Esta
aventura familiar al Camino de Santiago tiene a cinco protagonistas: mi vieja (Silvia),
mis hermanos (Fran, Tommy y Gasty) y yo. Anécdotas, birras, tips de viajes, roces,
descubrimientos y esos momentos mágicos que solo aparecen cuando viajás en
manada.
***
Días #1 y #2: la llegada a Madrid (miércoles 24/9 y jueves 25/9)
Salí de Bahía el martes 23/9 por la noche. En bondi. Semicama. Para ir entrando en personaje, metí look franchute y en el colectivo me clavé Aftersun, una película de 2022 que me debía (y que me encantó). Dormí mal, obvio, porque si hay algo que caracteriza este viaje es el dormir incómodo.
El miércoles 24/9 ya estaba en Liniers. Tomé el bondi 8 (el noble) rodeado de un quilombo de gente hermosa a las 7 am. Llegué con facturas a lo de Tommy, en Flores, y compartimos un Home Office con Fran, como para no tomarse un día de vacaciones adicional.
Por la tarde lo vi un ratito a Ínaki, un gran amigo de la época en la que vivimos juntos en Panamá. Salió cafecito por Caballito y charla rápida para ponernos al día.
A las 18.30 salimos todos para Ezeiza. En migraciones me crucé con Luciano Colos, ex compa de la facu. No lo veía desde mis épocas universitarias. Como Fran y Silvia tienen tarjeta VISA BLACK, pudimos entrar al salón VIP y darnos un lindo atracó (y cuando digo atracón, digo ATRACÓN).
Ya arriba del avión, empecé la antología Cuentos de Robot (una serie de cuentos sci-fi que vengo disfrutando mucho, del bahiense Jorge Facundo Geres), miré una película (The Fallout) y repasé un poco sobre el Camino con unos apuntes que había impreso. Fue otra noche durmiendo mal, con frío y acalambrado, pero el premio fue llegar a Madrid a las 16.30.
Por cierto, ese jueves 25/9 era el cumple de mi madre, Silvia. Lo festejamos arriba del avión. Llegar a Madrid fue una experiencia tan caótica como emocionante. Bondis, dos combinaciones de subte y una caminata más tarde, ya estábamos en nuestro depa alquilado.
Compré un chip con 650 GB por 20 euritos (ganga). Es clave poder estar conectado. Nos clavamos una birrita en el dpto. El lugar no era muy lindo y tenía la ducha rota, pero estaba perfectamente ubicado en el centro, sobre la calle Atocha y a dos de la Gran Vía. Baño express y salimos a Plaza Mayor a picar algo.
Ahí se hacían antiguamente corridas de toros y hasta ejecuciones públicas. Hoy la plaza está más para clavarse unas tapas y perderse entre los artistas callejeros que la habitan.
Más tarde se sumó el último miembro de la party: mi hermano Gastón, que está
viviendo en Alemania.
Cerramos la jornada con birras en Taberna de Odín con mis hermanos, el Emi
Castro (amigo de Fran) y su novia Ana. Fue un lindo cierre para la primera
noche española.
Día #3 - viernes 26/9: de Madrid a Sarria en una escala (o dos)
Arrancamos con un desayuno tranqui: la vieja y Gasty mateando, yo buscando café afuera y caminando un poco por la ciudad. Fran se había pasado un poco de copas la noche anterior, así que clavó Actrón y siguió durmiendo. El resto nos reunimos en el Parque del Retiro, que es absolutamente recomendable.
Dato inerte: el Parque del Retiro, que hoy disfrutamos como si nada, fue en el siglo XVII exclusivo de la realeza española. El pueblo recién pudo entrar a mediados del XIX.
El día fue muy intenso: al mediodía metimos subte hasta Chamartín, almuerzo por ahí (alta burger) y de ahí tren de alta velocidad rumbo a Sarria. En el viaje aproveché para ponerme al día con Smile 2, una de terror de 2024 que me faltaba.
En el vagón conocimos a Cele, una mendocina viviendo en Valencia, que también venía a hacer el Camino. Terminaría convirtiéndose en un personaje recurrente del viaje, casi como la quinta hermana Sívori…
Durante el viaje pensé mucho en Madrid, que me dejó una sensación hermosa: ciudad prolija, limpia y con una vibra cultural tremenda. Me quedó pendiente una semana completa ahí para meter teatro, museos y salidas culturales. Por suerte, tendríamos un par de días más al regreso del Camino de Santiago.
En Ourense nos tocó transbordo a un bondi porque los incendios de Galicia habían dañado parte de la infraestructura ferroviaria. En ese colectivo leí El robot enfermo, un cuento dentro de la antología de J.F. Geres que me pareció una jo-yi-ta. Me hizo pensar en Bradbury y Asimov. Ya le haré una reseña literaria como merece.
Llegamos a Sarria y el flechazo fue instantáneo: un pueblo espléndido, ligeramente hippón y con esa vibra de inicio de aventura. Nos hospedamos en el Hotel San Martín (muy pituco, excelente desayuno buffet).
Los chicos salieron a recorrer, yo llamé a una amiga viviendo en Almería (Nadia) para ponernos al día y mientras pateé para el pueblo: visité la iglesia y también un intento de castillo derrumbado (igual lo subí, pese a que estuviera prohibido).
Me encontré con el resto de la familia y, luego de un paseo nocturno, metimos algo de tapeo y una de las mejores pizzas que probé en mi vida (Pizzería Matías Locanda súper recomendada). Primeros dos sellitos en la credencial de peregrino: desbloqueados.
Esa noche reflexioné sobre algo clave: viajar en familia es fantástico, mágico incluso, pero requiere también encontrar espacios propios para no volverse loco. Entre corridas, roces y la ansiedad del inicio, entendí que necesitaba mis ratos de calma.
Por cierto, Sarria es el punto de partida más elegido por peregrinos, porque desde ahí hay poco más de 100 km hasta Santiago (la distancia mínima para obtener la Compostela, el certificado de peregrino). Además, la Galicia rural verdaderamente enamora: bosques de robles y castaños, aldeas chiquitas y desniveles moderados que hacen que el camino nunca sea monótono.
Se auguraba un GRAN viaje, quizás uno de los mejores de mi vida. Pero el destino tenía preparadas algunas sorpresas. Algunas divertidas, algunas bizarras, otras directamente perturbadoras.
Esa noche tenía ya un montón de sellitos en mi libro, nervios a flor de piel,
mochilas listas y, cuando me dispuse a descansar, resultó que no pude dormir
absolutamente nada.
Día #4 - sábado 27/9: el cruce místico a Portomarín (22 km)
La noche previa fue un clásico de insomnio trekkero: me tocó pieza con mi vieja, que ronca como un tractor, y encima yo estaba full ansioso. Me levanté a las 3 am y ya no pude pegar un ojo. Literal (como diría Benja).
El viernes había sido demasiado fuerte: amanecer en Madrid, tren, bondis, emociones y terminar en Sarria. Necesitaba frenar, pero el Camino no espera.
El sábado amaneció con clima perfecto: nublado, sin viento y apenas fresco. El comienzo fue inevitablemente cinematográfico: mientras avanzábamos no dejaba de pensar en The Long Walk, la historia de Stephen King donde un grupo de pibes camina hasta la extenuación. Se adaptó a una película que ahora anda en los cines.
La diferencia es que acá había una multitud alegre, nacionalidades de todos los colores y cada uno encontrando su propio ritmo. Nosotros íbamos súper tranquis (yo le habría metido un poco más de pata).
En Ferreiras se vivió un momento único. Un británico se da vuelta, nos mira a Fran y a mí fijamente y suelta un: “Las Malvinas son argentinas” (en un español mediopelo). Como no supimos bien qué hacer, aplaudimos. Y el tipo se fue corriendo. No es joda.
El camino me resultó épico y entretenido. Los desniveles en esta etapa son frecuentes pero moderados, y eso hace que nunca te aburras. Vas cruzando bosques, aldeas diminutas y tramos rurales que te recuerdan por qué Galicia es tan única. También pensé mucho en “El señor de los Anillos”, por algún motivo extraño.
Salieron mates y sanguchitos en el bar que queda al ladito del mojón de los 100 km. Lástima el vandalismo en el hito: “Gorda y Carlos” dejaron su firma en unos cuantos mojones. La verdad, unos reverendos hdp´s. La pareja fue dejando su marca en varios lugares, arruinando lo que la gente de España preparó con tanto esmero.
Ese día me llevé mis sellos de rigor (porque #completionist). En total fueron cinco en la jornada, incluyendo el de una gallega atrevida (y chamuyera) en Vilachá que me lo encajó con una sonrisa.
Los últimos 4 km llegaron con lluvia suave y constante que nos empapó. El cruce del puente hacia Portomarín fue casi religioso: agua cayendo, piernas molidas y esa sensación de estar dentro de algo mucho más grande que uno. Hicimos 24 km en seis horas. Exhaustos. Felices.
Portomarín nos enamoró de entrada. No por nada le dicen “la ciudad fénix”: en los 60 construyeron una represa y el pueblo original quedó bajo el agua. Trasladaron piedra por piedra la iglesia y varios edificios al sitio actual. Una locura.
Nos recibió Paula, la dueña de la casa rural Santa Mariña y un personaje bizarrísimo. Tocaron unas cabañas realmente espléndidas rodeados de verde y a la orilla del Río Miño.
Tras un baño reparador salimos a la cervecería El Origen, mientras mamá se iba a misa. Ahí sumamos a Cele, la mendocina, y charlamos con el barman Emilio, un argentino de Chubut que vive en Portomarín y terminó sentado en nuestra mesa. Le obsequié mi novela (El Ascenso de Elin) y la noche se convirtió en un festín de tapas, charlas y risas. Son encuentros de esos que dejan huella.
Cerré el día con diez sellos en la credencial. Ya se me estaba volviendo
una obsesión, pero de las lindas.
Día #5 - domingo 28/9: Portomarín a Palas de Rei (25 km)
Acá parece ser un buen momento para tirar algunos tips fundamentales. Primero que nada, creo que elegimos una época ideal para el viaje. Está terminando el verano y comenzando el otoño, lo que significa menos calor y gente. Aunque las probabilidades de lluvias son moderadas.
Un buen consejo es vestirse en capas: remera técnica, polar finito y rompeviento. Así uno puede ir regulando fácil. Otra cosa fundamental es una buena zapatilla de trekking. Con Merrel o Salomon no le vas a errar.
Creer o reventar, pero yo me puse vaselina cada mañana antes de arrancar y funcionó de maravilla. Vengo inmune a las ampollas . Al final de cada etapa, pies en agua fría y arriba un rato.
El Camino de Santiago está muy preparado para el turista. Todo súper señalizado, puestos de recarga cada 4 o 5 km como máximo y la posibilidad de contratar un servicio que te lleva la valija de un punto a otro (es muy barato, 4 euros). Es recomendable para poder salir con una mochilita ligera (no más de 7 kg). Hay una regla de oro que aplica: si dudás en llevar algo, dejalo.
Siempre vienen bien las bolsas, sean de nylon para cargar comida o basura, o de residuos para la ropa sucia. Tenete a mano una botella reutilizable, pero no hace falta cargar demasiado: hay fuentes y bares en todo el tramo.
Para el camino, lo mejor es algo de frutas o frutos secos. Y es importante sellar como mínimo 2 veces por día en bares, iglesias o albergues para que te den la Compostela en Santiago.
El último consejo, y quizás el más importante: no es una carrera: caminá a tu ritmo, pará a tomar un café o un birrín, a sacar fotos, a charlar con otros peregrinos. Ahí es donde se activa la magia.
En fin, pasemos a hablar del trekking del domingo. Dormí muy bien. Y lo re necesitaba. Después de un gran desayuno arrancamos la caminata, con la mochila lista para los 25 km que nos esperaban hasta Palas de Rei.
El clima estuvo de nuestro lado: nublado, sin lluvia, con unos agradables 15/16 grados. A los 8 km casi perdemos a la vieja, que se atragantó y nos pegó un susto bárbaro.
El Camino en este tramo va mostrando bifurcaciones: senderos que se abren, rutas paralelas que se vuelven a unir, a veces bosque, a veces camino de bicis, a veces ruta al costado de los autos y colectivos. No es tan épico ni boscoso como Sarria, pero tiene su encanto rural, con aldeas pintorescas que parecen sacadas de un mapa del Counter Strike 1.6.
Almorzamos en Ventas de Narón, a mitad de camino. La jornada se volvió más charlada, con cruces y conversaciones con peregrinos de todos lados. Lindo ver que casi no hay argentinos, se siente más diverso.
A la salida del bar se puso fresco y ventoso. Para combatirlo, me puse los auriculares y arranqué The Fellowship of the Ring en audiolibro (en inglés), lo cual me dio un mood épico que calzaba perfecto con la caminata.
En Ligonde recibimos café gratis, conseguí mi tercer sello del día, toqué la campana de la suerte y hasta vimos una procesión de vacas.
Más adelante, en un barcito donde marqué el cuarto sello, me puse a pensar en la diferencia de este tramo con el de Sarria: acá el camino es más rutero, mucho asfalto y tránsito, mientras que el de Sarria es más de bosques y naturaleza. Igual, la ruta nos regaló pueblitos memorables como Ligonde y Castromaior.
La jornada se cerró con risas cuando Tommy gritó: “¿Quién odia a Gorda y Carlos?” y todos los peregrinos levantamos la mano al mismo tiempo. Un momento absurdo y memorable que nos quedó como broche del día.
Llegamos a Palas de Rei cerca de las 16:30. La ciudad resultó ser más grande de lo que aparenta. Después de un baño salvador, mamá se fue a la iglesia y nosotros salimos a dar una vuelta. Nos tomamos una birra en el Bar Castro, donde el mozo nos atendió con la peor energía posible. Yo, que nunca me peleo con nadie, terminé cruzando unas palabras.
Comimos al lado. Pedí un entrecot de ternera y confirmé que no hay nada como la carne argentina. Acá “bien cocido” significa semi-crudo. Estaba rico, aunque nada del otro mundo. El lugar era chiquito, ruidoso. Por suerte, el mozo, Fito, le puso toda la onda.
Aun así, Palas de Rei no terminó de convencerme. Tiene una energía rara,
de esas que hacen sentir que con una tarde alcanza y sobra.
Día #6 - lunes 29/9: Palas de Rei a Arzúa (29 km)
El día arrancó temprano. Activamos a las 6:50. El desayuno buffet estuvo bien, aunque las chicas que atendían parecían policías: secas, robóticas, cero calidez. Igual, la Pensión Palas me dejó buena impresión: pieza cómoda y ducha espectacular.
A la hora de haber iniciado el sendero, ya tenía dos sellos en la credencial. En el camino reapareció Celeste y se sumó un nuevo compañero, Gastón, cordobés viviendo en Alicante. Sacamos el mate y empezaron las charlas.
Más adelante, me puse a hablar con una pareja de Canarias. Lo divertido del Camino es que cada día vas cruzando más o menos las mismas caras, y eso genera una especie de compromiso colectivo, de fraternidad que me estaba haciendo falta.
Almorzamos en Furelos, un pueblo medieval muy pintoresco. En contraste, Mélide no me convenció: ciudad grande, con un aire a Mar del Plata que le quita mística, y un tramo donde la señalización no era tan clara. Fue buena idea no caer en el famoso pulpo a la gallega ahí.
La jornada estuvo marcada por la interacción: hablé con una madre e hija de Estados Unidos, lo que me sirvió para desempolvar mi inglés oxidado; después nos cruzamos otra vez con las mexicanas del día anterior; más tarde tuve charlas cortas con gente random, de esas que duran unos metros y después cada uno sigue su marcha.
Incluso por Instagram, gracias a los reels que venía haciendo, empezaron a llegarme mensajes de gente con palabras de hermandad o consultas para el viaje.
El tramo boscoso después de Mélide es espectacular, de lo mejor del viaje. Me recordó a El Bolsón y Bariloche, con esa mezcla de verde frondoso, puentes y ríos que invitan a meter los pies.
Caminé un rato solo, pensando en la mística del Camino: los “buen camino” de saludo, lo divertido que es ir colocando sellos, las aldeas con aires italianos y alemanes. Todo parece parte de una magia compartida.
Igualmente, la tarde se hizo un poco larga… los últimos 4 o 5 km se volvieron pesados. Llegar a Arzúa fue, sin dudas, el mayor desafío hasta ahora. Los 29,5 km se sintieron en el cuerpo, aunque la satisfacción de superar el reto valió la pena.
Nos alojamos en Casa Teodora. Una ducha sanadora me devolvió algo de energía y aproveché para adelantar unas tareas de mi rol como profe en la UNS.
Por la tarde recorrimos algo del centro. Arzúa es una linda mezcla de
modernidad y casco antiguo. Nos cruzamos con varias caras conocidas: Cele y
Gastón, las mexicanas, un par de asiáticas y españolas con las que habíamos
charlado vagamente en el Camino. Cerramos el día en un barcito, cenando entre
sonrisas y (mucho) cansancio. Un broche perfecto para un día agotador.
Día #7 - martes 30/9: Arzúa a O Pedrouzo (18 km)
Como el tramo era más tranqui —18 km nomás— nos dimos el lujo de salir tarde: 9 de la mañana.
Apenas arrancamos, la primera hora fue un desfile social: cruzamos a las mexicanas, a las españolas y a la parejita de Islas Canarias. De hecho, mi primer sello del día lo conseguí también con un canario que vendía bananas, chupaba birra (recordemos: eran las 9 de la mañana) y tenía de fondo música cubana. Alto NPC random.
En el camino reapareció Celeste, mientras Gastón siguió derecho. Yo aproveché a frenar en una tienda de souvenirs. Me compré unas medias muy facheras (y otro par para regalarle al Tommy).
También fue el momento de estrenar la tarjeta de débito (le había cargado algunos USD a mi cuenta y quería ver si funcionaba) y, de paso, enganchar charla con las tres españolas —Clivia, María y Andrea— a las que veníamos cruzando siempre de refilón. Hasta ahora eran solo saludos, pero en esa parada pintó la charla y estuvo copada.
No todo fue color de rosas durante ese tramo: salió una acalorada discusión política entre mi vieja, Gastón y yo. Algunos dirán que fue un debate, pero yo no lo vi tan así. Por suerte pudimos salir rápido de ese loop nefasto porque el sendero pintaba demasiado lindo como para arruinarlo: caminos boscosos, mucho verde y la motivación extra de saber que era el trayecto más corto hasta la fecha.
Igualmente, me sorprendió que casi no hubiera agua potable ni iglesias en este pedacito. Seguimos derecho hasta que paramos a almorzar unos kilómetros antes de llegar a O Pedrouzo.
Cuando entré al baño, me pregunté por enésima vez porque, en España, el interruptor del baño esta siempre afuera. Así que lo busqué. Resulta que es por normas de seguridad: al mantener la instalación eléctrica lejos de duchas y grifería se evitan riesgos. Especialmente útil en baños chicos.
El almuerzo fue tan hermoso como letal. Birra, tortilla, ensaladas, papas y huevos. Tremenda panzada, el error del día. Veníamos comiendo liviano y nos clavamos la comida más pesada justo cuando quedaba una hora de caminata bajo un solazo de 24 grados. Eso sí: la tortilla era majestuosa, de esas que valen la penitencia.
A nivel paisaje, este tramo rankeó alto: muy boscoso, con rincones preciosos. De hecho, se considera uno de los más bellos del Camino Francés.
Entre tanto andar, también descubrimos algo curioso: los caminos complementarios no son “la ruta oficial”, sino desvíos creados cuando el trazado histórico está en mal estado, peligroso o perdió relevancia. O sea, mantienen la esencia peregrina, pero se adaptan al tiempo y las necesidades del caminante.
Llegar a O Pedrouzo fue otro acierto. El pueblo es chiquito, pintoresco, rodeado de verde y súper prolijo. El departamento que alquilamos tenía un patio increíble. Me pegué una duchaza y salí a tomar mate con mis hermanos. También aproveché a continuar mis lecturas.
Más tarde salimos a dar una vuelta con Tommy por el centro (que es lindo y minúsculo) y pasamos por el supermercado Día a comprar fiambre y cervezas.
En una farmacia de regreso, aproveché a pesarme. Resulta que mantengo mi peso original de 77 kg. Supuse que con tanto trekking habría perdido un par de kilitos. Claramente no se lo puedo atribuir al morfi o al alcohol. Es evidente que esa balanza funcionaba mal.
A las 19 hs (14 hs en Argentina) tuve reunión con Meli, de una editorial. Resulta que unos cuentos míos (Piso 42 y Ascensor holístico) fueron elegidos para salir publicados en una antología. Estuvimos repasando los textos y corrigiendo detalles. Todo eso en pleno viaje: surreal pero hermoso.
Como caí tarde a la cena familiar, improvisé un plan B. Terminé en el bar Km19 con Cele, Gastón y un rejunte de gente variadísima que venía haciendo el Camino. Fue un nochón que necesitaba: birras, charlas con gente piola y risas.
Había un grupito de argentinas medio chapas y buena onda, estaban las
tres chicas españolas (que son un amor) y otros peregrinos más que se iban
sumando a la mesa. Después de unas burguers y más festejos, cerramos tomando un
cappuccino con Gastón. Volví a dormir con la sensación de haber tenido el tipo
de noche que venía extrañando.
Día #8 - miércoles 1/10: ¡Victoria! La épica llegada a Compostela (22 km)
¡Últimos 20 km hasta Santiago! Sonó la alarma a las 7 a.m. y a las 8 ya estábamos en camino, todavía con la neblina baja que parecía salida de Silent Hill. La primera hora la hice con Tommy, hasta que nos reencontramos con el resto de la flia, Cele, Quique y Edu (dos españoles de la noche anterior).
Quique es personaje total. Le gritaba a mi vieja: “¡Olé, olé, olé… Silvia, Silvia!” con una voz rasposa que recuerda a Sabina. Con el correr de los días, entre todos los peregrinos ya éramos oficialmente: “Silvia y sus cuatro hijos”.
Me separé un rato para caminar solo (seguí escuchando mi audiolibro de LoTR) y luego nos volvimos a juntar todos en Lavacolla, a 9 km de la meta. Matecitos, sellos, iglesia y seguir. En un momento me volví a colgar charlando con “D”, una irlandesa de nombre impronunciable que había conocido el día anterior, y otra vez quedé retrasado. El Camino tiene esa magia: avanzar, frenar, encontrarte con alguien, separarte, volver a cruzarte. Nada es lineal.
A las 11 paramos por café en un barcito hermoso donde reaparecieron Quique y compañía. Pasamos por Monte do Gozo y me pareció bellísimo: mucho verde, aire medieval, justo mi onda.
Alrededor de las 13 entramos finalmente en la ciudad de Santiago de Compostela. Pasamos frente a la Catedral y nos fuimos derecho a la oficina del peregrino a buscar nuestra Compostela. Es un diploma oficial en latín que acredita la realización de la peregrinación del Camino de Santiago. Para obtenerla, se requiere recorrer al menos 100 km a pie y obtener dos sellos por día que confirmen el recorrido.
El trámite fue rapidísimo (3 euros y listo, en Argentina hubiéramos perdido la tarde entera en una fila). Y ahí sí, pura emoción: después de días de cansancio, risas, alguna que otra ampolla, estábamos en la meta. Es difícil de explicar, porque el Camino no es solo llegar: es todo lo que pasó para alcanzar ese punto. Ver la Catedral y tener la Compostela en la mano te pega fuerte.
Lo que sí llevó más tiempo fue entrar a abrazar la figura del apóstol Santiago. Filas interminables, mucha solemnidad y hasta altavoces pidiendo silencio. Demasiado protocolo para un pecador como yo, pero bueno, supongo que es parte del combo completo.
Llegamos al Hotel Windsor y me cayó encima todo el cansancio junto. Me dormí una siesta (rarísimo en mí), ducha, algunos mails de laburo, y otra vez a la calle. No llegué a la misa con Silvia y los chicos, así que me fui a recorrer el Parque da Alameda. Un lugar fantástico, laberíntico, donde me perdí un par de veces feliz de la vida. Lo mejor: el parque de juegos con tirolesa y estructuras originales. ¿Por qué no tenemos cosas así en Argentina?
Dato aleatorio: la gente de Compostela me pareció súper hegemónica. Son todos lindos y lindas, físicamente muy atractivos.
A la tarde caímos con Fran y Tommy a un barcito donde un pelado piola nos dio unas brutas pintas. Mamá y Gasty seguían en misa, viendo el gigante botafumeiro. Cuando nos reunimos todos, aparecieron las mexicanas así que tuvimos oportunidad de despedirnos.
Metimos unas pizzas increíbles de cena, Silvia a dormir y los brothers salimos a buscar a Cele, que tenía que mandar un paquete a sus viejos en Argentina. La noche terminó en el Bar Momo, punto de encuentro de varios peregrinos, con Quique, Edu, Gastón y un rejunte épico de gente del Camino. Birras, historias y una linda sensación de cierre.
Me volví temprano, a eso de las 12, para llamar a Naty y a los chicos. El Camino había terminado, pero quedaban las charlas, los paisajes, la convivencia con la familia, los personajes random y la certeza de que este viaje va a seguir caminándose en mí mucho después de Compostela.
Caminar más de cien kilómetros no es gran cosa para un mapa, pero es un montón para la cabeza. Te da tiempo para escuchar tus propios pensamientos (a veces demasiado) y también para callarlos con conversaciones al azar con gente que jamás vas a volver a ver. Te enseña que siempre se puede seguir un poco más, incluso con calor, cansancio o con una panzada de tortilla encima.
Lo lindo es
que cada uno hace su propio Camino: algunos lo viven como peregrinación
religiosa, otros como desafío físico, otros como excusa para conocerse o
conocer. El nuestro fue familiar, desprolijo, lleno de chicanas y afecto, con
noches aleatorias y momentos emotivos. Y así fue perfecto.
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Van otras fotos random para más placer:
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