Todos somos el villano en la
historia de alguien más. Continuando el
estilo de relatos que aprovechan varios elementos autobiográficos, les comparto
el cuento #57 del blog. Desgracias
imperceptibles es la historia de un narrador, su mejor amigo Pedro y una
serie de bizarros incidentes.
***
Desgracias imperceptibles
(Luciano Sívori)
Todos somos el
villano en la historia de alguien más. No es para nada inconcebible la idea de
que, un buen día, uno se descubra encarnando el rol más despreciable en la
autobiografía de alguna ex pareja o de un compañero de trabajo. A mí me pasó
con mi mejor amigo y todavía no entiendo por qué.
La cuestión fue
más o menos así. O, por lo menos, así es como yo lo recuerdo.
Pedro y yo
somos de Neuquén. Nos conocimos en el jardín y luego fuimos juntos a la escuela
primaria. Eran los 90´s. Otra Argentina, una que ya no existe. Cuando
ingresamos a la secundaria estaba claro que seríamos inseparables para toda la
vida. Fue en el segundo año (o quizás en el primero) cuando aquella racha de
mala suerte empezó a gestarse. Ya no éramos chicos, aunque tampoco éramos grandes.
Trece o catorce años.
El Rodri había aflojado
las patas de la silla de Mirta, la vieja de Filosofía. Cuando llegó al aula y
se sentó –con el ímpetu que la caracterizaba– quedó desplomada en el piso. Todos
nos descostillamos de la risa. Mirta, enojadísima, preguntó quién había sido y
me miró directamente a mí. Creo que pensaba que yo era el más traga del grupo.
No era así realmente. Me gustaban sus clases. También pasaba que la vieja
zafaba bastante como para tener 42 pirulos, por lo que yo prestaba atención y
hacía muchas preguntas. Demostraba interés, lo cual solía bastar para sacarme
10 en todos sus exámenes.
Pasaban los
minutos y ya la cosa se había puesto fea porque nadie hablaba. Ella estaba
perdiendo la paciencia. Juró darnos un examen sorpresa en ese preciso momento
si nadie confesaba. Entonces salté yo. Le expliqué que nadie sabía nada, y mucho
menos Pedro y yo, que habíamos estado en la nuestra todo el tiempo. Mirta miró
a Pedro en tono fulminante. “Vos venís conmigo a lo de la directora”. Yo
insistí. “¡Profe, Pedro no hizo nada! ¡En serio!”. Fue al pedo. Mi mejor amigo
se convirtió en el chivo expiatorio de la inoportuna broma. Pedro nunca reveló
al verdadero culpable, no era un alcahuete.
Se inmoló por
todo el equipo.
Mi amigo pasó
un par de semanas después de clases en la Biblioteca ordenando libros. Le
gustaba leer a Poe, por lo que al final terminó disfrutando de aquellas horas
en silencio. El mes siguiente fue su cumpleaños. Una compañera, Josefina, secretamente
le había llevado un Gancia de regalo a la escuela para que pudiéramos tomarlo en
el festejo de la noche. Un festejo del cual, dicho sea de paso, yo no iba a
poder participar porque mis viejos celebraban los 25 años de casados. Pedro
guardó el Gancia cuidadosamente en la mochila y no se habló más del tema. Hasta
ese momento, nadie más que ellos dos sabían de la existencia de aquella bebida
prohibida.
¿Pueden creer
mi torpeza? En el recreo me quedé solo en el aula terminando algunas cosas.
Cuando quise salir al patio, en un descuido tropecé con su mochila y algo se
quebró por dentro. Recién ahí entendí que se había roto una botella.
Todas sus
carpetas estaban mojadas. El líquido alcohólico, desparramado por todo el piso,
y la mochila llena de vidrios rotos hacían peligroso –sino imposible– tomar
cualquier acción para esconder la evidencia. Cuando la preceptora descubrió el
hecho, fue amonestación directa para el pobre Pedrito. Chau festejo de
cumpleaños, por supuesto.
Me desarmé en
disculpas y mi amigo lo comprendió perfectamente. “Tranqui, che, fue un
accidente. No pasa nada”, me dijo. Qué genio. Se bancó la cagada a pedos de sus
papás como un campeón.
Por más que me
hubiera gustado, la cosa no terminó ahí. Eventos cada vez más desafortunados y
bizarros continuaban sucediendo cada mes o mes y medio. Para Pedro, estar cerca
de mí era una fuente de desgracias. Nada de esto le parecía divertido.
Les doy algunos
ejemplos más. Sin querer le arruiné el excelente final de la película El Maquinista (la película de Christian Bale) porque justo me escuchó comentándola
con mi viejo. Se perdió la fiesta de quince de su hermana debido a que lo convencí de
irnos a Monte Hermoso ese día y se nos pasó el colectivo de regreso. El profe de
Geografía creyó que se había copiado en el examen porque a mí, que estaba al
lado, se me había caído un papel que tenía en el bolsillo de la campera. Y así
podría seguir y seguir… y seguir…
Estaba claro
que nada de lo que había ocurrido había sido apropósito. Eran asuntos del azar.
No sé, el Barba de Arriba divirtiéndose con el destino de dos amigos destinados
a ser más íntimos que el pan y el dulce de leche. Sólo quería lo mejor para Pedro
y, si uno analiza el historial, eran muchos más los días buenos que los malos.
Sin embargo, estos desafortunados contratiempos iban generando malestares en
nuestra relación.
Todo se pudrió
en serio con Victoria, su primera novia. Para esa época ya habíamos empezado la
Universidad. Nos mudamos juntos a Bahía Blanca. Yo comencé Ingeniería
Industrial (al final la Filosofía no terminó de inclinar la balanza). Pedro se
metió en Psicología. Vivíamos juntos para ahorrar en el alquiler y poder pasar
las tardes jugando al Super Smash Bros.
Victoria era
divina y también la novia de mi mejor amigo, por lo que tenía bigote y bocha de
pelos en la espalda. Aunque la verdad es que era preciosa. Encima me daba un
montón de bola, se reía de mis chistes, me hacía buena competencia en el Smash. El paquete completo en 1,65 metros
de dulzura. Pedro estaba súper enganchado con ella y a mí me encantaba lo bien
que se veían juntos.
Una tarde como
cualquier otra, Victoria estaba en casa esperando que él llegara de cursar. Yo
estaba boludeando en la compu, seguramente con algún jueguito. Ella estaba
bastante cerca de mí, hurgando en mi billetera. Hacía calor y se había venido
con una falda cortita que resaltaba sus piernas. “Mirá cómo saliste en la foto
del DNI. ¡Tenías rulos!”, me dijo. Le expliqué que era una foto vieja, de mis
17 años. No la miraba, estaba metido en lo mío. “¿Y éste quién es?”, me
preguntó. Yo tenía una sola foto en mi billetera, de mi hermano menor Francisco
a sus 3 añitos, vestido con el guardapolvo de jardín. “Ah, sí, es mi hijo”,
mentí para molestarla un rato.
Nos llevamos 11
años con Fran, así que por esa época yo tendría 19 y el unos 6. Pero aquella
foto me la había guardado porque me parecía muy tierna.
No sé por qué
empecé a mandar fruta, en su momento pareció una buena idea. Sin dejar de mirar
la computadora, inventé una historia intensísima. Había tenido a Fran con una
piba en la secundaria. Ella quedó embarazada y quiso tener al bebé. Yo también
lo quería, pero me prohibió formar parte de su vida. Cuando Fran cumplió 1 año,
la madre se lo llevó a vivir a Alemania con su familia. Nunca más pude saber
algo de mi supuesto hijo. Era el año 2005. No había ni Whatsapp ni GPS. No había
una mierda. Lo busqué muchísimo. Con mis papás enviamos cartas a la embajada de
Argentina en Alemania. Mi fracaso dio lugar a una depresión muy profunda. Cuando
Fran cumplió 3 años, su madre me hizo llegar aquella foto que yo guardaba
celosamente en mi billetera. Terminaría de recibirme y viajaría a Alemania para
encontrarlo.
Tremendo.
Tremenda
historia me había armado. Una que era 100% falsa porque yo ni siquiera había
tenido sexo para aquel momento. Ni siquiera eso.
Me sentí
orgulloso. ¡Qué buen chascarrillo! ¡Qué linda broma inocente para la bella
Victoria que siempre disfrutaba de mi humor ácido!
Victoria estaba
bastante callada. Cuando me giré para observarla, era un río de lágrimas.
Lloraba a moco tendido. En seguida le dije que era todo mentira, que era una broma.
“¡Tonta! Es mi hermano Fran, que vive en Neuquén con mis viejos. ¡Te estaba
boludeando!”. Se puso como una fiera. Me dijo de todo menos que era bonito y se
fue, dando un portazo.
No me pareció
que hubiera sido tan grave, pero Victoria se lo tomó muy personal. Cuando lo
hablé con Pedro me dijo que yo era un tarado. Vicky había tenido un aborto en
la secundaria, eran temas muy sensibles para ella. Quise charlar, disculparme y
no hubo caso. No quería verme. Al poco tiempo le cortó a Pedro. Diferencias
creativas. No sos vos, soy yo, mi vida es el mar. Mis papás no me dejan.
Sé que no tuvo
nada que ver con mi estúpida broma. Tampoco es que ellos fueran la pareja
perfecta. Es más: Vicky era un 10 y Pedro un 6 en un buen día… esa diferencia
de nivel termina notándose a la larga. Llevaban ya un año y pico juntos. Era un
amor adolescente, ¿cuánto más podría llegar a durar? De todas formas, me dio muchísima
pena. Yo sólo quería lo mejor para mi amigo…
Con Pedro
pudimos seguir conviviendo moderadamente bien luego de la separación. No voy a
decir que la cosa siguió igual porque sinceramente no fue así. No me gusta
mentirme a mí mismo. También vale decir que la Universidad se había puesto más
brava. Ya éramos adultos con responsabilidades. El tiempo para jugar
videojuegos o compartir un mate se volvió cada vez más escaso. Él armó su
grupito de amigos, yo el mío. Hubo noches en las que directamente ni vino a
dormir a casa.
La mala racha
continuó. Una vez un compañero mío rompió la bici de Pedro. Es verdad que yo
fui el que se la prestó, pero no tuve nada que ver con eso. En otra
oportunidad, recomendé a Pedro para una pasantía en la empresa en la yo que
había comenzado a trabajar y su jefe resultó ser una persona híper tóxica.
Cada vez que
buscaba ayudarlo, terminaba haciéndole mal sin querer. Cada intento de
acercamiento se convertía en un perjuicio. Siempre quise lo mejor para Pedrito
y revertir aquella mala suerte se convirtió en mi objetivo por años. ¡Pero
tampoco iba a dejar de vivir mi vida por ayudarlo! Yo también perseguía mis
sueños… yo también quería enamorarme. ¿Y qué culpa tengo yo si, eventualmente
me reencontré con Victoria y nos terminamos besando? ¡Fue ella quien me buscó a
mí! ¡Fue ella quien se tiró a mis brazos!
Pedro no supo
entender que nuestro amor era genuino. Al final resultó ser un egoísta, un
hipócrita. Yo quería lo mejor para él. Pedro nunca era capaz de ponerse feliz
por mí.
Faltaban pocas
semanas para recibirme como Ingeniero cuando llegué a casa y pude sentir el eco
de la puerta al cerrarse. Estaba más vacía de lo normal. Faltaba el sillón,
media vajilla, una cama y hasta algunas estanterías. Faltaban asaderas, comida
en la alacena y un par de sillas. Faltaba el reproductor de MP3 y un joystick.
Faltaba Pedro. Sobre la mesa del comedor me había dejado dinero para pagar su
parte del alquiler durante los siguientes tres meses. Al lado encontré una nota
escrita a mano.
La leí
despacito. “Aquella vez que pasó lo del Gancia… ¿por qué estabas solo en el
aula? Hasta el día de hoy me lo sigo preguntando…”
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Increible cuento, gracias por traerlo. Increible como al final nada es lo que en principio parece.
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Siempre es emocionante conocer a un nuevo lector. Gracias por dejar tu aporte.
EliminarGran cuento, gran.
ResponderEliminarAunque me pondré en el auditor del diablo. Si este es el cuento 58, el del pueblo es el 59. Tal vez es este el 57... exijo una aclaración por favor
Abrazo grande!
Sí, había medio un quilombo ahí, pero creo que ya lo solucioné.
EliminarEso, o hubo una intrusión espacio-temporal en mi blog.