Se vieron una, dos, veinte veces. Él sabía escuchar. La llevó al mar. Le
besó las cicatrices. Le nombró los dolores, uno por uno. Ella lloró. Él sonrió.
No tenés idea de lo que significás para mí.
Ella no supo qué responder, pero se quedó.
Se quedó cuando empezó a dejar cosas en su casa. Cuando leyó sus mensajes. Cuando la despertó a las 3 a.m. para preguntarle si todavía lo amaba.
Ella empezó a sentir miedo.
Él, amor.
Le escribía poemas. Le mandaba flores negras.
Le decía que el dolor era importante, que era parte del amor.
Que si dolía, era real.
Ella quiso irse. Cambió la cerradura.
Él ya tenía la llave.
Ella cambió de número. Él la llamó desde uno nuevo.
Él esperó. Afuera. Bajo la lluvia. Por horas.
Ella no lo vio. Él sí.
La esperó.
La siguió.
Una noche, entró.
La miró dormir. La miró respirar. Le tocó el alma.
Ella despertó. Gritó. Tembló.
Él pidió alimento. Dame tu amor. Tu dolor. Tu miedo.
Ella lloró. Él sonrió.
Eso. Así. Perfecta.
Con la luz apagada, la puerta cerrada y la respiración contenida, ella
ya no habló.
Entonces, por fin, él se sintió lleno.
Por un rato.
Hasta que tuvo hambre otra vez.
No está claro que pasó pero fue muy malo.
ResponderEliminarY parece que otras mujeres serán acechadas.
Saludos.
Tremendo!
ResponderEliminarUna nueva clase de criatura de la noche.
Saludos,
J.