Por Luciano Sívori
Era esa misma conversación. Esta vez, tres hombres
hablaban al respecto. Jugaban póker en una mesa redonda, adornada con algunos
vasos de vino fino y unas alhajas exquisitas. “Hay algo raro en este barco”, había dicho quien indiscutiblemente
lideraba la charla.
Afuera la humedad helada hacía indetectable
cualquier rastro de pisada. Era una noche sin luna, acompañada por una niebla
que se abrazaba del barranco para no desprenderse de la cima. Bebí un sorbo de
mi whisky (callado desde la barra) y hurgué entre mis bolsillos, en busca de
dinero, mientras caminaba hacia mi objetivo.
Eché un par de billetes al pozo y pregunté si les molestaba
que me uniera al juego. Me aceptaron con una esperada cordialidad (a fin de cuentas,
vestía traje y corbata) y me presenté como Robert Ballard, su fiel servidor.
Pocos segundos después, continuaron con su debate:
– ¡Estás demente! –dijo el que fumaba un habano–. ¡Ni
siquiera Dios podría hundir esta embarcación!
– Hay malos augurios –respondió otro– la noche está
muy cerrada; invita a la maldad adentro.
Se trataba de un viaje largo. Para muchos: interminable. El clima no favorecía el ánimo de la tripulación, pero era más que propicio para difundir mi verdad.
– Los que afirman que este bote está condenado,
tienen toda la razón –expresé, finalmente, en un tono de misterio–. ¿Saben qué
es lo que se esconde en uno de los compartimientos? Es el diablo. El mismo
diablo está a bordo, y tiene pensado llevarse todas y cada una de nuestras
almas.
Los tenía. Ninguno podía siquiera pestañear luego
de aquella revelación. Con las cartas en una mano, me levanté de mi silla y decidí
comenzar mi show. Les relaté la increíble historia de Lucifer acompañando
nuestro viaje por el océano. Se transformaba en mujer para seducir a los
hombres, en anciano para ablandar el corazón del avaro, y en niño para provocar
ternura en las señoras mayores. Su mejor truco había sido convencer al mundo de
que no existía. Hacía su trabajo con la paciencia de una hormiga, y la devoción
de un fiel labrador.
El diablo poco a poco consumaba los pasos finales
para “su” plan.
El individuo del habano rió con fuerza. Primero me
había mirado con indiferencia, pero ahora comenzaba a creer la historia (y
hasta le empezaba a parecer interesante).
Conté una trama maravillosa, llena de suspense y terror, que los hipnotizó.
Cada tanto debía recordarle a mi audiencia que no se olvidara de respirar.
Mientras caminaba en círculos, me acercaba a ellos sigilosamente y tomaba todas
sus pertenencias: relojes, joyas y billeteras.
Todo el mundo se fascina con una buena historia y
baja la guardia. No hay momento más ideal para tomar el dulce de un niño.
– No es mi intención asustar a tan honorables
caballeros –dije– pero esta noche el infierno está vacío, porque todos los
demonios están con nosotros. Si me disculpan, he de retirarme por ahora.
Me levanté con rapidez sin poder disimular una gran
sonrisa. ¡Qué botín! Mis pobres habilidades en el juego eran una pérdida mínima
en comparación con aquella enorme recompensa. O ellos habían sido muy ilusos, o
yo era demasiado bueno mintiendo. Estaba regocijándome en mi propia victoria
cuando llegó a mis oídos un sonido ensordecedor.
El momento justo en el que se desató el caos sentí un fresco escalofrío recorrer mi espalda. 1500 personas corriendo sin rumbo fijo, en un frenesí de anarquía y descontrol.
Mi instinto decidió, contrariamente a lo que yo
habría querido, pasar gran parte del tiempo ayudando a mujeres y niños a subir
a los botes salvavidas. Incluso, en un acto de suma generosidad (ajeno a mí,
eso seguro) cedí mi sitio para que un anciano salvara su vida. “Tal como hemos vivido, así moriremos”,
pasó fugazmente por mi cabeza.
“El gran buque
insumergible”. ¡Tonterías! Tenía suficiente dinero en joyas para comenzar
una nueva vida en los Estados Unidos, y ninguna forma de gastarlo. ¡Qué
desperdicio!
Escribo esta carta, a base de tinta y pluma, desde
el salón de fumadores. Desconozco quién destapará la botella y se aventurará a
leerla. Mi único deseo es que el mundo recuerde a Robert Ballard por lo que
fue. Mi vida terminó de forma trágica
una noche en la estaba haciendo aquello que más amaba. No. No era robar; nunca
lo fue. Pasé las últimas horas de mi vida hablando, maravillando al público con
mis cautivadoras narraciones.
¡Oh, qué ironía! Al final, el Diablo –en forma de
un mar furioso– se tragó todas nuestras almas.
FIN
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► Si este cuento les gustó... quizás también disfruten de otras
historias de suspenso como una sobre ser infinito, una improvisación de teatro
que termina en desastre, la espera de un misterioso visitante, un relato de amor y ciencia ficción, un perturbador
ruido dentro de un cajón o una en la que se ven cosas que no existen.
Me gustó la historia.
ResponderEliminar¡Gracias, Francisco!
EliminarMuy linda historia y con un final que no esperaba!! Me encanta como escribís! =)
ResponderEliminarPaula.
Luciano me encantó tu historia, cautivadora y que me ha hecho leerla sin pestañear hasta llegar al final. Escribes muy bien. Busqué el artilugio de seguidores de Google pero no lo encontré, así que te sigo por Network. Un abrazo,
ResponderEliminar¡Gracias, Nieves! Siempre se agradecen este tipo de comentarios. También podés seguirme vía mi página de Facebook, ahí subo todas las notas nuevas que van saliendo.
Eliminarhttps://www.facebook.com/sivoriluciano
¡Mil gracias por leerme!
Buena historia, con final redentor
ResponderEliminarSalut
¡Gracias! También me gustó tu blog de microcuentos =)
EliminarPrecioso cuento, sin duda. ¡¡FELICIDADES!!
ResponderEliminar¡Gracias! Mis cuentos siempre tienen esta onda de suspenso y mística con un final "inesperado". ¡Estás más que invitado a leer los otros también!
EliminarUn saludo grande.
Nuuuu... que buen cuento ! Menos mal que era corto.. asi pude respirar de nuevo ! Felicitaciones Lu ... te sigo y me es grato hacerlo.. Saludos.
ResponderEliminarEste cuento lo leí en una Variete de Arte el año pasado, frente a unas 150 personas (la mayoría viejos, jaja). Es un sentimiento increíble.
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