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martes, 3 de marzo de 2020

Es peligroso asomarse al interior (cuento)


Si con este nuevo relato (el #48 publicado en el blog) no me vuelvo viral, renuncio a mi carrera de aspirante a escritor. ¡He dicho!

Por acá tienen la versión narrada en formato podcast. Pasen y vean, qué lindas tolderías.





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Es peligroso asomarse al interior
Luciano Sívori

La primera vez que me volví viral no fue por haberme caído siete veces de la bici en un mismo año, publicar un relato policial en la Ellery Queen Mistery Magazine o ver a La Llorona en Lago Puelo. Fue por un audio que comenzó a circular por Whatsapp.

Todos nacemos con un cerebro prácticamente en blanco y mi hijo Benjamín no fue la excepción. Es el único momento en el que verdaderamente somos todos iguales: criaturas hechas por la naturaleza para explorarse a sí mismas. Sólo lo esencial viene en el sistema operativo del pack ser humano 1.0. No podemos darnos el lujo de pasar dos o tres horas averiguando cómo dar la primera bocanada de aire o prendernos a una teta. Tiene que ser inmediato o te cagás muriendo.
Benjamín nació con 54 cm de altura y 3.635 kilos, peso que adiviné con un error de 0,065 kg. Las enfermeras no lo podían creer. A mí no podía importarme menos. Tenerlo en mis brazos me hizo tener verdadera noción, por primera vez en mi vida, del violento paso del tiempo. Estaba todos los días cambiando, cada minuto haciendo algo nuevo. Una tarde se descubrió las manos, unos días después aprendió la carcajada, unos meses más tarde ya se mantenía sentado solito. Antes de que me diera cuenta, ya podía agarrar la cuchara y servirse yogurt. Y, sin embargo, no existía otra criatura tan frágil en este planeta, otra que necesitara tanto de mi cuidado.
Como cualquier otro niño, mi hijo aprendió por gracia de la imitación. Así, después de ver miles de veces cómo lo hace otro, pudo sostener un vaso por cuenta propia sin tirar todo el jugo. En pocas palabras: imitamos los movimientos de los otros y también sus sonidos. No estoy descubriendo nada acá.
Lo indescifrable para mí fue darme una idea de lo difícil que es aprender la maestría del sonido. Por eso, me creí un investigador de la University of California (en Riverside) y grabé cada cosa que dijo Benjamín durante su primer año de vida. La primera palabra fue “gaaaa”. Un clásico. Como un cuadro de Escher, a lo largo de unos diez meses “gaaa” se fue transformando en “agua”.

Escuchar la grabación del proceso es comparable a ver una planta floreciendo en avance rápido. Edité 3.587 horas de grabación que quedaron condensadas en un audio de 45 segundos. Un minúsculo Big Bang dentro de la mente de un niño. Y hago referencia al Big Bang, Escher o La Llorona porque uno fácilmente se hace una imagen mental de lo que estoy queriendo decir. Entendemos las analogías, las metáforas, las sutilezas del lenguaje. Nos resulta fácil porque ya incorporamos los conceptos del tiempo y del espacio. Ya sabemos hablar. Pero imaginar el nacimiento de la primera palabra sin usar palabras… eso es mucho más difícil.
La idea del “agua” ya estaba en Benjamín mucho antes que la palabra. Existía como un desequilibrio de fuerzas, como la idea indescriptible de tener sed, como abstracción completa de un elemento vital para un organismo. Como experiencia pura. Todo ese esfuerzo ridículo para comunicar la idea a otro ser humano termina reemplazando al agua como idea abstracta con la palabra “agua”. Con diez meses cumplidos, Benjamín ya no sentía sed. No realmente: sólo pensaba en “agua”, la palabra.
Una tarde lluviosa de otoño en la que me encontraba particularmente al pedi, que le envié el audio por Whatsapp a mi vieja, que no entendió qué carajo le estaba mandando. Me preguntó si seguía fumando marihuana y si usaba alcohol en gel, por lo menos, tres veces al día. Se lo pasé a mi viejo también, que me respondió con un emoticón (el de la manito que hace una “o” de OK) y ahí terminó la cosa. En el grupo de mis hermanos pasó desapercibido porque estábamos hablando de videojuegos. Entre mi grupo de amigos el audio se perdió entre memes.
Sin embargo, funcionó milagrosamente bien cuando se lo pasé a mi tía. Y a partir de ahí explotó. Mi tía reenvío a otro que reenvió a otro. La noticia la levantaron los medios nacionales (a Infobae siempre le encantan estas boludeces) y pronto me estaba llamando el Negro Fernández Oro para una nota radial. ¿Qué me había llevado a hacer aquello? ¿Qué quería demostrar con el experimento? ¿Podía considerarse un nuevo tipo de arte? ¿Cuál sería mi próximo hit?

Tuve que empezar a chamuyar un poco. Hablé sobre el peligro de las ideas, de cómo reemplazan a la experiencia directa. En el New York Times me preguntaron si tenía intenciones de vender los derechos para una adaptación en Netflix. El editor actual de Stephen King, Nan Graham, me ofreció un contrato para utilizar el audio como material fuente de un thriller policial o un libro de autoayuda, lo que yo quisiera.
Hay otras sedes…”, expliqué en mi charla TED titulada Il est dangereux de regarder à l'intérieur. Mi publicista me dijo que el francés está pegando de nuevo. Los títulos venden más en ese idioma. Me sorprendí. Nunca me pareció que hubiera estado de moda alguna vez.
Hay sed de compañía… se llama soledad. Hay sed de propósito, de conocimiento… hay sed de trascendencia”. Lo decía despacito, tomándome mi tiempo. La gente quedaba chocha. Terminaba con una frase matadora: “pero no siempre hay agua para estas cosas, sino sólo palabras. Hay Espíritu, Dios. Hay Paraíso”. La guita no paraba de entrar.
El audio se remixó en formato cumbia. Sonaba en fiestas de quince y casamientos. Bruno Mars me lo choreó para su último tema.
Lamentablemente, me entristeció descubrir  que el éxito también atrae a aves de rapiña, seres despreciables cuya único designio es verte resbalar y caer en la mugre. Hubo aquellos que me criticaron o me acusaron de ser un fraude. “Es un audio con mala intención, o con mucha ignorancia, que fácilmente podría haberse fabricado”, insistía un panelista de Intrusos en el espectáculo que en su vida utilizó un software de edición. “Pobre niño. Lo volvieron viral y todavía no puede ni  cagar solo”, decían otros. La vieja metida del quinto, Pocha, me agarró un día por el pasillo. En tono recriminatorio me tiró: “¿Cómo pudiste hacerle eso a tu bebito Benjamín? ¿Qué va a decir de vos cuando crezca y vea que lo convertiste en un producto del capitalismo?”.

Me le reí en la cara. Yo ni siquiera tengo hijos. Bebé, audio, viral, fama… son sólo palabras.

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5 comentarios:

  1. Ja, buen final.
    Lamento decirte que ni siquiera tenés un blog.

    Abrazos virtuales

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    Respuestas
    1. No tengo blog. No tengo hijo.
      ¡Lpm, tampoco tengo pantalones!

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    2. La revolución de los pantalones. Quieren ser independientes de las piernas y piden la abolición de los bolsillos.

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