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jueves, 8 de abril de 2021

Pero perseverar es diabólico (cuento)


En los últimos meses me hice la costumbre de escribir sobre algunas cuestiones biográficas, mechadas con bastante ficción. En este caso, escribí un cuento en relación a un chiste interno que siempre tuvimos con mis viejos y hermanos. Van a encontrar un delicioso cheesecake, algo de nostalgia y una misteriosa familia perfecta.

Versión narrada: link al podcast





***


“Pero perseverar es diabólico”

(Luciano Sívori)

 

Los Marzialetti aparecieron en el barrio de la noche a la mañana. Un día nos desayunamos que teníamos vecinos viviendo en la casa de al lado, que llevaba el cartel de “se vende” desde hacía ya unos meses. La angosta cuadra de Las Floridas al 100, en la capital neuquina, tenía nuevos y flamantes ocupantes.

Como dictaba la norma a mediados de los 2000, eran una familia numerosa. Juan Carlos Marzialetti y su esposa, Bernarda, tenían tres hijos varones de edades muy parecidas a las de mis hermanos y yo. El mayor, Luca Marzialetti, se correspondía con mi edad de aquel entonces: unos dulces 17 años. Los dos más chicos, Bruno y Esteban, compartían edades con mis propios hermanos, Tomás y Gastón.

Mis viejos pegaron onda con los Marzialetti al instante. Una mañana estaban charlando en la calle, mientras los nuevos vecinos entraban las últimas cajas de la mudanza, y el domingo siguiente ya estaban todos comiendo un asado en casa. Bernarda –alta, muy coqueta, divina– cayó con tres postres (uno de ellos, un elogiable cheesecake casero). Juan Carlos se encargó de las bebidas, que incluían dos vinos de indudable calidad. Mis viejos quedaron fascinados con ellos, al punto que no paraban de mencionar a los geniales Marzialetti en cada almuerzo posterior.

—Luca todavía no sabe qué quiere estudiar. A lo mejor se hace ingeniero, aunque tiene dieces en todas las materias —me contó mi vieja un tiempo después, entre mate y mate—. Arrancó la secundaria en el Don Bosco y los profesores no pueden creer lo avanzado que está en todas las asignaturas. Chupé mate fuerte, con ruido, y ella deslizó que yo pasaba demasiado tiempo en el ciber o jugando al “bichito azul que va rápido” en la Sega.

—¿Vos ya pensaste qué vas a estudiar, Luciano? —agregó, picante.

Yo iba al María Auxiliadora y no nos juntábamos con la gente del Don Bosco. Por eso tampoco tuve demasiado contacto con Luca o sus hermanos más que en alguna juntada entre vecinos. Igual, mis viejos jodían tanto con ellos que ya sentía que los conocía de toda la vida.

Al parecer Esteban estudiaba sobre arte rupestre y era un amo de la computación (tenía sus propias páginas de Internet hechas con Frontpage). A Luca lo veías por el barrio siempre con alguna chica diferente o tocando la guitarra en el patio. Era más virtuoso que Eric Clapton con las cuerdas, no les miento. Bruno competía en cuanto deporte podía agarrar y siempre traía alguna copa más a la casa. Handball, atletismo, fútbol, paddle, lo que se te ocurra. Hasta cinta negra de karate era Bruno. Por supuesto, los tres eran más que educados y se presentaban ante el resto con una enorme sonrisa en el rostro.

Durante meses en casa fue: “los Marzialetti esto” y “los Marzialetti aquello”. Mis hermanos y yo no éramos ni malos hijos ni, mucho menos, malos alumnos. Pero los tres Marzialetti eran simplemente mejores que nosotros. Más atentos, delicados, intachables, atletas, cultos. Portaban con orgullo el calificativo de “perfectos”. Nunca una mancha en su impecable historial.

Cuando Tomás –como todo buen adolescente– se mandaba alguna cagada, mi vieja le preguntaba por qué no podía ser más como los Marzialetti. Un día Gastón lloró con el dentista y mi vieja le explicó que los Marzialetti nunca lloraban frente a ningún médico. Si yo salía a andar en bicicleta y me mordía un perro, mi mamá me recordaba que ese perro jamás le haría nada a un Marzialetti mientras me limpiaba las heridas”

Y si alguna vez me hubiera animado a incursionar en el ping-pong (deporte de bajo riesgo con el cual, sin duda, yo lograría quebrarme algún hueso al poco tiempo), mi viejo no hubiera perdido la oportunidad de mencionar que “Bruno te hace unos saques con efecto tremendos que ya le rindieron varios trofeos”.

No, no… mi viejo no se quedaba atrás. No nos comparaba tanto con los Vecinos de Oro, aunque nunca paraba de elogiar a Juan Carlos. Héroe de Malvinas, enólogo, de exquisitos gustos y buen conversador. Había logrado amasar una pequeña fortuna como importador-exportador (lo que fuera que eso significara) y se mudaba mucho con su familia porque creía que sus hijos tenían derecho a conocer todos los rincones de nuestro hermoso planeta.

Claro que los Marzialetti habían vivido en Barcelona, Sidney, Chicago y hasta en Okinawa.

—¿Sabías que Luca puede hablar cinco idiomas, Luciano? —me dijo una vez mi mamá en el auto, yendo a clases de inglés en el St. Stephen Institute.

Otro día volvió a hinchar con la Universidad.

—Podrías estudiar ingeniería como quiere Luquita— lanzó sin avisar. Noten que ya no era Luca. Era “Luquita”—. No sé, cualquier ingeniería. De acá a diez años vas a ver que te llenás de plata.

Yo nunca he deseado, para mí mismo, ni el éxito ni la gloria. Que yo recuerde, nunca perseguí grandes sueños o reconocimiento personal. Menos a los 18 años, donde la vida era decididamente menos complicada. Mis días consistían en ver a mi grupito de amigos, enamorarme perdidamente de una piba a la que nunca me animaría a hablarle y viciar con mis hermanos.

¡Ah, pero los Marzialetti sí habían sabido cómo aprovechar el dinero, la educación y las virtudes de este mundo!

La vida durante ese tiempo fue insoportable para mis hermanos y, especialmente, para mí.

Hasta que los Marzialetti no estuvieron más. Se fueron sin avisar a nadie y el cartel de “se vende” volvió a colocarse en la casita de al lado. Mis viejos se frustraron un poco, si bien no tanto como hubiera esperado. Por aquella época era más difícil mantener la relación, sin mucho más que el teléfono fijo y alguna casilla de correo para comunicarse con el otro. Mis viejos perdieron el contacto y nunca más volvimos a saber algo de ellos.

El “tenés que ser más como los Marzialetti” se convirtió en un chiste interno en la familia Sívori. Un chiste que, a esa altura, hasta mis viejos se tomaban con humor.

 

***

 

Eventualmente sí estudié Ingeniería en otra ciudad y terminé como Jefe de Trabajos Prácticos en una cátedra del primer año: “Introducción a la Ingeniería Industrial”. Cada año tenemos más de ciento veinte alumnos, con lo cual no es sencillo distinguirlos individualmente en los primeros meses de cursada. Hace unos días tomamos el primer parcial y me sorprendí al encontrar un nombre entre los alumnos desaprobados: un tal Luca Marzialetti.

Podía ser una casualidad, pero quise llamar al chico para hablarle en persona y conocerlo. Se acercó a mi escritorio todo risueño.

—Luca, ¿no? Quería que revisemos tu parcial. ¿Qué paso? El examen no era díficil y te sacaste un 40…

No podía creer lo idéntico que era a la persona que yo había conocido diez años antes. Pero idéntico, eh. Igualito, igualito.

—Me costó, profe, pero yo estoy muy contento con el resultado —comentó y yo me quedé atónito.

—¿Contento? Pero si cometiste varios errores en estos cálculos, mirá. Acá esta eficiencia tenía que darte 83% y colocaste 71%. Tampoco está bien el Diagrama de Caja Negra que diseñaste —le expliqué.

Luca sólo me miraba con atención. Como no me respondía nada, tomé coraje y pregunté:

—¿Sos algo de Juan Carlos y Bernarda Marzialetti? Eran vecinos míos cuando yo era chico. ¿Uno de los nietos, capaz?

—Soy Luca, el hijo mayor. Me acuerdo de usted, profe, de cuando era adolescente… — me dijo serio y yo no pude contener una carcajada.

Pensé que me estaba cargando.

—¡Pero si yo tengo casi 30 años! No puede ser… el Luca que conocí tenía 17 o 18 años, como yo, allá por el 2004.

Luca se arrimó. Dudo antes de hablar, como conteniéndose. Finalmente dijo:

—Por eso tenemos que mudarnos constantemente, profe… Ahora vivimos en Bahía Blanca, pero papá me dijo que el año que viene vamos a hacer una temporada en un pueblito de Chile, donde nadie nos conozca…

Quedé perplejo. Seguía pensando en que tenía que ser una broma. Luca se mostró pensativo. Pasaron unos segundos en los cuales nos miramos sin decirnos nada.

—Mis viejos querían mucho a los tuyos, ¿sabías? Les costó tener que irse… —largó—. Yo hace tanto tiempo que tengo 17 años que perdí la cuenta. Ya aprendí todo lo que hay para aprender. Conocí todo lo que hay por conocer. Leí, recorrí, amé, odié, lloré, reí. No existe libro que no haya pasado por mis manos. Conozco los finales de todas las películas del mundo. Puedo hablar tantos idiomas y tocar tantos instrumentos que, a veces, sueño en japonés y con un arpegio de Sui Generis de fondo.

No entendía nada. Miré a mis alrededores para ver si alguien me estaba prestando atención. Si alguien más estaba presenciando esta inexplicable escena. Nada. Nadie. Todos en la clase estaban en otra. Éramos sólo Luca y yo.

—Bueno, digamos que te creo… Si ya sabés todo, ¿por qué cometiste errores en los cálculos de eficiencia del parcial?

—Hace unos años con mis hermanos nos propusimos una meta diferente. Una que nos tiene bastante entusiasmados…

—¿Qué meta?

—Después de miles de años como seres inmortales en la Tierra, estamos aprendiendo a equivocarnos.

 


“Errar es humano… pero perseverar es diabólico”

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=>> Otros cuentos de mi autoría en el blog: “Cuando el amor tocó a la puerta, yo había salido a comprar aceitunas”; “La rueda (o el síndrome del impostor)”; “La iniciación”; “Los girasoles”; “Muy rica la ensalada”; “Incomodidad cósmica”.

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3 comentarios:

  1. Que giro argumental tan inesperado.
    Quedarse detenido a los 17 años durante miles de años, ¿una pesadilla o un sueño deseado?
    Saludos.

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  2. Muy muy bueno !! Me hace acordar a una familia amiga.. no se.. capaz que no.. :-)

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  3. Ahora me andaré con ojo con mis vecinos, resulta que el mayor tiene 17 años igual que yo.

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