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domingo, 5 de octubre de 2025

“Correspondencia póstuma” (cuento)

 

Un sobre blanco. Un nombre. Una fecha de muerte. En “Correspondencia póstuma”, un simple gesto se convierte en una espiral de locura, culpa y redención. Un relato que explora cómo el pasado tiene a perseguirnos.



***

Para los que vienen siguiente mis aventuras, estoy de viaje por Europa con mi vieja y mis hermana. La semana pasado hicimos el Camino de Santiago y ahora estamos paseando por Lourdes, en Francia. Este texto lo tenía en mi cabeza desde hace un tiempo y aproveché un viajecito para terminar de redondearlo.

En “Correspondencia póstuma”, lo que empieza como una anécdota inquietante se transforma en una disección del remordimiento. Quise explorar la mente del culpable desde un ángulo casi metafísico: ¿la condena viene del más allá o del interior de la conciencia?

Acá, una carta funciona como objeto maldito y es símbolo de la culpa que no se puede destruir, una representación física del juicio moral que cada uno llevamos dentro.

El texto se mueve entre lo espectral y lo psicológico, entre la venganza y la necesidad humana de expiación. Lo sobrenatural es un vehículo para un castigo definitivo. Es el cuento #87 publicado en el blog. ¡Espero que lo disfruten!

 

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“Correspondencia póstuma”
(Lupa Sívori)

 

No sé por qué lo acepté.

Tal vez porque me lo entregó con una sonrisa amable, seductora incluso. Era un sobre blanco, común, con mi nombre escrito a mano y una aclaración críptica: “Para el señor Esteban Stiviere. Ábralo para saber cuándo morirá”. Ningún remitente, ningún sello. No pesaba más que una carta común, y sin embargo, al guardarlo en el bolsillo, su peso me quemaba. Caminé de regreso a mi departamento con la sensación de tener una piedra en el pecho.

Esa noche no dormí. Miraba el sobre estático en la mesa del comedor, iluminado apenas por la lámpara. Al principio me reí. Pensé en alguna broma pesada, algún chiste de oficina, en un intento torpe de asustarme. Pasaron las horas y la risa se fue volviendo una mueca.

Porque empecé a sentirlo.

Primero fueron los ruidos. Golpes secos en la madera, pasos en el pasillo cuando yo sabía que estaba solo. A las tres de la mañana me pareció ver manchas fugaces que se movían entre la penumbra, como si el aire hubiera cobrado cuerpo.

Y por último, las voces.

La oscuridad, todavía plena, trajo susurros que no provenían de ningún lado. A veces decían mi nombre. Esteban. Esteban. A veces reían. A veces murmuraban cosas que yo preferiría no recordar.

Intenté mantener la calma. Pensé en un plan. Tirar el sobre, quemarlo, olvidarme de todo. No pude. Cada vez que me acercaba a hacerlo, sentía una presión en la cabeza, como si alguien me apretara el cráneo con ambas manos.

Al final lo dejé tirado en la basura. Pasaron los días y el sobre siguió por ahí, rondando. A veces sobre la almohada, otras en el botiquín del baño o dentro de la heladera. Llegué a sospechar que me dormía y lo movía yo mismo, como un sonámbulo guiado por la culpa o el miedo.

Empecé a hablarle. Una madrugada lo grité “¿qué mierda querés de mí?”. El sobre no respondió, claro. Pero las voces sí. “Justicia”, dijeron, en un murmullo coral.

Sólo entonces comprendí. No era un fantasma cualquiera. Era él.
Rojas. Mi socio. Durante años compartimos el negocio, las ganancias, los secretos. Un buen día decidí que su ambición era un obstáculo para la mía. Lo hundí con una maniobra contable que lo dejó sin nada. Murió dos meses después, en un hospital público, olvidado y rencoroso.

“Una venganza bien ejecutada no necesita testigos”, solía decir yo. Qué ironía.

Me encerré. Tapé los espejos, apagué el teléfono, cubrí las ventanas con frazadas. El sobre seguía ahí, blanco, inmutable, irradiando una calma siniestra. El tiempo se volvió elástico. Perdí la cuenta de los días. Dejé de comer, de asearme. A veces creía ver a Rojas parado frente a mí, transparente, sonriente, con ese gesto que tenía cuando estaba a punto de cerrar un trato.

El miedo se mezcló con la resignación. Ya no quería huir. Solo saber cuándo. Quería terminar con la espera, con esa tortura que se alimentaba de mi incertidumbre. Decidí que era el momento abrirlo. Preparé una copa de vino, me senté frente al sobre y respiré hondo. Mis manos temblaban a medida que rompía el borde con cuidado, como si lo sagrado no debiera rasgarse.

Adentro había una sola hoja doblada en cuatro. La desplegué.

Una palabra, escrita con tinta negra y trazo firme:

AHORA.

No alcancé a reaccionar.

Un frío recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta los pies. Sentí una corriente eléctrica que me apagaba desde adentro. El corazón se me contrajo, un golpe seco, una puñalada invisible. Alcancé a ver a Rojas frente a mí, con el sobre en la mano, devolviéndome la sonrisa que yo le había negado en vida. Caí al suelo, la copa rodó y se rompió contra el piso. El vino se mezcló con la saliva que me caía de la boca. Todo se volvió oscuro.

Cuando mi cuerpo se enfrió, el sobre se cerró solo. Ahí quedo, esperando el próximo nombre que alguien, en algún sitio, ya estaba escribiendo.


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