En estos días estoy participando del Mundial de Escritura. Es la décima edición, pero la primera vez que me sumo. La idea es que escribís solo pequeños retos literarios que deben completarse en 24 horas, un texto por día durante 5 días. Luego deben elegirse los mejores dentro de un equipo que son los que se terminarán postulando.
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Un cuento para el Mundial de Escritura
Durante los días del Mundial se puede participar charlas variadas sobre literatura y, en todo momento, hay un gran sentimiento de comunidad, porque tenés a miles de participantes escribiendo bajo un mismo disparador.
Estamos a mitad de la competencia, donde las reglas se vuelven ya un poquito más complicadas. Lo importante era tener este contexto para poder introducir la génesis este relato (el #64 publicado en el blog).
Uno de los desafíos del Mundial era el de escribir un cuento que autobiográfico, si bien con un detalle particular: el hilo de la narración tenía que estar formado por las palabras y las frases que formaron parte de nuestra infancia y quedaron en nuestra memoria.
Lo que terminó saliendo fue “Los cuarenta y dos jueces”. Para mí es un relato hermoso, aunque (disclaimer) entiendo que -al tener tantos easter eggs hacia mi propia vida- el lector pueda perder interés rápidamente. Ojalá que ése no sea el caso.
Se los comparto y luego me cuentan.
La versión narrada, para mi podcast, está por ACÁ.
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“Los cuarenta y dos jueces”
(Luciano Sívori)
—¿En qué estás pensando?
Llevábamos un buen rato en silencio, moviéndonos en
una suerte de ascensor insonoro. La pregunta me tomó por sorpresa.
¿En qué estaba pensando? En todo, creo. En los dos
días de casamiento en Pringles. En la primera vez que mis hijos tocaron la
arena… o la nieve. En mi primera novela publicada (que es, básicamente, un
ensayo sobre mi propia vida enmascarada en un coming-of-age). Pensaba en sexo… en mi olvidable primer polvo. También
en el más memorable, el más épico, el más bizarro. Y todos los demás, aunque
tampoco fueron tantos…
—No sé. Me acordaba de algunas cosas del pasado —dije.
—Es entendible, Lupa, este transporte suele generar
todo tipo de recuerdos nostálgicos.
Que aquel extraño me llamara con la misma
naturalidad y confianza que la de un amigo o mi propia familia me molestó un
poco. Me llamo Luciano, pero me dicen “Lupa” desde que así me bautizó Juan
Ignacio Echevarría en la escuela primaria. No puedo recordar a qué se debía el
apodo. Sólo que pegó lo suficiente para que todos en la escuela comenzaran a
llamarme así. Luego mi familia y pronto el barrio entero. El apodo no me
molestaba en lo más mínimo. Por el contrario, me entusiasmaba no ser un “Lucho”
más del montón. Siempre me gustó mi apodo y sus múltiples deformaciones. Lupax,
Lupin, Lupera…
Viví toda mi infancia en Neuquén. Cuando cumplí 18
años, me fui a Bahía Blanca a estudiar y, de alguna manera, el apodo me
acompañó. Eso estuvo bien. Aquellas épocas universitarias fueron de muchas
risas y charlas con amigos, de sufrir mucho por los finales, de compartir
vivienda. Recuerdo cada birrita al aprobar un examen, los mates con 9 de Oro, las
múltiples mudanzas por escalera (un futón es siempre la peor parte). Recuerdo las
llamadas de mi vieja los fines de semana. Ese profesor que me enseñó que lo
perfecto es enemigo de lo bueno. Las salidas improvisadas. La melancolía de
cerrar algunas puertas. El entusiasmo por los nuevos comienzos.
—¿Falta mucho? —quise saber.
—No, no falta mucho… —me respondió mi acompañante y
agregó: —pero el viaje es más ameno si vamos conversando.
Le hablé de mi recibida como Ingeniero Industrial y de
mi año en Panamá. Le conté de la suerte de haber tenido tres hermanos que son
mejores amigos. Pasamos nuestra infancia jugando con la Sega y creando
programas de radio berretas. Luego vino la despedida de mi hermano Gasty, que
se fue a vivir a Japón. Fran, que pasó de ser el “enano” a ser el más alto de
todos. Y que después llegó a vivir en Eslovenia y en España. Pensé en Tommy, el
más reservado y también el del corazón más grande.
Pensar en mis hermanos me llevó a recordar a mis
viejos, que nos criaron bajo el criterio de “sean felices, después vemos el
resto”.
—Viajábamos mucho por Argentina con mis papás —relaté
entusiasmado— al Sur, a Córdoba, a las Cataratas de Iguazú…
Me acordé del “qué feo que es andar en tinieblas” de
mi vieja y pasé a narrarle la anécdota. Era invierno. Volvíamos desde Villa
Pehuenia cuando empezó a correr un brutal viento blanco. Era una nevada que
hacía imposible ver el camino de montaña que teníamos enfrente. Mi viejo tuvo
que salir del auto a colocar las cadenas. Íbamos a 20 km por hora y se hacía de
noche. Todos estábamos muy tensos y nerviosos. Entonces mi vieja, en su
catolicismo absoluto, largó un “qué feo que es andar en tinieblas, ¿no?” Y
todos estallamos en risas. Sirvió para relajar la mente.
Sirvió un montón.
Mi escolta sonrió. Fue en ese momento, y no antes,
cuando comprendí que no era un humano. Su sonrisa no era maligna en absoluto.
Pero tampoco era de este mundo.
—¿Quién sos en realidad?
—Ay… Lupa… es una pregunta difícil y no nos queda
mucho tiempo. Soy tu primera novia, la que te metió los cuernos. Soy el tipo
que te robó el celular y el anillo de bodas en aquella esquina de Zelarrayán y
Paraguay. Soy el Dios en el que dejaste de creer cuando falleció la hermana de
tu mejor amigo. Soy vos a tus 8 años, a tus 15 y a tus 22… y vos, ¿quién sos en
realidad?
No supe que responder. Yo soy yo, ¿no? Soy el mismo
de siempre. Sigo mirando animé, dibujitos, leyendo comics, mirando todo el cine
que puedo, jugando videojuegos, tomando cerveza, cantando en voz alta en la
calle, saliendo a correr con la música de Switchfoot, amando las aceitunas y
diciendo un 10% de cosas serias entre un 90% de humor estúpido. Soy yo.
—Estamos llegando, Lupa. ¿Ya estás listo?
—Creo que sí…
—No te vas a acordar de nada. Te vas a sentir como
una hoja en blanco.
—Sí, lo sé… y, digamos, ¿no podría dejarme un
mensaje a mí mismo o algo así? ¿Qué pasa si hago algo diferente y todo termina
saliendo mal?
—¿Qué sería tan importante que quieras decirle a tu
yo más joven?
Lo pensé unos minutos. Le diría que deje de querer
controlar todo. Que se permita cometer errores. Que le resbale lo que piense el
resto. Que se encare a Pili, total no la va a volver a ver más. Le diría que ser
inseguro no está bueno y que perdonar se siente bien. No quemes etapas, disfrutá
de tus quince a los quince; ya vas a disfrutar de tus treinta a los treinta. Durante
tu adolescencia las cosas van a apestar mucho, pero mejoran antes de que te des
cuenta. E incluso si no lo hacen, siempre podés escribir algo al respecto.
—Mejor no… —le dije a mi acompañante—. Si le contara
a mi yo más joven ciertas cosas, él podría evitarlas antes de que sucedan. Pero
entonces quizás yo nunca le habría dicho nada, con lo cual nunca habría
intentado evitar esas cosas en primera instancia. En resumen: se arma alta
paradoja temporal y desaparecemos todos de la faz de la Tierra. No está copado.
—No, no está copado —respondió con seriedad—.
Llegamos.
Finalizamos el recorrido a la Sala de la Verdad.
Osiris y los Cuarenta y Dos Jueces nos recibirían del otro lado. Mi corazón se
haría pesar en la balanza de la justicia contra la pluma blanca de Ma'at, diosa
de la verdad y del equilibrio armonioso. Si mi corazón resultara ser más ligero
que la pluma, quizás podría volver a nacer. Vivirlo todo una vez más. Elegir
caminos diferentes o, por qué no, exactamente los mismos. Volver a tropezar dos
veces con la misma piedra. A lo mejor estudiar Filosofía en lugar de Ingeniería
o llamar a mi primer hijo Felipe y no Benjamín.
Temblé. Un frío helado recorrió mi cuerpo.
—Tranquilo— me dijo Anubis—. Tenés un corazón duro,
puro. Lo que te espera es igual de bueno. Sólo tendrías que preocuparte por…
No llegué a escuchar sus últimas palabras. La Sala
de la Verdad me absorbió hacia adentro, dejando a mi acompañante detrás. Mientras
pienso en qué es eso único por lo que debería preocuparme, una luz brillante me
rodea completamente. Cierro los ojos y comienzo a aflojar. Respiro profundo y
exhalo lentamente. Con cada respiración llego a un estado de relajación más elevado.
La luz blanca fluye a través de mi cuerpo. Me permito quedarme dormido a medida
que caigo más y más en un estado mental relajado. Ahora, mientras una voz
cuenta hacia atrás de diez a uno, me voy sintiendo más tranquilo y en paz. Diez.
Nueve. Ocho. Siete. Seis. Entro a un lugar seguro donde nada puede hacerme
daño. Cinco. Cuatro. Una voz me dice que, si en algún momento necesito
volver, lo único que tengo que hacer es abrir los ojos. Tres. Dos.
Uno.
Abro los ojos.
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no era un blog de literatura?”; “Respuestas
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