Si con este nuevo relato (el #48 publicado
en el blog) no me vuelvo viral, renuncio a mi carrera de aspirante a
escritor. ¡He dicho!
Por acá tienen la versión narrada en formato podcast. Pasen y vean, qué lindas tolderías.
Por acá tienen la versión narrada en formato podcast. Pasen y vean, qué lindas tolderías.
Es
peligroso asomarse al interior
Luciano Sívori
La primera vez que me volví
viral no fue por haberme caído siete veces de la bici en un mismo año, publicar
un relato policial en la Ellery Queen Mistery Magazine o ver a La Llorona
en Lago Puelo. Fue por un audio que comenzó a circular por Whatsapp.
Todos nacemos con un cerebro
prácticamente en blanco y mi hijo Benjamín no fue la excepción. Es el único
momento en el que verdaderamente somos todos iguales: criaturas hechas por la
naturaleza para explorarse a sí mismas. Sólo lo esencial viene en el sistema
operativo del pack ser humano 1.0. No podemos darnos el lujo de pasar dos o
tres horas averiguando cómo dar la primera bocanada de aire o prendernos a una
teta. Tiene que ser inmediato o te cagás muriendo.
Benjamín nació con 54 cm de
altura y 3.635 kilos, peso que adiviné con un error de 0,065 kg. Las enfermeras
no lo podían creer. A mí no podía importarme menos. Tenerlo en mis brazos me
hizo tener verdadera noción, por primera vez en mi vida, del violento paso del
tiempo. Estaba todos los días cambiando, cada minuto haciendo algo nuevo. Una
tarde se descubrió las manos, unos días después aprendió la carcajada, unos
meses más tarde ya se mantenía sentado solito. Antes de que me diera cuenta, ya
podía agarrar la cuchara y servirse yogurt. Y, sin embargo, no existía otra
criatura tan frágil en este planeta, otra que necesitara tanto de mi cuidado.
Como cualquier otro niño, mi
hijo aprendió por gracia de la imitación. Así, después de ver miles de veces
cómo lo hace otro, pudo sostener un vaso por cuenta propia sin tirar todo el
jugo. En pocas palabras: imitamos los movimientos de los otros y también sus
sonidos. No estoy descubriendo nada acá.
Lo indescifrable para mí fue
darme una idea de lo difícil que es aprender la maestría del sonido. Por eso,
me creí un investigador de la University of California (en Riverside) y grabé
cada cosa que dijo Benjamín durante su primer año de vida. La primera palabra
fue “gaaaa”. Un clásico. Como un cuadro de Escher, a lo largo de unos diez
meses “gaaa” se fue transformando en “agua”.
Escuchar la grabación del
proceso es comparable a ver una planta floreciendo en avance rápido. Edité
3.587 horas de grabación que quedaron condensadas en un audio de 45 segundos.
Un minúsculo Big Bang dentro de la mente de un niño. Y hago referencia al Big
Bang, Escher o La Llorona porque uno fácilmente se hace una imagen mental de lo
que estoy queriendo decir. Entendemos las analogías, las metáforas, las
sutilezas del lenguaje. Nos resulta fácil porque ya incorporamos los conceptos
del tiempo y del espacio. Ya sabemos hablar. Pero imaginar el nacimiento de la
primera palabra sin usar palabras… eso es mucho más difícil.
La idea del “agua” ya estaba en
Benjamín mucho antes que la palabra. Existía como un desequilibrio de fuerzas,
como la idea indescriptible de tener sed, como abstracción completa de un
elemento vital para un organismo. Como experiencia pura. Todo ese esfuerzo
ridículo para comunicar la idea a otro ser humano termina reemplazando al agua
como idea abstracta con la palabra “agua”. Con diez meses cumplidos, Benjamín
ya no sentía sed. No realmente: sólo pensaba en “agua”, la palabra.
Una tarde lluviosa de otoño en
la que me encontraba particularmente al pedi, que le envié el audio por
Whatsapp a mi vieja, que no entendió qué carajo le estaba mandando. Me preguntó
si seguía fumando marihuana y si usaba alcohol en gel, por lo menos, tres veces
al día. Se lo pasé a mi viejo también, que me respondió con un emoticón (el de
la manito que hace una “o” de OK) y ahí terminó la cosa. En el grupo de mis
hermanos pasó desapercibido porque estábamos hablando de videojuegos. Entre mi
grupo de amigos el audio se perdió entre memes.
Sin embargo, funcionó
milagrosamente bien cuando se lo pasé a mi tía. Y a partir de ahí explotó. Mi
tía reenvío a otro que reenvió a otro. La noticia la levantaron los medios
nacionales (a Infobae siempre le encantan estas boludeces) y pronto me estaba
llamando el Negro Fernández Oro para una nota radial. ¿Qué me había llevado a
hacer aquello? ¿Qué quería demostrar con el experimento? ¿Podía considerarse un
nuevo tipo de arte? ¿Cuál sería mi próximo hit?
Tuve que empezar a chamuyar un
poco. Hablé sobre el peligro de las ideas, de cómo reemplazan a la experiencia
directa. En el New York Times me preguntaron si tenía intenciones de vender los
derechos para una adaptación en Netflix. El editor actual de Stephen King, Nan
Graham, me ofreció un contrato para utilizar el audio como material fuente de
un thriller policial o un libro de autoayuda, lo que yo quisiera.
“Hay otras sedes…”, expliqué en mi charla TED titulada Il est dangereux de regarder à l'intérieur.
Mi publicista me dijo que el francés está pegando de nuevo. Los títulos venden
más en ese idioma. Me sorprendí. Nunca me pareció que hubiera estado de moda
alguna vez.
“Hay sed de compañía… se llama soledad. Hay sed de propósito, de
conocimiento… hay sed de trascendencia”. Lo decía despacito, tomándome mi
tiempo. La gente quedaba chocha. Terminaba con una frase matadora: “pero no siempre hay agua para estas cosas,
sino sólo palabras. Hay Espíritu, Dios. Hay Paraíso”. La guita no paraba de
entrar.
El audio se remixó en formato
cumbia. Sonaba en fiestas de quince y casamientos. Bruno Mars me lo choreó para
su último tema.
Lamentablemente, me entristeció
descubrir que el éxito también atrae a
aves de rapiña, seres despreciables cuya único designio es verte resbalar y
caer en la mugre. Hubo aquellos que me criticaron o me acusaron de ser un
fraude. “Es un audio con mala intención,
o con mucha ignorancia, que fácilmente podría haberse fabricado”, insistía
un panelista de Intrusos en el espectáculo que en su vida utilizó un software
de edición. “Pobre niño. Lo volvieron
viral y todavía no puede ni cagar solo”,
decían otros. La vieja metida del quinto, Pocha, me agarró un día por el
pasillo. En tono recriminatorio me tiró: “¿Cómo
pudiste hacerle eso a tu bebito Benjamín? ¿Qué va a decir de vos cuando crezca
y vea que lo convertiste en un producto del capitalismo?”.
Me le reí en la cara. Yo ni
siquiera tengo hijos. Bebé, audio, viral, fama… son sólo palabras.
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=>> Otros CUENTOS
DE MI AUTORÍA en el blog: “Franco,
el del chorizo”; “Muy
rica la ensalada”; “La
iniciación”; “La
insoportable realidad del grupo de Whatsapp”; “Los
delicados riesgos de oprimir un botón sin leer las instrucciones”.
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Muy bueno Lu..👍
ResponderEliminarY el audio?
ResponderEliminarJa, buen final.
ResponderEliminarLamento decirte que ni siquiera tenés un blog.
Abrazos virtuales
No tengo blog. No tengo hijo.
Eliminar¡Lpm, tampoco tengo pantalones!
La revolución de los pantalones. Quieren ser independientes de las piernas y piden la abolición de los bolsillos.
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