Una obra
cortita, aunque cargada de tensiones entre el amor, la culpa y la incomodidad
de enfrentar la vulnerabilidad del otro. Reseña de “Unidad Mínima de Familia”, un
libro de Julieta Habif.
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Nunca me olvidé de vos
Unidad Mínima de Familia es el primer libro de no-ficción de Julieta Habif… y es una cosa extraña (en el mejor sentido de la palabra). Compila algunos retratos de vida (pequeños “slices-of-life”) que terminan construyendo un relato crudo sobre la relación entre la autora y su madre enferma.
De hecho, el texto arranca pateando fuerte y al medio:
“A mi madre le explotó un aneurisma cerebral en noviembre de 2014 que la dejó en cama, sin poder hablar ni moverse, hasta julio de 2019. (…) Todos los inviernos se esperaba que alguna falla respiratoria la matara, pero ni su respiración, ni nada, falló nunca. Curate o morite: eso pensaba yo mientras ella permanecía internada mes a mes, año a año…”
A Julieta yo la venía siguiendo desde hace varios años y en distintos medios (full stalker, ja). Claro que sabía que ella había escrito este libro y, durante un viaje a CABA -precisamente en la Noche de los Museos- visité el impresionante Ateneo de calle Santa Fe donde lo encontré entre las estanterías.
Pero quiero ir un poquito más atrás antes. A la autora la empecé a leer allá por 2015/2016. Junto a Belén Marchese tuvieron un proyecto hermoso (No me olvidé de vos) donde creaban relatos epistolares de forma colaborativa.
Me enamoré de aquel blog -que leía de manera obsesiva- y tuve la suerte de entrevistarlas, a ambas, en una linda nota que salió en abril de 2016 (pueden leerla por ACÁ).
Desde entonces, la forma de escribir de Julieta (tan honesta y precisa) me cautivó completamente. Por eso, cuando encontré su libro, supe que quería leerlo y que seguramente lo iba a disfrutar. No etaba equivocado.
Las 80 páginas que componen la obra me acompañaron durante mi viaje a El Bolsón, donde casualmente también estaba promocionando mi propia novela (El Ascenso de Elin). Por algún extraños sincronismo, resulta que el texto de Julieta y el mío tienen algunos intertextos llamativos sobre las complicaciones de ser hija.
Por cierto,
durante el viaje salimos a tomar mate al río con mi compa Lara y el librito
terminó accidentalmente empapado (#pasaroncosas). Lo terminé secando en la
estufita del Cajón del Azul, motivo por el cual hoy está todo arrugado. =/
“Curate o morite”
Como mencioné antes, el libro abre con la contundencia de un golpe seco: “A mi madre le explotó un aneurisma cerebral en noviembre de 2014 que la dejó en cama, sin poder hablar ni moverse, hasta julio de 2019…”
Ese “curate o morite” me parece tan polémico como brutalmente honesto. Desde este inicio, el texto te invita a recorrer un paisaje emocional muy complejo, cargado de tensiones entre el amor, la culpa, y la incomodidad de enfrentar la vulnerabilidad del otro.
Cada frase parece encapsular una confesión que, aunque profundamente personal, también resulta inquietantemente universal. Es muy fácil sentirse identificado con las emociones de la autora respecto a su madre. ¿Quién no ha sentido alguna vez esa incomodidad de montar un stand-up de bienestar, incapaz de simplemente estar en silencio frente al dolor?
“Cada vez que iba a verla montaba un sketch inorgánico de bienestar. Le contaba cosas que me habían pasado, hacía chistes. (…) Jamás pude simplemente estar en silencio, o con un libro, o mirando por la ventana”.
La narración se adentra también en reflexiones sobre las relaciones familiares y los pactos tácitos que estas implican. En ese sentido, resuena bastante con temas que exploré en El Ascenso de Elin, donde la maternidad, la soledad y la búsqueda de identidad se entrelazan. Acá, la figura del hije como “garantía, socio o rescatista” no solo señala el vínculo, sino la pesada carga que a menudo lo acompaña:
“Alguna vez escuché que tener un hijo es nunca más volver a estar solo. Me parece aterrador. No sólo por la condición terrible del hijo como una garantía, un socio, un rescatista, sino por lo que esconde detrás: la obligación tácita de que ese hijo vampirice la soledad de los padres”.
A través de imágenes potentes como la del caballo que solo se acuesta cuando se siente seguro, o la libertad concedida en la adolescencia que disuade la rebeldía (“Ella siempre me dejó salir, ir a bailar, tomar alcohol, me dejaba hacer de todo y creo que por eso nunca me rebelé: no tenía contra qué”) Unidad Mínima de Familia abre un espacio para repensar las dinámicas familiares.
Es una obra que no tiene miedo de enfrentar las zonas grises de las relaciones humanas, ni las emociones contradictorias que estas generan. Una lectura que, como un espejo, refleja lo que muchas veces preferimos evitar mirar.
“Había leído alguna vez que los caballos dormían de pie, que solo se acostaban cuando estaban verdaderamente seguro de que no corrían peligro. Siempre deseé algún rato de esa seguridad; pero en aquel momento, lo recuerdo bien, me pregunté si estaba mirando a un caballo a salvo o a uno muerto.”
Palabras finales
Leer Unidad Mínima de Familia rodeado de la naturaleza majestuosa de El Bolsón fue, para mí, una experiencia profundamente transformadora. Había algo en ese contraste entre la crudeza del relato de Julieta y la calma de Los Laguitos que amplificaba cada palabra, cada emoción.
Las montañas, el sonido del río, y el olor de los árboles parecían dialogar con las páginas arrugadas de mi ejemplar, que llevaba consigo las marcas de un accidente con mate y el calor de una estufa en el Cajón del Azul.
Este libro no solo me acompañó durante mi travesía, sino que me confrontó con mis propias reflexiones sobre los lazos familiares y la vulnerabilidad humana. La honestidad descarnada de la autora me obligó a detenerme, a escuchar y, sobre todo, a sentir.
Leer Unidad Mínima de Familia en ese contexto tan íntimo y
natural fue como tender un puente entre dos mundos: el interior, lleno de
preguntas y recuerdos, y el exterior, vibrante y vivo. Por eso, más allá de las
reflexiones que pueda suscitar, quedará grabado en mi memoria como una
de mis lecturas favoritas de 2024.
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