “buen día” esperando que ésta le dure un poco
más ya que ella me cae bien. Se sientan en el sillón a tomar mate y me convidan
uno porque saben que yo no voy a moverme de mi silla para preparármelo. Hay
mucho por hacer y el día sólo tiene 24 horas.
El ruido de la bebé me desconcentra. Con la edad me despierto
cada vez más temprano. Me ilumina únicamente el brillo de mi computadora,
adonde dejé abierta mi última antología de cuentos. Mateo está un poco
irritable porque Magui duerme poco y mal. No se agarra bien de la teta de su
madre y eso las tiene fastidiadas a ambas. A decir verdad, estamos todos un
poco molestos. Vivir juntos es sólo temporal, mientras ellos terminan de
construirse la casa en un barrio privado.
Mateo me visita cada vez menos. Sabe que yo estoy
siempre acá, en el living, frente a la computadora. Si no estoy trabajando,
escribo. Si no escribo, estoy trabajando. Él tiene llave, entra y sale cuando
quiere. Se está divorciando. Las cosas no funcionaron como las planeó. Sofía se
quedó con la casa y le dejó el auto. Mi nieta va y viene.
Siete y diez de la mañana. Comienzo a escribir mi
novela final. Tipeo rápido porque quiero llegar a terminarla antes de morirme. Estoy
viejo, me tiemblan un poco las manos, veo poco. Me duele la cabeza todo el
tiempo. Soy un viejo cansado que no sabe cuándo parar y sigue escribiendo en su
computadora desde que empezó el día. El silencio matutino es interrumpido por
los ruidosos pasos de Magdalena, que también se despierta al amanecer para
comenzar su jornada. Tiene cuatro años y hay mucho por hacer. Pasa
aceleradísima por al lado mío, vestida con un pijama rosado que le queda un
poquito grande. ¿Qué será esa mañana?
¿Levantar torres con bloques de madera? ¿Construir autopistas de bloques metálicos?
¿Dibujar un arcoiris en hojas A4?
Magui es una niña que vive siempre apurada y está
creciendo rapidísimo. A pasos de gigante. Todavía no puedo creer que ya esté
por cumplir diez años. Es una chica fuerte y noble. Se ve hermosa en su vestido
de quince. ¡Cómo sonríe con el título en la mano! Se va a casar pronto y no voy
a estar ahí para celebrarlo. Yo también viví siempre demasiado apurado. Recuerdo
a Mateo con sus cuatro añitos diciendo: “papá, juguemos un ratito”. El tiempo
se me escapó de las manos. Ojalá hubiera estado un poco más vivo como para
darme cuenta.
FIN
***
=>> Otros CUENTOS RELACIONADOS en el blog: “Benjamín está empapado”; “Nos miran desde abajo”; “No requiere el uso de pilas”; “Es peligroso asomarse al interior”; “El cadáver prematuro”; “Desgracias imperceptibles”
***
► Podés
seguir las novedades en mi fan-page: http://www.facebook.com/sivoriluciano.
También estoy en Instagram como @viajarleyendo451. Si
te gustó la nota, podés invitarme un cafecito.
¡qué bonito cuento!
ResponderEliminar