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lunes, 3 de febrero de 2025

Piso 42 (cuento jenguístico)

Una cita improvisada. Una partida de Jenga. Un desafío improbable. “Piso 42”, un pequeño relato sobre las conexiones efímeras, el vértigo de lo inesperado y el arte de saber cuándo dejar todo en empate.


 

***

 

Nunca terminamos la partida de Jenga

Aprovechando algunos elementos autobiográficos como disparadores -y mi pasión por los juegos de mesa- quise explorar la naturaleza efímera de los vínculos amorosos. Muchas veces pensamos que las relaciones humanas son siempre de ganar o perder. “Nos divertimos y después nada”, “Sólo le pude robar un beso”, “La pasamos re bien y me ghosteó”.

En Piso 42 intenté buscarle una solución elegante (y literaria) a este típico conflicto con la idea de un “empate” simbólico. Así, quizás, ganamos los dos. La relación entre los protagonistas ocurre en una única noche, intensa y memorable, pero destinada a desvanecerse con el tiempo.

La partida de Jenga funciona como una metáfora de estas relaciones: construimos con cuidado, enfrentamos la inestabilidad y, al final, todo puede derrumbarse con un solo movimiento.

También agregué una simbología con el viento de Comodoro Rivadavia, ciudad en la que viví durante el año 2010. Actúa como una fuerza incontrolable, casi como un personaje más, reforzando la idea de que todo está en constante movimiento y que nadie (ni nada) se queda para siempre.

A pesar del tono melancólico, creo que el cuento mantiene cierta ligereza gracias a las observaciones graciosas del protagonista sobre la cita, el viento y las dinámicas sociales. Espero que lo disfruten tanto como yo me divertí escribiéndolo.

 

***

 

“Piso 42”
(Lupa Sívori)

 

Nunca terminamos aquella partida de Jenga, Sara.

Sé que sabés a cuál me refiero porque fue única, irrepetible. Por aquel entonces yo estaba en Comodoro Rivadavia por laburo. Tenía 24 años. Vos un poquito más, 27 según me dijiste. Me serviste un café y yo te invité a salir. Dudaste, me hiciste sufrir un poquito. Al final me dijiste que “sí”, pero sólo si nuestra salida era “la más perfecta, bizarra, extraña, interesante y distinta del universo”. Palabras tuyas, no mías.

Te conté que yo era de Neuquén, viviendo en Bahía Blanca y que sólo estaba de paso por Comodoro. Te reíste porque “todo el mundo está de paso en Comodoro”. Yo no conocía a nadie en la ciudad, sólo a vos. De todas formas, acepté el desafío.

Nos encontramos en el centro a las siete. Caminamos un rato, riendo de cualquier pavada. Yo te parecía un payaso. Vos, con esa sonrisa radiante, eras mi mejor público. ¿Te acordás del viento que hacía? Las constantes ráfagas comodorenses no nos ayudaban en nada. Tu pelo largo y enrulado bailaba a tu alrededor y vos estabas molesta, acomodándolo todo el tiempo. Sé que a ustedes eso les jode un montón. A los varones nos resulta simpático, tierno incluso. Luego de algunas vueltas, entramos a ver algo de micro-teatro en un centro cultural. Era la primera parte de mi plan: obras cortitas, de diez o quince minutos, divertidas, pasajeras. Ahí mismo nos tomamos una copa de vino y nos dimos un beso.

La cosa iba bien, ¿no?

Me contaste un pedacito de tu vida y yo te correspondí con algunos de mis mambos. No tardamos en darnos cuenta de que éramos parecidos en un montón de cosas... y distintos en muchísimas otras más. 

Entramos a un barcito por una cerveza y una grande de muzza. Ese lugar lo elegiste vos porque era tu favorito; el próximo me tocaba a mí. Ya cerca de la medianoche, nos acercamos a uno que se llamaba… Oveja Negra, Chango Rengo, Vaca Loca… o alguna otra combinación entre animales de granja y adjetivos rebeldes. Yo lo había visto de pasada unos días antes. Tenía una gran variedad juegos de mesa a disposición y eso me pareció un planazo.

A vos también.

Nos pedimos unos tragos y el Jenga. Cuando empezamos a jugar, me di cuenta de que la cosa iba en serio. Tu habilidad con las maderitas me sorprendió. Mantenías la conversación con naturalidad solo hasta la llegada de tu turno. Ahí te ponías muy seria, moviendo las piezas con una seguridad tan absoluta como admirable. Cada maderita quedaba perfectamente acomodada en la parte superior. Sólo entonces te relajabas y seguías hablando.

Yo no me quedaba atrás, ¿eh? Íbamos por el piso 22 cuando me contaste que el Jenga fue inventado por una tal Leslie Scott en la década de 1970. Al parecer se inspiró en algo que jugaba de niña con bloques de madera, viviendo en Ghana. La palabra proviene del verbo suajili kujenga, que significa “construir”.

Al finalizar el piso 25, noté que las mesas alrededor empezaban a mirarnos.

Cuando terminamos el piso 28, salimos a fumar un pucho. Quise darte otro beso, pero me contuve.

Para el piso número 32, ya todo el bar había formado un círculo para vernos.

El primero en sacar el celular lo hizo cuando alcanzamos el piso 37. Todos los demás acompañaron, sacando fotos y grabando videos para sus redes. Te noté nerviosa, Sara: no querías perder.

Yo tampoco.

Piso 39. El barman -Lautaro se llamaba- se me acercó con una cerveza de cortesía para mí y una limonada fresca para vos. La mía era una doble IPA, bien lupulada. Se me ocurrió pensar que el tipo quería emborracharme para verme caer. ¿No te había mirado a vos con algo de lujuria cuando entramos al lugar?

  Si consideramos que la torre de Jenga empieza con 18 pisos (3 bloques por nivel) y que cada vez que se retira un bloque y se coloca en la parte superior se sigue la secuencia sin colapsar, en teoría el límite es de 54 pisos (uno por cada bloque, en una estructura extremadamente inestable). La torre más alta registrada oficialmente en los Guinness es de 44 niveles. ¡Nosotros íbamos por el 41, Sara! ¿Y si superábamos el récord mundial esa misma noche? Es verdad que factores físicos como la fricción, la gravedad y la estabilidad estructural nos jugaban en contra. Pero… ¿y si sí?

Lo vi posible con vos, Sara. Ahí, frente a decenas de cámaras y testigos, nos vi haciendo lo impensable. Vi el juego, sentí la noche… y te vi a vos. Te vi, Sara. Y fue exactamente porque te vi que noté que te estabas empezando a poner muy mal. Tu pulso ya no era el mismo, la sonrisa se había desvanecido. Ya no lo estabas disfrutando; no como antes.

Te propuse una tregua. ¿Y si lo dejábamos en empate?

Respiraste profundo. “Sí, dale”, fue tu respuesta y la gente nos aplaudió.

Salimos a la calle. Eran las 2 a.m. y ya se había puesto un poquito fresco. El viento continuaba azotando sin piedad. Me agradeciste por todo, hubo un abrazo, miradas… y después un silencio. Me gustabas, Sara. Me gustabas mucho, en serio. Por eso te dije la verdad: “yo quiero irme a dormir con vos”. Aquella honestidad brutal terminó por sepultarme. Por segunda vez en la noche, te noté incómoda. Intentaste justificarte sin hacerme sentir mal, estuviste divina de hecho… y así, como una extraña en la noche, te fuiste para tu casa, sola.

Durante años me pregunté que habrá sido de tu vida. ¿Viajaste por todo el mundo como querías? ¿Te convertiste en la mejor tía del mundo?  ¿Volviste a llegar tan alto en el Jenga con alguien más?

Hay algo que nunca llegué a contarte. No me fui inmediatamente para el hotel esa noche. Volví al bar. Lautaro estaba limpiando, el Jenga seguía ahí, intacto, en el piso 41. El pibe me miró sin decir nada. Los varones tenemos esa complicidad mental, a veces una mirada dice todo. La de él decía: “qué lástima hermano, fue un juego tremendo”.

Me acerqué a la mesa y saqué una pieza más del fondo. La estructura tambaleó y amagó con caerse, aunque no lo hizo. ¡Pude completar el piso 42! En ese momento deseé que el viento de Comodoro siguiera enredando tu pelo por muchos años más. Me quedé mirando la torre unos segundos. Observé su leve inclinación, las imperfecciones en la madera, las vetas que serpenteaban por los bloques más frágiles. Busqué con la mirada las pocas piezas que aún podían moverse. Calculé el equilibrio, imaginé los posibles desenlaces. Sentí la torre. Y fue exactamente porque la sentí que supe dónde tocar.

Apenas rocé con el dedo aquel punto preciso. No hizo falta más para que la estructura se desplomara por completo. Me quedé un momento allí, contemplando el desastre. Después me levanté y salí del bar. El viento atroz de la ciudad me recibió con una ráfaga fría. Sonreí. Todo el mundo está de paso en Comodoro.

 



***

 

Algunas partidas de Jenga de 2024 que inspiraron esta historia:

 



Y una más viejuna con un Fran (mi hermano) de diez añitos. Jugábamos muchísimo al Jenga. Hoy tiene 25. Todavía jugamos.



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=>> Otros RELATOS ROMÁNTICOS en el blog: “Cuando el amor tocó la puerta, yo había salida a comprar aceitunas”; “Los malabaristas son (prácticamente) personas”; “El antojo tardío”; “La noche sin maquillaje”; “Te ofrezco mi ausencia (cuento chatsístico)”; “Ascensor holístico (cuento elevadorístico)”. <==

 

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