Tengo casi 50
relatos publicados en el blog y varios más en mi computadora a la espera de
ver la luz. Sin embargo, no estoy pasando los mejores meses como escritor de
ficción. Sí sigo escribiendo, prácticamente todos los días. Pero no ficción.
Hace mucho que no escribo ficción nueva.
Como para despuntar el vicio (tengo intenciones de
retomar la escritura literaria este año) voy a empezar a publicar algunos
cuentos viejos que tengo guardados. Franco,
el del chorizo es uno de ellos.
Por cierto, muchas secciones de este relato son
autobiográficas. ¿Cuáles exactamente? Si lo digo pierde la gracia.
***
Franco,
el del chorizo
Luciano Sívori
25 de enero. 40° grados a la
sombra. A mitad de la tarde me puse cachonda con una escena de la película que
estaba viendo, Enter the Void. Un
hombre está saboreando los pezones de una mujer antes de bajar a besos por su
cuerpo mientras se va desabrochando el pantalón. Se le ve el pito erecto. La
penetración es bastante gráfica. Él se abalanza mientras los pechos desnudos de
la mujer están a la vista.
Empecé a colarme los dedos.
Luego de la culminación sexual, los amantes son interrumpidos por un golpe en
la puerta. Precisamente al mismo tiempo escuché un ruido. Tocaban a mi puerta
también. Me puse de todos colores porque no tenía los auriculares puestos, el
jadeante sonido porno salía directamente de los parlantes de la compu.
Y yo encima no había acabado.
Pensé que podían ser los
insoportables vecinos de al lado, que alguna vez se quejaron de que mi gato les
mea su alfombrita de “bienvenidos” o de que yo llego borracha y les vomito
adentro de su cantero. Ambas son absolutamente ciertas, pero no pienso
admitirlo en sus estúpidas caras.
Al final resultó ser otro
vecino, el de la vereda de enfrente. Cosa rara porque nuestra relación se
limitaba a un “hola” y un “chau”. Se llamaba Franco y siempre vestía de campo,
con bombacha y alpargatas. Le faltaban las boleadoras nomás. Me sonrió y me
ofreció un pedazo de torta y un chorizo seco.
Sí. Un chorizo.
—Es del campo de mis viejos
—dijo manteniendo una sonrisa rara. Rara para mí, porque uno nunca espera nunca
este tipo de regalos de extraños. ¿Querría algo de mí, como hielo o una olla
para cocinar? O capaz que el gaucho Franquito secretamente estaba enamorado y
me espiaba con obsesión desde la ventana hasta que, al fin, se animó a
hablarme.
¡Por Dios! ¿Y si me estaba
espiando mientras yo me tocaba y ahora quería ver si era posible “darme una
mano”? Me repugnó tanto esa idea como la de haber mencionado al inexistente
Barba de Arriba en mis pensamientos.
La verdad, no me repugna la
referencia a Dios. Mi amiga Flor me dice que por más que uno crea que Dios no
existe, en algún punto intuimos la existencia de un lugar abstracto en el
universo que concentra casualidad, desgracias y sorpresas. Con esa palabra tan
corta de cuatro letras estamos resumiendo esa idea en un vocablo universalmente
conocido. Además, es una expresión hecha que todos relacionamos con cualquier
espanto imprevisto. Así que me autoricé a pensar: “¡Oh, por Dios!”
—Gracias— dije como una boluda.
No me quedó otra que invitarlo a
pasar. Habría sido grosero no hacerlo luego de tan desinteresado gesto. La
película quedó en pausa. Por suerte ya no se veía ninguna teta.
—El otro día fue mi cumple y me
sobraron estas cosas —explicó.
—Ah, sí. El viernes, ¿no? Vi que
entraban varios chicos. Felicidades. ¡Un año más! —respondí celebrándole como
si fuera tanto mérito no morirse.
—No me gusta festejarlo, pero
bueno… viste cómo son los pibes. Empezaron a caer y llegó un punto en el que
tuve que meter unas pizzas en el horno. Si no, no se me iban más.
—¡Y le metieron joda hasta
tarde, eh! Eran las tres de la mañana y los escuchaba a puro jolgorio.
—¡Uh, mil disculpas! ¡Me
hubieses tocado el timbre! No sabía que estábamos molestando…
Lo sentí honesto. Franco parecía
de los buenudos.
—No, tranqui 120 —le dije como
para sonar copada. En general prefiero evitar esos términos cancheros que
asesinan cada vez más a nuestro precario lenguaje —igual no me podía dormir. Di
vueltas en la cama, con el calor insufrible, me levanté a buscar agua, volví a
la cama, me levanté, fui al baño y al final terminé maratoneando una serie. Netflix and chill, baby.
No sé por qué estaba balbuceando
ni por qué mierda le tiré esa última frase en inglés. Por algún motivo
desconocido, el gaucho me ponía un poco nerviosa. Ahí estaba él, regalándome su
chorizo sin que yo se lo hubiera pedido.
Mi torpe forma de hablar le
causó gracia.
—A mi Netflix me arruinó por
completo, ya ni vida social tengo. Le meto a una serie tras otra. No terminaste
una que ya te están promocionando la siguiente. ¡Encima están todas buenas! Uno
tendría que multiplicarse para poder verlo todo.
—Yo escuché que la gente lo está
usando para garchar. A Netflix, digo.
¿Por qué no podía parar de decir
pelotudeces?
—¿Cómo es eso? —dijo con
ingenuidad.
—Fácil —seguí hablando porque ya
nada en el mundo podría pararme. Era el efecto “chorizo seco”—. Es así: dos
personas están chateando por alguna de las tantas redes sociales, bien entrada
la noche. En algún momento de la conversación salta que los dos están viendo
alguna pavada en Netflix. Al mismo tiempo, ¿entendés? Entonces uno le propone
al otro juntarse para ver algo. Netflix es la excusa. Ponen cualquier cosa y es
el disparador para el sexo. Mi amiga Flor lo hace todo el tiempo.
Nos terminamos tomando unos
mates y le entramos fuerte al chorizo que había traído. Estaba riquísimo.
Franco contó que estudiaba Administración de Empresas y era de Pigüé. Hablamos
por horas. Yo le conté sobre mi gato y él sobre su relación con una piba del
pueblo. Matilde. Cinco años llevaban. ¡Cinco años! Me alegró saber que no había
malas intenciones en su regalo. Me decepcionó enterarme de que estaba tomado.
(Igual, me quedé pensando. Flor
me dice que uno tiene que buscar siempre lo que quiere, sin importar si el tipo
está casado, es profesor de su cátedra, amigo personal de la familia o el padre
de tres hijos que una conoce desde que era niña).
Lo acompañé hasta su casa,
cruzando la calle. Ya eran casi las nueve de la noche.
—Se hizo tarde. Ojalá que no
tengas problemas con tu novia —tiré viendo qué pintaba.
—Tranquila. No hicimos más que
hablar de Netflix —me contestó el turro. Picarón resultó ser.
Quise creer que yo le caí bien,
aunque mi experiencia de chica supersticiosa me enseñó que con sólo ceder un
segundo ante los vanidosos halagos alcanza para recibir un ajusticiamiento del
destino.
—Chau —me dijo Franco— y perdón
por molestarte.
Volví a casa. ¿Por qué me pidió
que lo perdonara? ¿Al decir “chau” me dijo “hasta la próxima” o “hasta nunca”?
Mira vos… no sabía que el gaucho me gustaba tanto. Un desenlace vergonzoso para
mi vanidad.
Matilde.
Que nombre horrible, la puta
madre.
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“No
más de once”; “Los
malabaristas son (prácticamente) personas”; “Instrucciones
para aconsejar a través de frases”; “A
veces vuelven”; “Un
problema de perros”.
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Ja! No quisiera saber cuáles son las partes autobiográficas. Espero que lo de la fiesta hasta las tres de la mañana, tranqui 120
ResponderEliminarLo que si me gustaría es leer las otras dos partes.
Abrazos cráneo
Ja, quizás suba las otras dos partes someday...
Eliminar¡Abrazo!
Escenas amistodas de la vida de cualquiera... Grande Lupa !
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