Este probablemente sea el primer cuento de terror
real que encaro. He coqueteado con el género en ocasiones, por ejemplo en
experimentos como éste,
éste
y éste
otro. Otro de mis relatos (Implacablemente
suyo) quizás sea el que más se acerque. Pero nunca me había
comprometido en serio con una creación literaria fiel a las reglas y estilos del
género.
Hasta hoy.
Esta es una historia real que me pasó a mí y a mis
amigos. Modifiqué algunos detalles para mayor efecto literario, pero no
demasiados. Espero que puedan disfrutarla, porque soy bastante cagón y me costó
mucho no asustarme mientras escribía.
Versión narrada del cuento por ACÁ.
***
“La imaginé hermosa”
Abrí los ojos empapado en sudor. Tanteé en la
oscuridad con mi mano derecha, la única libre, hasta tocar mi celular: las 2.37
a.m.
Otra noche de insomnio.
En silencio, miré hacia el techo de la habitación y
luego hacia un costado. La luz del dispositivo había iluminado una de las fotos
sobre mi mesita de luz. Ángel, el Tucu y yo en el camping de Lago Puelo. Año 2008.
En mis treinta y pico de años nunca tuve una
experiencia paranormal. Tengo allegados que han soñado con eventos proféticos o
vieron platos moverse por sí solos. Una noche estrellada en El Bolsón, mis
compañeros de viaje juraban ver a un perro negro de ojos rojos a la distancia.
Pero yo no vi nada. Ni esa vez ni en ninguna otra ocasión. Excepto, quizás,
unas horas después de aquella fotografía tomada en Lago Puelo.
Reconozco que no puedo ser considerado el narrador
más confiable. Habíamos estado bebiendo y fumando bastante. Sin embargo, haré
lo que pueda por indicar lo que vi de la forma más fehaciente posible. Y espero
que sea suficiente.
Comenzamos siendo cuatro en ese viaje. Llegamos a
Cholila, en la provincia de Chubut, con nuestras bicis desarmadas y el espíritu
inquieto. La travesía contó con la dosis justa de peligro y aventura, aunque
sin mayores inconvenientes. Atravesamos pedaleando todo el Parque Nacional Los
Alerces e hicimos base en Esquel por unos días. Ahí fue donde Ezequiel –el
cuarto de nuestro equipo– tomó un colectivo de regreso. Los restantes tomamos
otro transporte diferente y terminamos por pisar Lago Puelo.
Para los que no conocen, se trata de una localidad
pequeña ubicada 14 km al sur de El Bolsón. El lago tiene un color claro
espectacular. El paisaje boscoso es hermoso y transmite muchísima paz.
A lo mejor es posible cruzarte con una figura
espectral, pero ya llegaremos a eso.
Hoy, quince años más tarde, ha crecido mucho. En
aquel momento era una comunidad pequeña. Al llegar a la bajada principal al
lago, tenías dos senderos para tomar. El de la izquierda llevaba a una serie de
cabañas y resorts. Todo muy top. Tours en lancha, bautismos de buceo y toda la
mar en coche. El lugar predilecto para las personas mayores y familias.
Hacia la derecha la cosa se ponía más agreste.
Mucho menos desarrollo y la zona de campings, ideal para la juventud deseosa de
beber cerveza y tener encuentros fortuitos cerca de una fogata. Allí nos
dirigimos con los chicos, con la esperanza de al menos poder hacer un fuego
decente en el que poder asar algo de carne.
A eso de las 21 hs, la noche estaba casi
exclusivamente iluminada por las múltiples fogatas. No había estrellas, sólo una
especie de espora resplandeciente en el aire, por lo que no tener linterna no era
problema, podíamos ver 15 metros delante de nosotros sin dramas. Nos habíamos
alejado un poco de la zona principal de acampe en busca de un poco de
intimidad, la privacidad adecuada para fumar con mayor libertad. A la distancia
se escuchaban guitarras y músicas esparcidas.
La estábamos pasando bien, eso es lo que más
recuerdo. Jugábamos a diferentes improvisaciones teatrales y cantábamos
iluminados por el fuego.
El tiempo transcurrió con tanta espontaneidad que no
nos dimos cuenta en qué momento se hizo de noche. Dormitaba dentro de la carpa
cuando me dieron ganas de ir al baño. No tenía deseos de levantarme, como si
algo reprimiera mi voluntad de moverme. Me tuve que forzar a mí mismo. Mi
salida de la carpa despertó a Ángel. Le expliqué que iba hasta un árbol a hacer
pis y él me pidió que lo acompañe a buscar agua al lago. “Tengo sed, chabón. El
baño nos queda de pasada”, me dijo. Lo conozco porque somos bastante similares.
No quería caminar él sólo a recargar la botella de agua. Acepté, sin demasiadas
ganas y con un poco de resaca.
Comenzamos a caminar por un senderito, moldeando el
recorrido con nuestras linternas. Se escuchaban todavía algunas voces de carpas
cercanas, pero no demasiadas. El viento soplaba con más fuerza y se había
vuelto húmedo. Estaba fresco. Avanzábamos sin hablar por el bosque, con paso
lento pero seguro. Ninguno quiso admitir que el paisaje generaba un espanto inmenso.
Pese al cansancio, yo me sentía con todo el cuerpo
en estado de alerta. Podían dolerme las cervicales, tobillos, hombros, cuello y
rodillas luego de quince días pedaleando por el Sur, pero cualquier asesino en
serie que apareciera en aquel momento sería incapaz de atraparme.
A los cien metros sentí los pasos de alguien
caminando detrás de mí (Angelito iba adelante). Me giré con velocidad y nada.
Nadie. No llegué a pensar en lo extraño de la situación porque Ángel se detuvo en
seco.
“¿Y eso?”, preguntó. Me frené en seco, atontado. La
linterna se resbaló de mis dedos y cayó al piso. Con Ángel nos quedamos ahí
parados viéndonos el uno al otro. Sentía que mis manos estaban amarradas a mis
pies, no me podía mover. Delante de nosotros, a pocos pasos de distancia,
estaba sentada una chica, vestida de blanco y acurrucada sobre un árbol.
Lloraba.
Gemía, más bien. Era una especie de llanto quejoso,
suave. Tétrico. Se sacudía hacia adelante y hacia atrás con un pequeño vaivén.
Me reí por los nervios. “Se parece a La Llorona”, le dije. “Se debe haber
peleado con alguien, no pasa nada”.
“Chabón, qué cagazo… ¿por qué tiene que estar
llorando sola en la oscuridad y de blanco?”, preguntó Ángel retóricamente.
“¿Qué hacemos? ¿Pasamos por ahí o vamos por otro
lado?”, quise saber.
“No sé, che. Éste es el camino principal. Si vamos
por otro lado capaz nos perdemos”.
Según la leyenda, es el alma en pena de una mujer
que ahogó a sus hijos y que ahora, tan maldecida como arrepentida, vaga por
ríos y pueblos llorando y buscándolos. Se dice que si hacés contacto directo
con sus ojos, te toma de la mano y no te suelta nunca más. Se dicen muchas
otras pavadas.
Por si acaso, me aseguré de nunca iluminar a La
Llorona directamente. Uno nunca sabe.
“Volvamos”, dijo Ángel. Lo noté un tanto cautivado
por la situación. “Despertemos al Tucu y lo traemos. De última que vaya
adelante y nos hace de carne de cañón. En todo caso, es una historia divertida
para contarle al Eze a la vuelta”.
Asentí. Pegamos la vuelta con el paso apurado. No
voy a mentir: mi corazón latía fuerte.
***
Entramos a la carpa a los gritos. “¡Tucu! ¡Vimos a
La Llorona!”, dijo Ángel exaltado. Nuestro interlocutor, todavía dormido, no
entendía nada.
“¡Qué pavada!”, fue lo único que atinó a decir el
Tucu, seguro de que le estábamos haciendo una joda. Le expliqué lo que habíamos
visto bajo el punto de vista racional: una chica llorando, probablemente de
alguna carpa cercana. Pelo negro, vestidito blanco. Rostro pálido. Por mi
cabeza pasó la imagen de un cuerpo demacrado. No pude diferenciar si era un
recuerdo auténtico o un engaño de la mente. La verdad es que del cagazo no
había enfocado del todo. Podemos cerrar los ojos, pero no se puede cerrar la
imaginación.
Logramos convencerlo, no sólo de que nos acompañara
sino de que además fuera adelante. Emprendimos el mismo camino hasta llegar al
punto exacto del encuentro.
“¡La puta madre!”, llegó a decir el Tucu con voz
nerviosa cuando la vio.
“No le apuntes con la linterna”, susurró Angelito. Yo
me acerqué sólo un poco, despacito, y pude verla más claramente. Tenía sus
delgados brazos enredados envolviendo su cabeza, tapando el rostro. La imaginé hermosa,
con ojos grandes y oscuros. La cuestión estaba clara: llegó a Lago Puelo con su
grupo de amigos. Uno de ellos era el novio. Tomaron todos un poco de más y
terminaron peleándose. Entonces ella se alejó de la carpa hasta tranquilizarse.
“Vamos a hacer esto. Pasemos todos por el
costadito, sin hacer ruido ni iluminarla con las linternas”. Ángel –el más pragmático
del grupo– mostró una convicción que nos envalentonó a todos. Como me gusta
decir, ninguna buena historia inicia con “estábamos tomando un té en lo de mi
Tía Marta cuando de pronto…”. Si queríamos tener una verdadera anécdota de
terror para contarle a Ezequiel y a todos los demás en casa, era necesario
continuar hasta el final.
Pasar a su lado me puso la piel de gallina.
“Por nada del mundo la vean a los ojos”, explicó
Ángel algo divertido. Yo contenía la respiración; sentí cómo un frío recorría
todo mi cuerpo, de pies a cabeza. Primero pasó el Tucu, luego Ángel, finalmente
yo. Un paso, dos pasos, tres pasos. Por favor, que no me agarre del pie al
pasar. Por favor, que no pegue un grito de pronto. Por favor, que esto pase
pronto.
Pude volver a respirar cuando La Llorona había quedado atrás. Ángel empezó a reír con fuerza. “Uf, eso estuvo intenso, ¿no?”. “Sí”, dijo el Tucu. Fue entonces cuando decidí mirar hacia atrás.
No estaba por
ningún lado.
NO. ESTABA. POR. NINGÚN. LADO.
“Chicos. Se fue. La Llorona se fue, no está más”,
dije desesperado y todos comenzamos a buscarla con la linterna.
Corrí como un pobre diablo cuando se nos apareció
por detrás de un árbol y se abalanzó sobre nosotros. Creo que su mano llegó a
rozar la mía.
La izquierda. La siniestra.
Todos huimos lo más rápido que nos daban las
piernas, hasta llegar a la orilla del lago. Pude ver el terror en el rostro de
mis amigos. Empecé a reír y la risa se contagió. Reímos como unos desgraciados,
jadeando por aquel escape. Ahora sí tendríamos una buena historia para el Eze.
El resto ya es un poco más difuso. Recuerdo haberme
derrumbado bajo un árbol donde terminé durmiendo de a ratos hasta las primeras
luces de la mañana.
***
3.17 a.m. Me levanté pesado hacia la cocina. Caminé
despacio, arrastrando mis piernas y brazos, como si cada pie tuviera que
pedirle permiso al otro para avanzar. Abrí la heladera con mi mano derecha, la
única libre. Me serví algo de jugo que bebí directamente de la botella. Regresé
a la cama y una voz tranquila me dijo “Buenas noches, mi hijo, que descanses”.
La Llorona nunca más soltó mi mano izquierda. Vivir
se había vuelto realmente complicado desde entonces.
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=>> Otros CUENTOS de mi autoría en el blog: “Implacablemente suyo”; “Ana y el infinito”; “A veces vuelven”, “El abismo”, “Tincho siempre sale redondo”.
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Muy bueno Lu..
ResponderEliminarCreo que si no lo hubiese leído en tus párrafos de prefacio, hubiese sospechado rotundamente que estaba basado en una historia "real".
ResponderEliminarRecuerdo algunos de tus experimentos. Este rotundamente es el más terrorífico, el más King.¡Pero con mitología de acá!
Abrazos
Me dio miedo escribirlo, ja. ¡Gracias por el aporte!
EliminarSaludos blogueros.
buenisima la vuelta de tuerca al final
ResponderEliminarInteresante el giro final.
ResponderEliminarParecía que sólo era una anécdota sobrenatural, con un encuentro parcial de La Llorona. Con los personajes huyendo, para luego reírse.
Pero la mujer, que el protagonista imaginó hermosa, se aferró a él. Y no lo soltará.
Saludos.
¡Gracias por pasar, querido Demi! Este es uno de mis cuentos favoritos y, fuera de joda, está basado en una experiencia real. De hecho, en la versión narrada del podcast participa uno de mis amigos que también la vio:
Eliminarhttps://open.spotify.com/episode/1h0JmesIZbePMP4SiRsBle
¡Abrazo!