Una película
minimalista, íntima, muda por momentos, aunque cargada de electricidad
emocional. Reseña de Aftersun, una obra sobre el dolor disfrazado.
***
Me venía debiendo Aftersun desde hace mucho y la terminé encarando
durante mi viaje a España este año. Antes, incluso. La vi durante el bondi hacia CABA donde
dormí mal e incómodo.
A simple vista, la obra de Charlotte Wells parece la historia sencilla de unas vacaciones entre un padre joven, Calum (enorme Paul Mescal), y su hija Sophie (Frankie Corio), en un hotel barato en Turquía a fines de los ‘90.
Sin embargo, bajo esa superficie cálida y luminosa se esconde un duelo invisible. Uno que no se nombra, aunque se siente en cada plano, en cada silencio y en cada sonrisa que dura un segundo más de lo necesario.
Aclaro, por
si acaso, que esta nota contendrá #spoilers.
La memoria en miniDV
Aftersun juega con la memoria como quien rebobina una cinta: avanza, retrocede, pausa, se detiene en un gesto. Las grabaciones en cámara miniDV son mucho más que un recurso nostálgico: son el intento desesperado de Sophie, ya adulta, de reconstruir algo que la vida no le dejó cerrar.
Ella revisa esos videos caseros —granulados, torpes, de alguna forma hermosos— buscando señales, como quien vuelve a un lugar para ver si olvidó algo.
Esas imágenes funcionan como un espejo emocional. Wells filma entendiendo que la memoria no es objetiva: cada recuerdo está editado por el afecto, por el arrepentimiento o por la culpa. En efecto, el pasado no es un archivo, sino una película en loop que cambia cada vez que la vemos.
El montaje
refuerza esta idea: los saltos entre pasado y presente no son caprichosos, sino
una forma de representar cómo recordamos. Nunca recordamos realmente: es el
recuerdo de un recuerdo. No hay orden, no hay cronología. El duelo es un poco eso:
una edición emocional desprolija donde los recuerdos se cuelan cuando quieren.
El duelo que no se dice
Algo que me parece genial de Aftersun es que nunca se menciona la muerte de Calum. No hay ni una línea de diálogo, ni una escena explícita. Pero está ahí, clarísima, en los bordes, latiendo como un secreto que nadie se anima a decir.
Se siente en la forma en que Sophie adulta lo mira a través de las imágenes viejas. En el silencio de esa última puerta que se cierra. En la manera en que el mar parece tragarse algo más que olas.
Wells, en
esta que es su ópera prima, construye un retrato de la pérdida sin mostrar la
pérdida. Y eso la vuelve mucho más real. Porque el duelo —el verdadero duelo— casi
nunca tiene lágrimas o cementerios. A veces se parece más a una sonrisa forzada
en una foto o a una carcajada incómoda.
La paternidad y un intento de redención
Calum es un tipo joven, de unos treinta años, con una hija de once. Tiene las manos llenas de amor y los bolsillos vacíos. Su paternidad parece ser su manera de redimirse, de no repetir el daño que recibió de chico.
Lo vemos intentar ser un buen padre con una ternura casi desesperada. Le compra un regalo que no puede pagar, le enseña tai chi, le hace bromas, le pone orejitas de conejo en una foto.
Es un hombre que intenta sostener una fachada de calma mientras por dentro se le cae el mundo. Practica meditación, lee autoayuda, sonríe con esfuerzo. Hay momentos en los que parece realmente feliz y otros en los que su mirada se apaga. La película nunca lo dice, pero está ahí: el cansancio, la tristeza, el peso de sentirse insuficiente.
Paul Mescal
hace de esa contradicción un arte. Lo vi primero en All of Us Strangers,
otra película que también te destruye con elegancia. Ahí confirmé que este tipo
no actúa, directamente sangra en cámara. En ambas historias hay algo común —una
conversación pendiente con el pasado, con los padres, con el amor—. Dos relatos
que te invitan a mirar hacia adentro, sabiendo que ahí también hay ruinas.
La infancia como refugio y espejo
Sophie, en su inocencia, percibe cosas que todavía no entiende. Lo ve raro al padre, lo siente triste, pero no puede ponerle un nombre. Y eso, quizás, sea lo más doloroso de todo: saber que hubo señales. Porque los hijos ven mucho más de lo que creemos, lo sé por experiencia. Pero entienden menos de lo que necesitan.
La infancia
en Aftersun se explora tanto desde el refugio como desde la herencia. La
versión adulta de Sophie repite algo del cansancio de su padre, esa melancolía
que no tiene edad. Cuando de grande dice que se siente “tired all the time,
like her organs don’t work”, entendemos que algo de ese dolor viajó con
ella. El amor también deja marcas genéticas que no siempre son visibles.
El duelo compartido
No por nada Aftersun es considerada una de las películas más importantes de los últimos años. Creo que logra con maestría hablar del duelo como una conversación entre tiempos.
Sophie no busca entender solo qué pasó con su padre, sino también qué pasó con ella después de perderlo. Esa revisión del pasado es un intento de reencontrarse, de poder decirle —aunque sea a través de una pantalla vieja— “te entendí tarde, pero te entendí”.
Ahí el cine se vuelve una forma de terapia. Ver una película así es casi como mirar tus propios recuerdos desde afuera. Como si la realizadora Wells nos dijera: todos tenemos un video mental al que volvemos cuando necesitamos entender por qué dolió tanto.
Claro que el
título no es casual. El atardecer es lo que queda cuando el calor se apaga,
cuando la luz se fue pero todavía sentís el ardor.
Ecos y parientes emocionales
El ejercicio de hallar intertextos en el cine siempre me resulta divertida. En este caso, no pude evitar recordar Ordinary People (Robert Redford, 1980), otra película que se mete en los pliegues del duelo familiar.
Acá Donald Sutherland hace de un padre que ama sin saber bien cómo. No la quiero contar demasiado porque vale la pena mirarla por uno misma y sin spoilers. Ambas son películas que no buscan dar respuestas, sino mostrarnos lo incómodo que es convivir con el dolor sin matarlo.
Tanto Aftersun
como Ordinary People comparten esa idea de que el amor no siempre
alcanza. Que la vida no se ordena después de una pérdida, solo se reacomoda un
poquito… y como puede.
Lo que queda (palabras finales)
Aftersun no te explica nada, y sin embargo, te deja con la sensación de haber entendido algo profundo. Te hace pensar en tus viejos, en las veces que los viste tristes y no dijiste nada. En las vacaciones que parecían eternas y hoy son apenas dos fotos borrosas. En los abrazos que diste sin saber que eran los últimos.
Pero no es un garrón. Es de hecho, una obra muy llevadera, cortita incluso. Y también te deja con cierta ternura. Porque al final, Sophie no busca a su padre para revivirlo, sino para poder recordarlo bien. Para asegurarse de que lo que quedó de él en su memoria sea luz, no sombra.
Quizás de
eso se trate un poco el duelo invisible: de seguir amando sin entender, de
perdonar sin respuestas, de aprender a mirar una grabación vieja y agradecer
que, al menos, alguien lo capturó.
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