Un encuentro inesperado en un ascensor convierte
a Lupa en confidente de Lara, la piba más linda del edificio. Lo que comienza
como un simple accidente se convierte en una reflexión sobre lo que realmente
buscamos.
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A veces, los momentos más desestabilizadores son los que nos devuelven el equilibrio. De esto habla este relato que –como suele ocurrir con mis textos– es un poquito autobiográfico (si bien tiene mucha fruta).
“Cuando quedé atrapado en el ascensor con la piba más linda del edificio, supe que estaba de suerte”. Tenía ganas de escribir algo con esa frase inicial, que me parecía un gran disparador. De hecho, fue un prompt que tiré al azar en un grupo de escritores que tenemos y donde, cada tanto, nos compartimos nuestros escritos.
Lo que terminó quedando fue este experimento loco sobre una conversación trivial que se convierte en una revelación personal. Entre risas, preguntas existenciales y silencios incómodos, se va abriendo un espacio para explorar lo que ocultamos detrás de las máscaras cotidianas.
La versión narrada, para mi podcast,
pueden encontrarla por ACÁ. Es el último episodio que voy a grabar este año. ¡Espero que puedan disfrutarlo!
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“Ascensor holístico”
Cuando quedé atrapado en el ascensor con la piba más linda del
edificio, supe que estaba de suerte. Se llamaba Lara y tenía unos ojos verdes
preciosos, de esos que te miran y te desarman. La había chequeado un par de
veces cuando salía en ojotas a tirar la basura o retirar algún paquete de
Mercado Libre. Lara era un once sobre diez. ¿Cómo podía estar tan buena? Para
mí que era de otro planeta.
La cabina venía bajando cuando ella entró en el piso doce. Yo no pude
hacer otra cosa que sonreír como un salame. Nos miramos un toque y, justo
cuando estaba por sacar a relucir mi mejor chamuyo, sentimos un temblor que
apagó las luces. Quedamos ahí, en penumbras, los dos… y mi corazón a los
saltos. Si no era el destino, ¿qué era?
“Bueno”, le tiré “qué loco, ¿no? Mucha casualidad que justo estábamos
los dos…”.
Agregué al combo una sonrisa medio de costado que, para mí, era
irresistible, aunque ella no la pudiera ver. Pasaron unos segundos en los que
ninguno de los dos dijo nada. Yo tratando de disimular la felicidad como quien
no quiere la cosa y ella, divina, ni se mosqueaba. Me preguntó si yo estaba
bien, con una calma que ya, de por sí, era seductora. Respondí que sí, que esto
solía pasar en los edificios viejos. Que ya me había ocurrido otras veces, de
hecho, aunque nunca con alguien más. Me repetí a mí mismo que tenía que ser una
señal. Esto no se lo dije para no parecer cargoso.
“Puede ser”, me dijo Lara medio seria, “aunque hay quienes creen que
nada es casualidad”.
Nos presentamos. A mi acompañante le pareció divertido que nuestros
nombres fueran tan parecidos: Lara y Lupa. Lupa y Lara. ¿Otra señal? Y sí…
tenía que ser. Nos sentamos a esperar que la electricidad volviera. Prendí la
linterna de mi celular, al menos para poder vernos las caras. La situación nos
dio un poco de risa. Jugamos a hacer caras con los espejos del ascensor y las
luces del celular. Al rato ya nos estábamos matando de risa por cualquier
pavada. De pronto me pareció que estábamos teniendo una onda bárbara. Lara me
contó un poco de su vida. “Soy cartógrafa emocional”, largó como si fuera lo
más normal del mundo. Yo no tenía ni idea de qué me hablaba, pero, para no
quedar como un gil, le dije que justo había escuchado algo al respecto en un
podcast y que me parecía fascinante.
Yo le hablé sobre mi trabajo, algunos proyectitos, las juntadas con
los pibes. Intenté hacer sonar todo más llamativo de lo que realmente era. Ella
me escuchaba atentamente, con una de esas sonrisitas que te descolocan. “¿Y qué
te motiva realmente?”, tiró de la nada. Dudé porque iba a decirle mi sueldo a
fin de mes. En lugar de eso, quise sonar importante. “Quiero crecer, mejorar en
la vida, todo eso, ¿no?”
“No sé, vos decime”, respondió inclinando la cabeza. “¿Crecer de
verdad… o quizás obedecer un mandato social?”. Ahí me di cuenta de que la
charla estaba tomando un giro raro. La piba flasheaba psicología. Necesitaba
encauzar el barco, llevar la pelota nuevamente para mi lado. Para colmo, nuestra
cárcel de metal seguía sin moverse y a mí ya me empezaba a caer un poco de
sudor en la nuca. Quise salir del aprieto con un comentario medio vago que Lara
no me dejó pasar. Me dijo que yo usaba frases hechas para evadir lo que sentía.
Observándome directamente a los ojos me preguntó: “¿Qué sentís en este momento?”.
La miré, nervioso. No estaba preparado para semejante radiografía sentimental.
Busqué quedar canchero y dije lo que tenía en la cabeza sin filtro: “Siento que
quiero conocerte. Qué sé yo, sos re linda”.
“Claro, claro. Re linda. ¿Y eso te parece suficiente para querer conocer
a alguien?”, me respondió como quien reta a un niño. Strike dos. Por
suerte no se enojó ni se ofendió. Sólo agregó que le parecían básicos aquellos que
le importan solo lo superficial. “¿Nunca te preguntaste por qué reducís a las
personas a su aspecto físico? Capaz que te estás perdiendo algo”, disparó.
Estaba desaprobando fuerte aquella auditoría de sentimientos en el
medio del apagón. Le comenté que estaba un poco incómodo, pero que todo bien. Sonrió,
paciente. Me hizo una seña con la mano para que siguiera hablando.
Y sí, estaba incómodo, ¿quién no lo estaría si la más linda del
edificio te está desmenuzando el alma en tres mil pedazos? Como pude, empecé a
balbucear algo de “miedos” y “desilusiones”. ¡Claro que me preocupo demasiado
por lo que esperan los otros de mí! Mis viejos, por ejemplo, a quienes vengo
decepcionando un poco últimamente. Pensé en las máscaras con las que me
disfrazo para el laburo y los diferentes círculos sociales. Recordé a los
amigos que dejé de lado por estupideces. Reflexioné sobre las veces que fui
egoísta, avaro o lujurioso. A lo mejor estaba viviendo la vida en modo
automático. Y ciertamente me estaba olvidado de lo que realmente quería yo.
Perdimos la noción del tiempo. Si habían pasado quince minutos o dos
horas era lo mismo. Aquella charla la inicié pensando en qué magia tirarle a
Lara y ella terminó dándome un tirón de orejas existencial. Ahora yo estaba ahí…
desnudo y a oscuras.
Me cayó la ficha: no tenía las cosas tan claras.
Sí, Lara era hermosa y espectacular y despampanante. De eso no había
duda. Pero entendí que había mucho más también. Me escuchaba y me veía. Y para
mi sorpresa, yo también la veía a ella. No fui yo el único que se animó
a dejar el alma al aire durante aquella situación tan atípica. Lara tampoco captaba
la vida al 100%, tenía varios mambos y múltiples preocupaciones. También estaba
en una situación rara con sus viejos. Teníamos la misma edad y ella no estaba
exenta de las mismas crisis existenciales. A Lara le daba miedo la velocidad. A
mí me daba miedo terminar como un mosquito en un parabrisas. Teníamos eso en
común y mucho más. Entendimos, los dos, que somos varios los que estamos
atrapados en un guion que nos contaron y que recitamos de memoria. Para romper
el círculo hace falta algo que nos descoloque, un choque violento que nos expulse
de la autopista de lo inconsciente.
Escucharnos fue lindo, sanador. Fue distinto. Me decepcioné cuando las
luces se encendieron y el ascensor por fin se movió. Me quedé ahí, parado como
un salame, viendo cómo se me iba. Dijo: “¿Sabés qué? Sos más que lo que mostrás
a primera vista. Tenés una energía muy copada. Nos vemos en el próximo destino.
Ciao”. Le sonreí, queriendo disimular que todo eso me había pegado más
que una patada al hígado.
Me quedé quietito ahí dentro del ascensor, mirando el vacío, con la
mente hecha un quilombo e intentando digerir su despedida. Lara había dicho ciao,
como los tanos. En Italia, cada saludo es también una despedida. De hecho, casi
todas las expresiones de despedida guardan algo de esperanza de un reencuentro entre
sus palabras. A veces nos despedimos y solo deseamos que no se olviden de
nuestra irrelevante (pero no por eso menos personal) existencia. A veces
deseamos con una despedida que todo momento anterior no hubiera sucedido, no
por haber sido horrendo sino todo lo contrario, por la tragedia de haber sido
hermoso.
Algunas veces, en una despedida deseamos no tener que estar
despidiéndonos.
Envalentonado, le dije: “Che… ¿me pasás tu número? Así seguimos con
esto…” Ya no era chamuyo. Por lo menos, no era sólo chamuyo. Quería
volver a hablar con ella, su presencia me inspiraba una armonía que no sentía
desde hacía mucho tiempo. Sobre todas las cosas, Lara me generaba muchas ganas
de compartir. Ella sonrió y, sin dudarlo, me lo dictó, número a número.
2-9-1-4-4-2-7-1-3… Lo anoté, contento. Salió caminando, toda divina. Cuando
revisé, noté que se estaba olvidando de algo…
Es lo que viene luego de las despedidas lo que seguramente cuenta con
menos espacio en los relatos. Parece que siempre es mejor una historia que
termina en una despedida, con los adjetivos que le correspondan, que cuando se
inicia a partir de ella. Tanto más ordenado sería todo si las vidas no fueran
vidas, sino prolijos viajes en ascensores. Para fortuna de las historias, así
no funcionan la vida, ni las despedidas. Ni tampoco los ascensores.
“¡Lara!”, le grité desde adentro del ascensor, “me estaría faltando un
numerito…”. Ella se giró y me guiñó un ojo, sonriendo. “No, nene, no… el
numerito que falta lo estás haciendo vos”.
Y las puertas volvieron a cerrarse delante de mí.
FIN
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Si fue una obra del destino, diría que quiso burlarse del protagonista. Que le dio el encuentro con la mujer más hermosa que podía imaginar. Pero resultó demoledora con él, con certeros argumentos, dificiles de refutar.
ResponderEliminarY con un sentido de humor aniquilador.
Podría haber sido como Lara Croft. Pero fue como Lara, la ninfa del inframundo.
Saludos.
Siempre agradable leer tus opiniones. ¿Ya pudiste escuchar el podcast? Todos estos cuentitos están reinterpretados y grabados con mucho amor. =)
Eliminar¡Saludos, Demi!
Nada como tener que pasar tiempo con un desconocido (o no tanto) en un espacio reducido, para ver cómo las cosas cambian entre los dos.
ResponderEliminarSaludos,
J.