Lautaro no sabe leer ni escribir, pero interpreta
el mundo desde lo que los demás descartan. Entre ceniceros, papeles arrugados y
manchas de mate puede descifrar la vida de cualquiera. Hasta que un Cronos gris
demasiado limpio aparece en su vida.
Lautaro tiene un don: los autos le hablan. No literalmente, claro. Cada alfombra con tierra, cada cenicero lleno de puchos, cada birome mordida sirve igual que una confesión muda. Lo que otros ven como mugre, él lo entiende como pruebas inefables. Y a veces, lo que encuentra no son historias… sino advertencias.
Este texto dialoga con la idea de que la verdad está siempre a la vista, aunque requiere otra sensibilidad para ser percibida. El protagonista capta lo que los demás ocultan o pasan por alto. Es un detective intuitivo, aunque sin el poder institucional de la policía ni el respaldo de un libro. El relato juega con esa paradoja: la limpieza no siempre es inocencia, a veces es encubrimiento.
¿Qué significa realmente “leer”? ¿Decodificar letras o comprender la vida a través de sus rastros? Quise explorar ese contraste fuerte entre alfabetización formal y sabiduría callejera, que muchas veces pone en valor los saberes invisibles.
¡Bienvenidos
al relato #86 publicado en el blog! Espero que lo disfruten.
***
“La evidencia invisible”
(Lupa Sívori)
Lautaro no sabía ni leer ni escribir.
Se ganaba la vida lavando coches y tenía una característica que lo
volvía muy particular: era capaz conocer a una persona sólo por lo que dejaba
en el auto. No se refería solo al olor –aunque también aquello funcionaba como
mapa emocional– sino a los pequeños detalles: las migas, los papelitos, los
objetos olvidados. Para Lautaro, cada envoltorio era una historia sin terminar.
—Una vez me dejaron un cuaderno con dibujos de un pibe —solía decir,
mientras refregaba con energía la alfombra de un Corsa—. Era como ver la vida
del nene en colores. Dibujaba trenes, todo el tiempo trenes. ¿Quién dibuja
trenes hoy? Te digo que ese pibe va a llegar lejos, tiene sueños grandes.
Laburaba en una playa de estacionamiento y lavado en el barrio de
Villa Mitre. No tenía título de secundaria, menos redes sociales. A veces los
clientes le dejaban propina en yerba, cigarrillos o facturas.
Y Lautaro sonreía como si le hubieran dado oro.
Un jueves por la mañana cayó un Corolla con olor a perfume caro. Lo
manejaba una mina con anteojos de sol y voz rasposa.
—¿Podés dejármelo como nuevo? Está hecho un asco.
—Se lo dejo como si nunca lo habría usado, ya va ver señora.
La “señora” era, en realidad, “señorita”. Y notó que Lautaro se había comido un artículo y no sabía usar el condicional. Se presentó como Paula. Mientras ella caminaba al trabajo, Lautaro puso manos a la
obra. Empezó por el asiento trasero. Había tierra seca, como de una plaza, y
una mancha redonda de mate en la tela. En la guantera encontró dos sobrecitos
de miel vacíos, una birome masticada y una servilleta arrugada con tres
palabras escritas con tinta verde: “El cuerpo habla”. El cenicero estaba
lleno de papelitos arrugados y de puchos.
Abrió el baúl. Dos bolsitas de tela con piedras lisas, una
rodillera doblada y un librito de tapas negras, subrayado con resaltador
naranja. No supo leer el título, pero en la contratapa alguien había pegado una
postal con una foto de una silueta bailando frente al mar.
Lautaro cerró los ojos y dijo en voz baja:
—Clases de teatro. Mates en la plaza. Baila o enseña a bailar.
Habla mucho. Es movediza. Se le caen ideas en papelitos mientras maneja. Miel
para la garganta. Es ansiosa, por eso muerde las biromes. Está sola, aunque no
triste. El auto no huele a nadie más.
Cuando Paula volvió, lo encontró parado junto al auto, todavía con
el trapo en la mano, admirando el trabajo.
—¿Así que trabajás con el cuerpo? —le dijo él.
—¿Eh?
Lautaro era bruto y lo sabía. Quiso corregirse.
—Digo… ¿bailás, actuás… algo así?
Ella se le quedó mirando un segundo, apenas ladeó la cabeza.
—Sí… doy clases de expresión corporal. ¿Por?
—Y... los autos hablan.
Ella rió. Y eso fue suficiente para que él se animara:
—Si querés el finde te paso a buscar y vamos a ver una obra. Yo no
leo, pero me gusta mirar.
—¿Vos no leés?
—No, pero escucho. Escuchar también es leer.
Y ella, sin saber bien por qué, le dijo “dale, vamos”.
Lautaro quedó un rato parado al lado de aquel
Corolla con olor a perfume caro. Le costaba despegarse del auto. Le costaba
despegarse de Paula, de lo que ella le había hecho sentir por un ratito. Eventualmente
se despidió del auto y de ella. Tenía que seguir laburando: ese jueves le
habían dejado más autos que de costumbre.
Sobre el final de ese día llegó un último
encargo: un Fiat Cronos gris. Sólo abrirlo le alcanzó para notar algo raro. El
auto no tenía ni una sola miguita, ni perfume, ni olor a nada. Estaba impoluto.
Demasiado. Como si alguien hubiese querido borrar todo. Pero en el baúl, metiendo el brazo por detrás del tapizado para sacar
una moneda caída, encontró un hilo de soga gastada y un trozo de cinta
plateada. También una hebilla chiquita, rosa, con un moñito.
Se le heló la sangre.
Abrió bien el baúl. Notó marcas en la alfombra como de algo pesado
que se arrastró. Una pelusa roja pegada en la bisagra. Sintió que el auto le
gritaba. Que ahí había estado alguien. Y que ese “alguien” no había estado
feliz.
Guardó todo en una bolsita que sacó de su mochila. Pensó en ir a la
comisaría, antes quería preguntarle a su jefe. O a Paula. O a cualquiera. No
sabía cómo hacer una denuncia. Tenía miedo de que no le creyeran. Al fin y al
cabo, él era solo un lavacoches que no sabía ni leer ni escribir.
En el instante en el que tomó la decisión de irse, un tipo alto, de
anteojos negros y camperón, lo chocó por detrás. El dueño del Cronos sonrió
apenas, sin mostrar los dientes.
—¿Terminaste, pibe?
—Sí… ya casi.
—¿Puedo ver el baúl? Quiero guardar unas cosas.
Lautaro dudó, luego asintió. El tipo revisó
rápido y, antes de irse, bajó la voz:
—Me dijeron que vos sabés mirar los autos. Que
descubrís cosas.
—A veces.
—Eso es raro.
Lautaro sintió un frío recorrerle la espalda.
Entonces el hombre lo agarró del hombro con firmeza.
—Mi hermana Paula me contó. Quedó fascinada por
cómo le habías dejado el auto. También me dijo que te gusta hablar demasiado. Y
que la invitaste a salir.
Entonces, con una rapidez que Lautaro no se esperaba, el del
camperón le puso una mano pesada sobre el hombro.
—Tenés que tener cuidado con lo que ves, amigo.
A veces lo que uno ve... no lo entiende del todo.
Esa noche Lautaro no volvió a su casa. Tampoco al día siguiente. La
noche de la cita, Paula esperó en la esquina de su casa, con su bufanda violeta
y dos entradas en la mano. Nunca entendió por qué Lautaro no apareció. Semanas
más tarde, un barrendero encontró en un cantero una bolsita con una hebilla
rosa, un pedazo de cinta y una soga.
El Fiat Cronos tampoco volvió a aquella playa de lavado.
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Otras relatos del estilo en el blog: “Nada que abrir”; “El hombre de 4-D”; “El último beso (siete minutos
en un cuarto cerrado)”; “Encuentro hipertextual”; “Castillos en el aire”; “El inevitable futuro de
los cuentos”. <==
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