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jueves, 3 de agosto de 2023

La invitación más esperada (cuento)

 

La nostalgia por nuestras épocas de pre-adolescentes, el místico año 1999 y una curiosa amistad con un tal Martín “El Palo” Ferreira son las características de este nuevo cuentito, el #62 publicado en el blog. No quiero decir mucho más porque tiene sus vueltas de tuerca. ¡Espero que lo disfruten!

Si les gustó, me hacen un cariño enorme compartiéndolo con otros. Si les pareció una cagada, se quedan bien calladitos… así otro lector cae en la trampa y se pega un embole bárbaro.




***

 

“La invitación más esperada”
(Luciano Sívori)

 

El Palo Ferreira en realidad se llamaba Martín. Le decíamos “Palo” por su contextura física. No hubo mucha creatividad en este aspecto. Teníamos 12 años, por lo que tampoco éramos particularmente ingeniosos en demasiadas cosas.

El año era 1999 y estábamos cursando el séptimo grado de la escuela primaria. Al Palo no lo conocíamos demasiado porque se había incorporado a nuestra escuela en febrero, a principio de año. Venía de Esquel, según comentó el primer día. Rara vez faltaba a clase y era muy responsable con sus tareas. Sólo usaba biromes Bic de color rojo, no soportaba demasiado el sol (su piel pálida enrojecía rápidamente) y siempre entregaba primero en los exámenes.

Sin embargo, lo que todos más recordábamos del Palo no eran aquellas peculiaridades, sino que tenía el caserón más grande y lujoso de todo Neuquén. No conocíamos otra casa que ocupara una cuadra entera. Realmente te dejaba con la mandíbula por el piso. Sólo habíamos podido visitarla cuando festejó su cumpleaños, que cayó uno los últimos días de marzo cuando todavía hacía calor. El lugar tenía un jardín enorme, quincho con mesa de ping-pong, arcades, metegol y una pileta impresionante, con trampolín incluido. Martín invitó a todo el curso y, durante un par de horas, fue el Rey, alabado por todos sus compañeros plebeyos.

El resto del tiempo, Martín era un pibe reservado y de pocas palabras.

Al Palo le conocí a un solo amigo de verdad: Juan Ignacio Echevarría. Desde la llegada del Palo, ellos dos andaban para todos lados juntos, como culo y calzón. Sé, por comentarios del propio Juani, que él sí había podido ir a la casa de Martín muchas veces y hasta había tenido el privilegio de quedarse a dormir en aquella ostentosa mansión. Sobre mitad de año, y de un día para el otro, Juan Ignacio se cambió de escuela y ya no lo vimos más. Por aquel entonces no había formas de comunicación más allá del teléfono fijo, por lo que todos le perdimos el rastro.

Yo me llevaba bastante bien con Juani. A lo mejor debido a mi cercanía con él, luego de su partida el Palo Ferreira comenzó a hablarme más seguido. Me esperaba a la entrada del colegio para saludarme, me regalaba figuritas repetidas de los Caballeros del Zodiaco y, con bastante frecuencia, solía invitarme un pancho del buffet. No me considero una persona interesada, pero aquel trato especial me entusiasmaba un poco. El resto del curso comenzó rápidamente a mirarme con envidia: todos sabían que muy pronto me llegaría la esperada invitación a aquella mansión donde, seguramente, una empleada doméstica me esperaría a la entrada para cambiar mis zapatillas embarradas por pantuflas doradas.

Pronto llegó un caluroso diciembre. Ya habían iniciado las vacaciones y esto significaba más o menos lo mismo para cualquier pre-adolescente de Neuquén. Nos levantábamos tarde, cargábamos el mate y las cartas de truco en la mochila y salíamos con la bicicleta hasta la costa del río. Aquel punto de encuentro era ideal para refrescarse con el agua, ver un par de culos y sacarle el máximo jugo al verano. A quien nunca veía en el río era al Palo. Por ese motivo, su llamado ese sábado por la mañana me tomó por sorpresa.

¡Sí, señor! ¡Al fin se me había dado! El Palo me invitaba a su casa a jugar y quedarme a dormir. Su mamá iba a cocinar ravioles con bolognesa, él tenía preparada la Nintendo 64 con varios juegos y en el Blockbuster había alquilado dos películas: American Pie y El Sexto Sentido. Aunque ya las había visto a ambas, no me molestaba tener que mirarlas otra vez.

Sólo tendría que acordarme de no revelarle que Bruce Willis, en realidad, está muerto.

 

***

 

Un par de horas más tarde ya estaba en el barrio Jardines del Rey, uno de los más ostentosos de Neuquén. Toqué el timbre con la impaciencia que tiene un niño antes de Navidad. Había empacado la malla, toallas, golosinas y mi paleta de ping-pong favorita. Me abrió la puerta una chica que ya había visto a la distancia en alguna otra oportunidad: Victoria.

Vicky era la hermana del Palo. Tenía 17 años y una fisonomía extraña. Por mucho que uno la mirara con buenos ojos, sus facciones no gurdaban una proporción normal. La frente, por ejemplo, era muy ancha, la nariz, pequeña y chata, las mejillas estaban llenas de pecas. Sin embargo, me saludó con una sonrisa tan amable que me hizo sentirme perfectamente cómodo. La envolvía un aire inofensivo que tranquilizaría a cualquiera que estuviera delante.

—Vos debés ser Lupa, el amigo de Martín—me dijo—. Él salió a comprar unas cosas y ahora viene. Vení, pasá.

Ingresé al caserón y ella tomó la delantera. No era muy alta, aunque tenía el cuerpo delgado, muy blanco y muy esbelto, con el pecho abundante para un cuerpo tan pequeño. Vestía un short apretado que se prendía fuego. La forma de sus piernas también era bonita. De pronto pensé que Vicky no estaba tan mal.

Victoria y yo hablamos pavadas un rato, nada significativo. El Palo llegó unos diez o quince minutos más tarde con papas fritas y otros snacks varios. En seguida lo saludé y nos fuimos para la pileta. Los 32° de temperatura lo ameritaban. No tardé en lanzarme al agua. Martín se quedó mirándome debajo de la sombrilla. “Así estoy bien”, me aclaró. Ni Victoria ni los padres aparecieron para aprovechar la descomunal pileta, por lo que me empecé a aburrir y le sugerí que fuéramos a jugar videojuegos. Pasamos el resto de la tarde con la Nintendo y algunas charlas sobre las chicas más lindas del curso. Durante la exquisita cena, los ravioles no decepcionaron. Los padres del Palo se mostraron honrados con mi visita y mencionaron que era una lástima que Martín se hubiera hecho un nuevo amigo, porque pronto deberían volver a mudarse. Me dio vergüenza entremeterme y no pregunté mucho más.

Por la noche vimos las dos películas. A las 2 de la mañana, el Palo apagó la luz de su habitación, se metió en la cama y se durmió. Yo cerré los ojos, pero no lograba conciliar el sueño. Hacía muchísimo calor y, tras los párpados, tenía impresa la imagen de la remera ajustada que vestía Victoria durante la cena. Abrí los ojos y contemplé el techo. En algún lugar cercano rechinó el suelo. Escuché pasos.

—Hey, ¿no podés dormir? —me preguntó Victoria, en voz baja, desde el otro lado de la oscuridad. Estaba parada junto a la puerta.

Le respondí que no.

—Yo tampoco puedo pegar un ojo. Es que soy más bien nocturna. Si querés nos podemos tomar un té de ensueño en la cocina. A mi mamá le funciona.

Salí tímidamente de mis sábanas y recordé, con vergüenza, que estaba en remera y bóxer. Ella llevaba puesto un pijama. La situación le causó gracia y con la mirada me hizo entender que no importaba. Que era mejor, incluso. Un ligero movimiento de cabeza me invitaba a seguirla.

 

***

Ahora estamos solos en la cocina. Vicky prepara la infusión mientras me cuenta que le molesta volver a mudarse porque se había decidido a estudiar Licenciatura en Historia en Neuquén. ¿O me había dicho algo relacionado con la literatura gótica? Sinceramente, no le estoy prestando mucha atención a sus palabras. Mi preocupación se centra en esconder un bulto más que evidente. Ella lo nota, por supuesto. No es ninguna tonta.

Se acerca con las tazas calientes.

—Debés ser un buen amigo. Martín no deja entrar a cualquiera a casa.

—Yo me considero absolutamente promedio —respondo con timidez.

—No veo nada de promedio en eso —comenta ella con picardía y mirando hacia abajo.

Me siento un idiota. Un idiota virgen que está completamente fuera de su liga.

—No era mi intención—me disculpo—. No pude evitarlo.

Cuando Victoria apoya uno de sus pechos sobre mi hombro siento que voy a estallar precozmente como Jim en American Pie. La situación es doblemente extraña porque acabo de ver esa película, por segunda vez, en la habitación de su hermano.

Me dice que no me preocupe y acerca su rostro hacia el mío un poco más. Permanece en silencio. Tras pensárselo un poco, me baja el bóxer. Siento el tacto de la palma de su mano en mi miembro. Cierra sus ojos y continúa acercándose. Estoy convencido de que va a besarme directamente en los labios. Entonces siento dos punzadas filosas en mi cuello, que ahora está ardiendo. Tiemblo. ¿Acaba de clavarme sus colmillos? Me tocó el cuello y efectivamente está sangrando. Victoria aleja su boca voluptuosa y llena del color de las rosas. Su afectuosa sonrisa se desvanece rápidamente, siendo reemplazada por una expresión fría y de profunda solemnidad.

—Ahora sos uno de los nuestros —me dice.

Perderé la virginidad varios años más tarde, en un viaje en colectivo con una chica llamada Ailín. Esta noche obtuve algo completamente diferente: la inmortalidad propia de un vampiro. A partir de este momento, el tiempo parece avanzar muy rápido, a pasos agigantados.

Me veo obligado a alejarme de mi familia y moverme de ciudad constantemente para esconder mi naturaleza vampírica. Cualquier exposición al sol, por más breve que sea, comienza a quemar una piel que se ha tornado pálida. Victoria y su familia me enseñan a lidiar con la súper fuerza y velocidad sobrehumana, luego siguen otros rumbos y no vuelvo a verlos. En otras comunidades aprendo a leer mentes, cazar por las noches y alimentarme de sangre. Pasan dos o tres siglos más, es difícil mantener la cuenta. Vuelvo a cruzarme a Juani Echevarría. Está igual de joven que la última vez que lo vi en séptimo grado. Me siento ligeramente estafado. Él también había sido convertido por la familia del Palo Ferreira con el mismo plan que usaron conmigo, ravioles con bolognesa incluidos.

Eventualmente descubro una verdad nefasta: los humanos convertidos en vampiros no estamos psicológicamente preparados para asumir la inmortalidad por tanto tiempo. A partir de los cuatrocientos años de vida, aparecen las depresiones existencialistas y se pierde el impulso para seguir viviendo.

En aquellos veranos en la primaria, treinta minutos parecían durar para siempre. Es porque eran treinta minutos de un total de doce años. Pero ese porcentaje relativo es muchísimo mayor a medida que envejecemos. Un año es el 10% de la vida de un niño de diez años, el 1.25% de la vida de un viejo de ochenta años y apenas el 0.25% en la vida de un inmortal de cuatrocientos años. Pronto todo comienza a tornarse repetitivo y monótono. Nada nos entusiasma. Nada nos motiva.

¿Por qué creemos que la inmortalidad equivale también a salud mental plena? Alrededor mío, las criaturas como yo se han vuelto seniles, olvidadizas o, directamente, locas. Pese a que la humanidad está formada por grupos cada vez más reducidos, los vampiros estamos mentalmente enfermos, decaídos. Comenzamos a ser cazados con facilidad, ya ni siquiera intentamos escondernos para sobrevivir.

Acaban de penetrar varios hombres a mis oscuros aposentos. Apenas los veo, descubro mis largos y puntiagudos colmillos en un acto reflejo. Pese a ser el último vampiro en la Tierra, estoy decidido a defenderme. Mantengo una sonrisa maligna para espantar a mis presas, pero mi actitud cambia cuando, todos juntos, se abalanzan sobre mí. Un cuchillo kukri, de esos curvos, me abre un tajo terrible. El dolor me ralentiza, evitando un escape forzoso. Un segundo ataque de una hoja cortante me atraviesa el corazón. Sería imposible describir la expresión de odio, de ira y rabia infernales, que tengo en mi rostro. La tercera cuchillada me hace retroceder del dolor.

Cierro mis ojos.

Cuando vuelvo a abrirlos estoy otra vez en Neuquén. Son las 2 de la mañana y estoy en la habitación de Martín “El Palo” Ferreira. No entiendo qué está pasando. El eco de los hombres rodeándome todavía resuena en mi cabeza, pero el año no es el 2414. Es 1999 otra vez.

—Hey, ¿no podés dormir? —me pregunta Victoria, en voz baja, desde el otro lado de la oscuridad. Esta parada junto a la puerta.

Me incorporo rápidamente, recordando –esta vez sin vergüenza– que estoy en remera y bóxer. Salgo corriendo, despavorido, cagado hasta la patas. Mi único deseo, en ese momento, es alejarme lo más pronto posible, de aquel espléndido y majestuoso caserón.

 


Y de acá, todos se me van a jugar Vampire Survivors...


***

=>> Otros CUENTOS DE MI AUTORÍA en el blog: “Trasladar envases siempre fue el sueño de mi vida”; “Pero perseverar es diabólico”; “No hay chiste sin remate”; “Franco, el del chorizo”; “Colonia de humanos (o la trágica molestia de existir)”; “Manifiesto literario (y una anécdota curiosa)”.

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2 comentarios:

  1. Sospecho que fue puesto a prueba por Vicky y perdió.
    No todos está preparados emocionalmente para ser vampiros.
    Saludos.

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    Respuestas
    1. ¡Va por ahí! Tampoco estaba listo para perder la virginididad a esa edad. =P

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