Un nuevo relato (el #55 publicado en el blog) con un tono un poquito más serio de lo normal, una pizca de fantasía y mi hijo Benjamín como protagonista… otra vez.
Benja tiene cinco años y un irremediable miedo a la
oscuridad que le impide conciliar el sueño… sólo hasta que se le ocurre un
brillante plan para combatir a los monstruos.
***
“Nos
miran desde abajo”
(Luciano Sívori)
En las posibles interpretaciones
de un experimento científico –al igual que en cualquier acalorada discusión
filosófica– suele haber un momento inevitable en el que la razón tiene que dar
un paso atrás para revisar sus propios argumentos. Incluso, si la discusión es
leal, también revisar los de la posición opuesta.
El problema está en la cabeza.
Hasta las explicaciones racionales más fuertes pueden tambalearse
peligrosamente cuando damos alas libres a la imaginación…
Corte. Necesito rebobinar un
poco. Toma 2. Escena interior, dormitorio, noche. Luego de haber pasado por el clásico
ritual de ver un poco de dibujitos animados (actualmente estamos con La Guardia del León) o inventar algunos
cuentos, me disponía a acostar a mi hijo Benjamín.
Lo arropé y le di un beso en la
frente. Su gato-linterna estaba encendido en la mesita de luz, y la placa
térmica mantenía su cuarto en una temperatura más que agradable. Sin embargo, un
estremecimiento involuntario recorrió todo su cuerpo, ocasionándole un temblor que
no logró controlar. Noté que se le erizaban un poco los pelos.
—Papá, tengo miedo —me dijo.
—¿De qué tenés miedo, Benja?
—Del monstruo.
Se me ocurrió decirle que miedo
dan otras cosas. La inflación en Argentina. Los payasos malabaristas.
Envejecer, fracasar y entender que todos y cada uno de los sueños infantiles no
serán siquiera rozados con la punta de los dedos. En lugar de eso, traté de
calmarlo con un tono de afecto:
—Tranquilo, no tenés por qué
asustarte. No hay ningún monstruo. Papá está con vos. Vos tratá de pensar en
cosas lindas.
—No puedo. Tengo miedo…
Sí… Como la mayoría de los niños
de su edad, Benjamín había desarrollado un principio de nictofobia. Comenzó hace
no mucho tiempo y nos estaba convirtiendo las noches en verdaderos desafíos. El sueño de la razón produce monstruos, habría dicho Francisco de Goya. En la noche, los objetos familiares se vuelven
inquietantes y proyectan formas extrañas. Por eso, Benjamín precisaba llamar a su padre
para espantar a las criaturas que, indiscutiblemente, acechaban desde las
sombras.
Todo debía estar perfecto para
que Benja pudiera conciliar el sueño. Una fuente de luz, aunque fuera mínima.
Los placares cerrados y previamente registrados. La frazada de Batman
envolviendo firmemente su cuerpo.
Y, aun así, el acto de calmarlo hasta
que se durmiera (sea a través de caricias o cantos) podía llevarme no menos de
veinte minutos. Cuando el cansancio me superaba, directamente lo mandaba a
dormir con Natalia y Mateo mientras que yo me tiraba a dormir en su pieza.
Con los placares cerrados,
claro.
Me acordé de aquel viejo chiste.
Un tipo teme que haya un monstruo debajo de su cama. La mera idea no lo deja
dormir. Va al psicólogo y éste lo desestima. “El miedo es una emoción de choque
causada por la toma de consciencia de un peligro inminente o presente. ¡Hágase
hombre!”, le dice. (Por cierto, es el peor psicólogo del mundo, porque con ese
tipo se habría llenado de guita). Entonces su amigo le brinda una solución
práctica: le cae a la casa con un serrucho y corta las patas de
cama. Listo. Problema resuelto.
Ojalá fuera tan fácil, ¿no? El miedo es demasiado insensato, demasiado impertinente.
Al día siguiente Benjamín se
levantó temprano y sospechosamente entusiasmado. Yo trabajaba desde casa
(¡bendita modalidad híbrida!), armando un relevamiento para un desarrollo en
SAP que poco importa para este relato o para cualquier otro. La bruja y Mateo dormían
fuerte. Benja pasó por al lado mío sin decir nada. Fue hasta al lavadero y
volvió con muchas cajas. De la estantería lo vi sacar soga, cinta de papel,
lápices, tijeras… Iba y venía apurado, como el Conejo de Alicia en el País de las Maravillas. Ni siquiera me pidió algo para
desayunar.
Yo estaba concentrado en lo mío,
pero escuchaba el bochinche de fondo. Después de varios minutos trabajando en
su habitación, Benjamín se acercó a mí y me dijo:
—Mirá Papá, como tengo miedo a
la noche se me ocurrió poner algunas trampas para atrapar al monstruo.
Vení.
Prácticamente me arrastró hasta
su cuarto.
—Estas bolitas de cinta en el
piso son para que el monstruo se quede pegado. Este hilo de
acá es para que se caiga y se pegue un porrazo. ¡Y si quiere entrar por la
ventana, PAF, se le cae esta caja llena de ladrillos en la cabeza!
Me pareció tan tierno que dejé
todo como estaba. Para mi asombro, ese día Benjamín se durmió en tres minutos y
medio. Creer o reventar. Empezó a roncar incluso antes de que llegara a
contarle un cuento.
Me desperté a mitad de la noche debido
a una serie de ruidos fuertes. Cuando entendí que venían del cuarto de Benja,
fui corriendo. Prendí la luz. No pude dar crédito a lo que veían mis ojos.
Todas las trampas se habían
activado juntas. El hilo estaba roto, las bolitas de cinta se habían pegado unas
con otras. La caja estaba en el piso, con todos los ladrillos desparramados.
Benjamín dormía plácidamente.
Me cagué
hasta las patas. Revisé toda la casa y, por supuesto, no encontré nada raro.
Las ventanas estaban bien cerradas, las puertas con llaves. En los placares
sólo había ropa y toallas. Nada ni nadie.
Me fui a dormir bastante preocupado. Al día siguiente me levanté a las siete para salir. Tocaba hacer acto de presencia en mi Prisión de Capitales. Llovía. El extraño evento de la noche anterior todavía daba vueltas en mi cabeza. Buscaba algún tipo de explicación lógica y nada tenía sentido. Lo único cierto era la irrefutable verdad: los monstruos sí estaban ahí.
Vi a uno bastante nefasto en el baño. Tenía los ojos hinchados como un sapo, y una maraña de estropajos sobre la cabeza. A veces babeaba una especie de espuma blanca que vomitaba sobre el lavamanos. En el ascensor había fantasmas, pero sólo dentro del espejo. El que vivía en el coche no era mucho mejor. Tenía la cara roja y una mirada furiosa. Y venas penetrantes a cada lado de la frente. En los charcos los monstruos aparecían deformes y borroneados. Están ahí, nos miran desde abajo con hambre.
Creamos nuestros propios monstruos
y después les tememos por lo que nos muestran sobre nosotros mismos. El
problema está en la cabeza.
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=>> Otros cuentos de TEMÁTICAS SIMILARES en el blog: “Un campo de girasoles”; “El cadáver prematuro”; “Perseverar es diabólico”; “Es peligroso asomarse al interior”; “Retratos del silencio”; “Álvaro, el terraplanista”.
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¡¡Cinco años ya tiene Benjamín!!
ResponderEliminarBuen relato. Todavía con la niña Celeste no estamos en esa instancia, en unos años te cuento.
Dolina cada tanto cuenta (y que no sé si es invento de él o de dónde lo tomó):
"En la semioscuridad de la tarde un niño jugando solo ve una espantosa sábana colgada y volando en la soga de la ropa. Desde luego, se aterroriza.
El padre, para calmarlo, lo acompaña y le demuestra que se trata de un simple fantasma".
Abrazos, crack!
¡Frodo! Qué bueno tenerte por acá.
EliminarEstá grande Benja... y si tenés ganas de escucharlo, también este relato tiene su versión podcast (el pibe es un actor nato):
https://open.spotify.com/episode/2YvCm0UuurC787q5XuOryh?si=zNS6gFfPR1mXE1MGbs-HBw
Tremenda la frase de Dolina. Disfrutá a Celeste, crecen rápido, lpm.
¡Abrazo!
Entonces, si los monstruos eran reales.
ResponderEliminarTal vez se crea a los monstruos para corporizarlos, para materializar a lo intangible, como a los temores. Siendo tangibles pueden ser atrapados, se los puede enfrentar.
Saludos.