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jueves, 19 de septiembre de 2024

“Pasos de gigante” (cuento mateístico)

 

El tiempo es una ilusión, o al menos eso dicen. Pero cuando se es padre, esa ilusión se convierte en una fuerza imparable. En esta nota, “Pasos de gigante”, un nuevo cuento con Mateo Sívori como protagonista.





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Tenía la idea para este nuevo relato (el #71 publicado en el blog) pero no terminaba de darle forma. Un día como cualquier otro, Silvina (amiga de mi vieja) me compartió un texto de Pedro Mairal (“Hoy temprano”) que terminó de inspirarme.

“Pasos de gigante” es el relato de una vida que transcurre entre momentos cotidianos, con un padre que observa cómo su hijo, Mateo, crece en medio de un torbellino de juegos, risas y aprendizajes.

Desde los pequeños pasos en pijama hasta los gigantescos saltos que da hacia la vida adulta, el padre, siempre atrapado en su rutina, se enfrenta a la inevitable verdad: los días no se detienen, y esos pasos de gigante que Mateo da, también lo arrastran a él.

¡Espero que puedan disfrutar de esta historia! Por acá pueden escuchar la versión podcastera.



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“Pasos de gigante”

 

Siete y diez de la mañana. El silencio matutino es interrumpido por los ruidosos pasos de mi hijo Mateo, que también se despierta bien temprano para comenzar su jornada. Hay mucho por hacer y el día sólo tiene 24 horas.

Estoy sentado frente a mi computadora, en el living de casa, cuando lo veo pasar como un rayo a mi lado, aceleradísimo. Lleva puesto su pijama de “Intensamente”, que aún le queda un poco grande. Lo compramos así a propósito, para que le dure al menos un par de años más.

Me distraigo con tantos pendientes que ni siquiera me hago un café o un mate para desayunar. Reviso mis deudas del mes en un Excel, abro el chat corporativo para mostrarme en línea, comienzo a diagramar el día en mi cabeza. A Mateo lo miro de reojo sin prestarle demasiada atención. ¿Cómo pudo haberse levantado con tanta energía si se había acostado tarde el día anterior, después de cinco horas de jardín, una hora de básquet y varias más de juegos en casa?

Mientras le respondo un correo a un usuario insoportable, Mateo se pone a construir con sus bloques metálicos. A mitad de una reunión con mi jefe, ordena todos sus autitos de carrera en fila. Cada chat que contesto se condice con un peluche prolijamente ordenado en nuestro sillón, imaginando que es una sala de cine o un evento teatral.

Me genera algo de curiosidad entender por qué mi hijo tiene siempre tanta prisa. Al fin y al cabo, los niños tienen todo el tiempo del mundo. No necesitan preocuparse por las facturas de luz, el pago del alquiler, el desarrollo profesional o qué cocinar en la noche. Un niño no tiene compromisos ni vencimientos de proyectos. No necesita recordar los cumpleaños de sus amigos, equilibrar la dieta saludable con el gimnasio o planificar las vacaciones familiares.

Y sin embargo, Mateo siempre vive apurado, hasta se atraganta con las palabras porque solo quiere ir a jugar. Se lo pregunto y la respuesta es contundente:

—Papá, no tengo tiempo. Estoy apurado.

Admiro a mi hijo por su energía y creatividad. No quiero interrumpirlo. El juego es su manera de explorar el mundo. No quiere perderse ni un segundo de esta vida. Él no para nunca. “¡Quiero helado de postre!”. “Papá, vení a jugar conmigo”. “¡Quiero más!”. “No me gusta el tomate”. “¡Benjamín me está molestando!”. “No tengo sueño todavía”.

Yo tampoco paro. Sigo tipeando en mi computadora y ahora Mateo se levanta un poco más tarde. El pijama le queda justito porque tiene seis años. ¿En qué momento se volvió tan alto? El mes que viene tendré que comprarle uno nuevo. Tampoco le interesa “Intensamente”, sino una youtuber llamada Salish Matter. Todavía disfruta armando castillos con bloques. Los levanta con una velocidad increíble y rápidamente los tira abajo. Está en primer grado y comenzó a comer como un troglodita. Puede devorar cinco tostadas con queso crema al hilo mientras dibuja arcoíris en hojas A4.

Comienzo a escribir de nuevo. Me siento con poca inspiración últimamente y la tranquilidad de la mañana suele ser el único momento a solas que tengo. Mateo ya no usa pijama. Dice que ya “está grande”. Empieza a dejarse el pelo más largo. Son rizos rubios y enrulados. Desprolijos. No se los quiere cortar porque sus amigos, también de diez años, le dicen que le queda bien. Mi trabajo se volvió rutinario y automático.

Podría hacerlo con los ojos cerrados.

Son las diez de la mañana y soy un cuarentón. Me ascendieron a supervisor pese a mi manifiesta falta de interés en el puesto. También tengo un cargo de profesor semi-exclusivo en la Universidad. Escribí una nueva novela que estoy terminando de corregir. Mateo seguramente va a dormir hasta el mediodía. Los amigos que invita a casa van cambiando, pero siempre son buenos chicos. Se quedaron jugando videojuegos hasta tarde. Estudiaron todo el día y cenaron juntos. Ninguno se lleva una materia. Toman cerveza a escondidas creyendo que los padres no lo sabemos.

Siento que la jubilación no va a llegar nunca. A mitad de una reunión virtual, mi hijo aparece en el living con Sofía, la noviecita del momento. Les digo “buen día” esperando que ésta le dure un poco más ya que ella me cae bien. Se sientan en el sillón a tomar mate y me convidan uno porque saben que yo no voy a moverme de mi silla para preparármelo. Hay mucho por hacer y el día sólo tiene 24 horas.

El ruido de la bebé me desconcentra. Con la edad me despierto cada vez más temprano. Me ilumina únicamente el brillo de mi computadora, adonde dejé abierta mi última antología de cuentos. Mateo está un poco irritable porque Magui duerme poco y mal. No se agarra bien de la teta de su madre y eso las tiene fastidiadas a ambas. A decir verdad, estamos todos un poco molestos. Vivir juntos es sólo temporal, mientras ellos terminan de construirse la casa en un barrio privado.

Mateo me visita cada vez menos. Sabe que yo estoy siempre acá, en el living, frente a la computadora. Si no estoy trabajando, escribo. Si no escribo, estoy trabajando. Él tiene llave, entra y sale cuando quiere. Se está divorciando. Las cosas no funcionaron como las planeó. Sofía se quedó con la casa y le dejó el auto. Mi nieta va y viene.

Siete y diez de la mañana. Comienzo a escribir mi novela final. Tipeo rápido porque quiero llegar a terminarla antes de morirme. Estoy viejo, me tiemblan un poco las manos, veo poco. Me duele la cabeza todo el tiempo. Soy un viejo cansado que no sabe cuándo parar y sigue escribiendo en su computadora desde que empezó el día. El silencio matutino es interrumpido por los ruidosos pasos de Magdalena, que también se despierta al amanecer para comenzar su jornada. Tiene cuatro años y hay mucho por hacer. Pasa aceleradísima por al lado mío, vestida con un pijama rosado que le queda un poquito grande.  ¿Qué será esa mañana? ¿Levantar torres con bloques de madera? ¿Construir autopistas de bloques metálicos? ¿Dibujar un arcoiris en hojas A4?

Magui es una niña que vive siempre apurada y está creciendo rapidísimo. A pasos de gigante. Todavía no puedo creer que ya esté por cumplir diez años. Es una chica fuerte y noble. Se ve hermosa en su vestido de quince. ¡Cómo sonríe con el título en la mano! Se va a casar pronto y no voy a estar ahí para celebrarlo. Yo también viví siempre demasiado apurado. Recuerdo a Mateo con sus cuatro añitos diciendo: “papá, juguemos un ratito”. El tiempo se me escapó de las manos. Ojalá hubiera estado un poco más vivo como para darme cuenta.

 

FIN

 






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