Un sobre
blanco. Un nombre. Una fecha de muerte. En “Correspondencia póstuma”, un simple
gesto se convierte en una espiral de locura, culpa y redención. Un relato que
explora cómo el pasado tiene a perseguirnos.
***
Para los que vienen siguiente mis aventuras, estoy de viaje por Europa con mi vieja y mis hermana. La semana pasado hicimos el Camino de Santiago y ahora estamos paseando por Lourdes, en Francia. Este texto lo tenía en mi cabeza desde hace un tiempo y aproveché un viajecito para terminar de redondearlo.
En “Correspondencia póstuma”, lo que empieza como una anécdota inquietante se transforma en una disección del remordimiento. Quise explorar la mente del culpable desde un ángulo casi metafísico: ¿la condena viene del más allá o del interior de la conciencia?
Acá, una carta funciona como objeto maldito y es símbolo de la culpa que no se puede destruir, una representación física del juicio moral que cada uno llevamos dentro.
El texto se mueve entre lo espectral y lo psicológico, entre la venganza
y la necesidad humana de expiación. Lo sobrenatural es un vehículo para un
castigo definitivo. Es el cuento #87 publicado en el blog. ¡Espero que lo
disfruten!
***
“Correspondencia póstuma”
(Lupa Sívori)
No sé por
qué lo acepté.
Tal vez
porque me lo entregó con una sonrisa amable, seductora incluso. Era un sobre
blanco, común, con mi nombre escrito a mano y una aclaración críptica: “Para
el señor Esteban Stiviere. Ábralo para saber cuándo morirá”. Ningún
remitente, ningún sello. No pesaba más que una carta común, y sin embargo, al
guardarlo en el bolsillo, su peso me quemaba. Caminé de regreso a mi
departamento con la sensación de tener una piedra en el pecho.
Esa noche no
dormí. Miraba el sobre estático en la mesa del comedor, iluminado apenas por la
lámpara. Al principio me reí. Pensé en alguna broma pesada, algún chiste de
oficina, en un intento torpe de asustarme. Pasaron las horas y la risa se fue
volviendo una mueca.
Porque
empecé a sentirlo.
Primero
fueron los ruidos. Golpes secos en la madera, pasos en el pasillo cuando yo sabía
que estaba solo. A las tres de la mañana me pareció ver manchas fugaces que se
movían entre la penumbra, como si el aire hubiera cobrado cuerpo.
Y por
último, las voces.
La
oscuridad, todavía plena, trajo susurros que no provenían de ningún lado. A
veces decían mi nombre. Esteban. Esteban. A veces reían. A veces
murmuraban cosas que yo preferiría no recordar.
Intenté
mantener la calma. Pensé en un plan. Tirar el sobre, quemarlo, olvidarme de
todo. No pude. Cada vez que me acercaba a hacerlo, sentía una presión en la
cabeza, como si alguien me apretara el cráneo con ambas manos.
Al final lo
dejé tirado en la basura. Pasaron los días y el sobre siguió por ahí, rondando.
A veces sobre la almohada, otras en el botiquín del baño o dentro de la
heladera. Llegué a sospechar que me dormía y lo movía yo mismo, como un
sonámbulo guiado por la culpa o el miedo.
Empecé a
hablarle. Una madrugada lo grité “¿qué mierda querés de mí?”. El sobre no
respondió, claro. Pero las voces sí. “Justicia”, dijeron, en un murmullo coral.
Sólo
entonces comprendí. No era un fantasma cualquiera. Era él.
Rojas. Mi socio. Durante años compartimos el negocio, las ganancias, los
secretos. Un buen día decidí que su ambición era un obstáculo para la mía. Lo
hundí con una maniobra contable que lo dejó sin nada. Murió dos meses después,
en un hospital público, olvidado y rencoroso.
“Una
venganza bien ejecutada no necesita testigos”, solía decir yo. Qué ironía.
Me encerré.
Tapé los espejos, apagué el teléfono, cubrí las ventanas con frazadas. El sobre
seguía ahí, blanco, inmutable, irradiando una calma siniestra. El tiempo se
volvió elástico. Perdí la cuenta de los días. Dejé de comer, de asearme. A
veces creía ver a Rojas parado frente a mí, transparente, sonriente, con ese
gesto que tenía cuando estaba a punto de cerrar un trato.
El miedo se
mezcló con la resignación. Ya no quería huir. Solo saber cuándo. Quería
terminar con la espera, con esa tortura que se alimentaba de mi incertidumbre.
Decidí que era el momento abrirlo. Preparé una copa de vino, me senté frente al
sobre y respiré hondo. Mis manos temblaban a medida que rompía el borde con
cuidado, como si lo sagrado no debiera rasgarse.
Adentro
había una sola hoja doblada en cuatro. La desplegué.
Una palabra,
escrita con tinta negra y trazo firme:
AHORA.
No alcancé a
reaccionar.
Un frío
recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta los pies. Sentí una corriente eléctrica
que me apagaba desde adentro. El corazón se me contrajo, un golpe seco, una
puñalada invisible. Alcancé a ver a Rojas frente a mí, con el sobre en la mano,
devolviéndome la sonrisa que yo le había negado en vida. Caí al suelo, la copa
rodó y se rompió contra el piso. El vino se mezcló con la saliva que me caía de
la boca. Todo se volvió oscuro.
Cuando mi
cuerpo se enfrió, el sobre se cerró solo. Ahí quedo, esperando el próximo
nombre que alguien, en algún sitio, ya estaba escribiendo.
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