En los últimos meses me hice la
costumbre de escribir sobre algunas cuestiones biográficas, mechadas con bastante
ficción. En este caso, escribí un cuento en relación a un chiste interno que
siempre tuvimos con mis viejos y hermanos. Van a encontrar un delicioso cheesecake, algo de nostalgia y una misteriosa
familia perfecta.
Versión narrada: link al podcast
***
“Pero perseverar es diabólico”
(Luciano Sívori)
Los Marzialetti
aparecieron en el barrio de la noche a la mañana. Un día nos desayunamos que
teníamos vecinos viviendo en la casa de al lado, que llevaba el cartel de “se
vende” desde hacía ya unos meses. La angosta cuadra de Las Floridas al 100, en
la capital neuquina, tenía nuevos y flamantes ocupantes.
Como dictaba
la norma a mediados de los 2000, eran una familia numerosa. Juan Carlos
Marzialetti y su esposa, Bernarda, tenían tres hijos varones de edades muy
parecidas a las de mis hermanos y yo. El mayor, Luca Marzialetti, se
correspondía con mi edad de aquel entonces: unos dulces 17 años. Los dos más
chicos, Bruno y Esteban, compartían edades con mis propios hermanos, Tomás y
Gastón.
Mis viejos
pegaron onda con los Marzialetti al instante. Una mañana estaban charlando en
la calle, mientras los nuevos vecinos entraban las últimas cajas de la mudanza,
y el domingo siguiente ya estaban todos comiendo un asado en casa. Bernarda
–alta, muy coqueta, divina– cayó con tres postres (uno de ellos, un elogiable cheesecake casero). Juan Carlos se
encargó de las bebidas, que incluían dos vinos de indudable calidad. Mis viejos
quedaron fascinados con ellos, al punto que no paraban de mencionar a los
geniales Marzialetti en cada almuerzo posterior.
—Luca todavía
no sabe qué quiere estudiar. A lo mejor se hace ingeniero, aunque tiene dieces
en todas las materias —me contó mi vieja un tiempo después, entre mate y mate—.
Arrancó la secundaria en el Don Bosco y los profesores no pueden creer lo
avanzado que está en todas las asignaturas. Chupé mate fuerte, con ruido, y
ella deslizó que yo pasaba demasiado tiempo en el ciber o jugando al “bichito
azul que va rápido” en la Sega.
—¿Vos ya
pensaste qué vas a estudiar, Luciano? —agregó, picante.
Yo iba al
María Auxiliadora y no nos juntábamos con la gente del Don Bosco. Por eso
tampoco tuve demasiado contacto con Luca o sus hermanos más que en alguna
juntada entre vecinos. Igual, mis viejos jodían tanto con ellos que ya sentía
que los conocía de toda la vida.
Al parecer
Esteban estudiaba sobre arte rupestre y era un amo de la computación (tenía sus
propias páginas de Internet hechas con Frontpage). A Luca lo veías por el
barrio siempre con alguna chica diferente o tocando la guitarra en el patio. Era
más virtuoso que Eric Clapton con las cuerdas, no les miento. Bruno competía en
cuanto deporte podía agarrar y siempre traía alguna copa más a la casa. Handball,
atletismo, fútbol, paddle, lo que se te ocurra. Hasta cinta negra de karate era
Bruno. Por supuesto, los tres eran más que educados y se presentaban ante el
resto con una enorme sonrisa en el rostro.
Durante meses
en casa fue: “los Marzialetti esto” y “los Marzialetti aquello”. Mis hermanos y
yo no éramos ni malos hijos ni, mucho menos, malos alumnos. Pero los tres
Marzialetti eran simplemente mejores que nosotros. Más atentos, delicados,
intachables, atletas, cultos. Portaban con orgullo el calificativo de
“perfectos”. Nunca una mancha en su impecable historial.
Cuando Tomás
–como todo buen adolescente– se mandaba alguna cagada, mi vieja le preguntaba
por qué no podía ser más como los Marzialetti. Un día Gastón lloró con el
dentista y mi vieja le explicó que los Marzialetti nunca lloraban frente a ningún
médico. Si yo salía a andar en bicicleta y me mordía un perro, mi mamá me
recordaba que ese perro jamás le haría nada a un Marzialetti mientras me
limpiaba las heridas”
Y si alguna
vez me hubiera animado a incursionar en el ping-pong (deporte de bajo riesgo
con el cual, sin duda, yo lograría quebrarme algún hueso al poco tiempo), mi
viejo no hubiera perdido la oportunidad de mencionar que “Bruno te hace unos
saques con efecto tremendos que ya le rindieron varios trofeos”.
No, no… mi
viejo no se quedaba atrás. No nos comparaba tanto con los Vecinos de Oro, aunque
nunca paraba de elogiar a Juan Carlos. Héroe de Malvinas, enólogo, de
exquisitos gustos y buen conversador. Había logrado amasar una pequeña fortuna
como importador-exportador (lo que fuera que eso significara) y se mudaba mucho
con su familia porque creía que sus hijos tenían derecho a conocer todos los
rincones de nuestro hermoso planeta.
Claro que los
Marzialetti habían vivido en Barcelona, Sidney, Chicago y hasta en Okinawa.
—¿Sabías que Luca
puede hablar cinco idiomas, Luciano? —me dijo una vez mi mamá en el auto, yendo
a clases de inglés en el St. Stephen
Institute.
Otro día
volvió a hinchar con la Universidad.
—Podrías
estudiar ingeniería como quiere Luquita— lanzó sin avisar. Noten que ya no era Luca.
Era “Luquita”—. No sé, cualquier ingeniería. De acá a diez años vas a ver que
te llenás de plata.
Yo nunca he
deseado, para mí mismo, ni el éxito ni la gloria. Que yo recuerde, nunca
perseguí grandes sueños o reconocimiento personal. Menos a los 18 años, donde
la vida era decididamente menos complicada. Mis días consistían en ver a mi
grupito de amigos, enamorarme perdidamente de una piba a la que nunca me
animaría a hablarle y viciar con mis hermanos.
¡Ah, pero los
Marzialetti sí habían sabido cómo aprovechar el dinero, la educación y las
virtudes de este mundo!
La vida
durante ese tiempo fue insoportable para mis hermanos y, especialmente, para mí.
Hasta que los
Marzialetti no estuvieron más. Se fueron sin avisar a nadie y el cartel de “se
vende” volvió a colocarse en la casita de al lado. Mis viejos se frustraron un
poco, si bien no tanto como hubiera esperado. Por aquella época era más difícil
mantener la relación, sin mucho más que el teléfono fijo y alguna casilla de correo
para comunicarse con el otro. Mis viejos perdieron el contacto y nunca más
volvimos a saber algo de ellos.
El “tenés que
ser más como los Marzialetti” se convirtió en un chiste interno en la familia
Sívori. Un chiste que, a esa altura, hasta mis viejos se tomaban con humor.
***
Eventualmente
sí estudié Ingeniería en otra ciudad y terminé como Jefe de Trabajos Prácticos
en una cátedra del primer año: “Introducción a la Ingeniería Industrial”. Cada
año tenemos más de ciento veinte alumnos, con lo cual no es sencillo
distinguirlos individualmente en los primeros meses de cursada. Hace unos días
tomamos el primer parcial y me sorprendí al encontrar un nombre entre los
alumnos desaprobados: un tal Luca Marzialetti.
Podía ser una
casualidad, pero quise llamar al chico para hablarle en persona y conocerlo. Se
acercó a mi escritorio todo risueño.
—Luca, ¿no?
Quería que revisemos tu parcial. ¿Qué paso? El examen no era díficil y te
sacaste un 40…
No podía creer
lo idéntico que era a la persona que yo había conocido diez años antes. Pero
idéntico, eh. Igualito, igualito.
—Me costó,
profe, pero yo estoy muy contento con el resultado —comentó y yo me quedé
atónito.
—¿Contento?
Pero si cometiste varios errores en estos cálculos, mirá. Acá esta eficiencia
tenía que darte 83% y colocaste 71%. Tampoco está bien el Diagrama de Caja
Negra que diseñaste —le expliqué.
Luca sólo me
miraba con atención. Como no me respondía nada, tomé coraje y pregunté:
—¿Sos algo de
Juan Carlos y Bernarda Marzialetti? Eran vecinos míos cuando yo era chico. ¿Uno
de los nietos, capaz?
—Soy Luca, el
hijo mayor. Me acuerdo de usted, profe, de cuando era adolescente… — me dijo
serio y yo no pude contener una carcajada.
Pensé que me
estaba cargando.
—¡Pero si yo
tengo casi 30 años! No puede ser… el Luca que conocí tenía 17 o 18 años, como
yo, allá por el 2004.
Luca se
arrimó. Dudo antes de hablar, como conteniéndose. Finalmente dijo:
—Por eso
tenemos que mudarnos constantemente, profe… Ahora vivimos en Bahía Blanca, pero
papá me dijo que el año que viene vamos a hacer una temporada en un pueblito de
Chile, donde nadie nos conozca…
Quedé
perplejo. Seguía pensando en que tenía que ser una broma. Luca se mostró
pensativo. Pasaron unos segundos en los cuales nos miramos sin decirnos nada.
—Mis viejos
querían mucho a los tuyos, ¿sabías? Les costó tener que irse… —largó—. Yo hace
tanto tiempo que tengo 17 años que perdí la cuenta. Ya aprendí todo lo que hay
para aprender. Conocí todo lo que hay por conocer. Leí, recorrí, amé, odié, lloré,
reí. No existe libro que no haya pasado por mis manos. Conozco los finales de
todas las películas del mundo. Puedo hablar tantos idiomas y tocar tantos
instrumentos que, a veces, sueño en japonés y con un arpegio de Sui Generis de
fondo.
No entendía nada.
Miré a mis alrededores para ver si alguien me estaba prestando atención. Si
alguien más estaba presenciando esta inexplicable escena. Nada. Nadie. Todos en
la clase estaban en otra. Éramos sólo Luca y yo.
—Bueno,
digamos que te creo… Si ya sabés todo, ¿por qué cometiste errores en los
cálculos de eficiencia del parcial?
—Hace unos
años con mis hermanos nos propusimos una meta diferente. Una que nos tiene
bastante entusiasmados…
—¿Qué meta?
—Después de
miles de años como seres inmortales en la Tierra, estamos aprendiendo a
equivocarnos.
“Errar es humano… pero perseverar es
diabólico”
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=>> Otros cuentos de mi autoría en el blog: “Cuando el amor tocó a la puerta, yo había salido a comprar aceitunas”; “La rueda (o el síndrome del impostor)”; “La iniciación”; “Los girasoles”; “Muy rica la ensalada”; “Incomodidad cósmica”.
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Que giro argumental tan inesperado.
ResponderEliminarQuedarse detenido a los 17 años durante miles de años, ¿una pesadilla o un sueño deseado?
Saludos.
Muy muy bueno !! Me hace acordar a una familia amiga.. no se.. capaz que no.. :-)
ResponderEliminarAhora me andaré con ojo con mis vecinos, resulta que el mayor tiene 17 años igual que yo.
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