Un hombre al borde del pánico, un micro que sigue imperturbable y un regalo que nadie quería recibir. Hoy, un pequeño relato experimental para despuntar el vicio.
“El regalo que nadie pidió” (cuento)
El micro devoraba la ruta recta
avanzando como una flecha cansada. Retiro había quedado atrás hace rato. A
medida que el aire acondicionado murmuraba despacito, la mayoría de los
pasajeros nos entregábamos a esa siesta colectiva. Afuera empezó a llover suave,
de esa lluvia que no moja, sólo deprime. Todo parecía en standby.
Yo me disponía a disfrutar de alguna
lectura amena cuando un grito desaforado partió la modorra en dos.
—¡Paren el colectivo ya! —rugió un
tipo de unos cincuenta, camisa hawaiana abierta, bermudas y una mirada que
pedía auxilio o fernet. Tambaleaba en el pasillo como un equilibrista con
vértigo—. ¡Nos vamos a matar! ¡Se va a desbarrancar este cacharro!
Me reí por lo bajo: no hay
barrancas en la provincia de Buenos Aires. Como mucho, un zanjón con muchísima
actitud. Todo indicaba que el hombre había arrancado el viaje con el tanque de
nafta lleno de alcohol. Pero empecé a dudarlo cuando la cosa se puso rara.
El tipo soltó un gruñido seco,
animalesco, como si se le hubiera cruzado una foca en el esófago. El pecho le
subía y bajaba en sacudidas bruscas. Era francamente perturbador. Su garganta
hacía un ruido tan profundo que varios pasajeros miraron alrededor buscando un
parlante.
Y entonces lo vimos.
Todos lo vimos.
Su abdomen se expandió, empujando
la camisa hawaiana hacia adelante. Parecía una de esas carpas inflables baratas
que se venden al por mayor. Algo se movía adentro. Una señora mayor se tapó los
ojos. Otro se persignó con la misma coordinación con la que uno trata de
cambiar la contraseña del WiFi. El aire acondicionado dejó de murmurar y empezó
a gotear.
El hombre gritaba, sudado,
tembloroso. Mi compañera de asiento se apretó contra la ventanilla con la cara
de quien preferiría chocar antes que tocar al tipo.
Finalmente, el asistente del
chofer emergió de su cueva —esa que está detrás de la cortina con olor a café
viejo— con una sonrisa de capacitación y una voz que decía “me pagan el mínimo,
no me pidan heroísmo”.
—Señor, por favor, cálmese —atinó
a decir, mientras el tipo vibraba como una licuadora en potencia máxima.
Yo miraba la escena entre
intrigado y fastidiado. Era evidente que nadie iba a hacer nada útil y yo ya
estaba demasiado despierto para volver a dormirme. Así que me levanté.
Había elegido el asiento número “2”
por razones estratégicas: ventanal al frente, piernas que se pueden estirar y
fácil salida en caso de apocalipsis. Caminé el pasillo con esa solemnidad del
que se mete en quilombos que no le corresponden.
Me paré frente al hombre. Tan
cerca que podía sentir el tufo a ron mezclado con miedo. Lo observé con
detalle: el sudor, el tembleque, un lamentable tatuaje en el brazo izquierdo. Me
incliné apenas hacia su oído y le dije con voz baja, pero firme:
—Abrochate la camisa, mamarracho. ¡Mirá la zapan que nos estás regalando!
El tipo parpadeó, desconcertado.
Tomó fuerte la prenda arrugada, se secó la frente y volvió a su asiento sin más
resistencia.
Silencio total.
El aire acondicionado, aliviado,
volvió a murmurar.
Nadie me aplaudió. El colectivo
siguió avanzando, impasible, como si nada de todo esto hubiera ocurrido. Me
pregunté si había vivido una epifanía… o un brote místico con aire
acondicionado. ¿Alguien me creería este bizarro episodio? Así que saqué el
celular y empecé a escribir un pequeño relato:
El micro devoraba la ruta recta
avanzando como una flecha cansada.
***
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