A veces lo que aguanta no necesariamente es lo perfecto. La historia de una casa en un árbol armada sin técnica o garantías, sostenida
por algo más fuerte que la prolijidad.
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¡Último relato del año!
“Un par de clavos torcidos” es el cuento #91 publicado en el blog. Acá, lo que empieza como una escena mínima entre un padre torpe y dos hijos decididos, se transforma en una reflexión sobre el tiempo, la paternidad y esa obsesión adulta por arreglarlo todo.
Este relato no habla de crecer para mejorar, sino de permanecer sin
corregirse. De aceptar que algunas estructuras —como la infancia, el amor o la
memoria— no necesitan optimización, solo apoyo. ¡Espero que les guste!
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“Un par de clavos torcidos”
(by
Lupa Sívori)
La idea de construir una casa en el árbol fue de ellos. No mía. Eso
es importante aclararlo. A mí jamás se me habría ocurrido algo así. Benja y
Mateo la anunciaron como se anuncian las cosas importantes: sin previo aviso y
con una seguridad insultante.
—Papá —me dijo Benja—, vamos a hacer una casita en el árbol.
El árbol había estado ahí desde siempre. No recuerdo haberlo visto crecer,
ni recién plantado o regado. Simplemente existía, como si hubiera venido con la
casa. Para mí siempre fue sombra. Para ellos, claramente, era una obra en
potencia.
—¿Justo hoy? —quise saber, como si el calendario fuera verdaderamente
un argumento.
Ambos respondieron que “sí”, al unísono. Así que, yo preparé mi
contraataque:
—Y… digo, ¿nosotros… sabemos hacer eso?
Benja me miró con una mezcla de ternura y decepción. Sabía
perfectamente que yo soy un inútil para cualquier trabajo manual.
—Vos no. Pero nosotros sí —declaró.
Aquello fue el comienzo de todo.
Esa misma tarde, verano mediante, Mateo trajo una escalera que
claramente no llegaba a ningún lado. Benja, en cambio, llegó con el martillo
correcto, maderas que no sé de dónde sacó y un montón de clavos. Yo, para no
ser menos, agarré otro martillo, más grande por las dudas. Siempre elijo el más
grande para quedar canchero. Mi función quedó clara rapidísimo: sostener cosas
y no arruinar demasiado.
—¡No, papá, así no! Eso no va ahí. Está al revés. No, no, vos
estás al revés. Dejá, lo hago yo.
Para aquel entonces, Benja tenía nueve años y la autoridad de un
capataz. Mateo, algunos años más chico, asentía con la cabeza. Yo me limitaba a
acatar órdenes. E incluso eso me salía mal. Cada clavo que intentaba poner
terminaba torcido, como si yo mismo estuviera mal diseñado.
Él observaba en silencio y remataba:
—No pasa nada, papá. Nadie nace sabiendo.
La casa fue apareciendo de a poco. Nada encajaba del todo, aunque
todo funcionaba más o menos. Una plataforma que crujía, una baranda
testimonial, una puerta imaginaria que solo ellos sabían abrir.
—Esto es una casa rústica —dijo Benja con firmeza —. Si se cae, es
que era parte del diseño.
Yo pensé que se derrumbaría con la primera lluvia intensa de marzo
o en la fiesta de seis años de Mateo adonde se subieron más de diez pibes. Mágicamente
no fue así. Volvimos muchas veces a esa casa durante la infancia de los chicos.
Siempre era la misma. Los mismos clavos torcidos. Las mismas maderas cansadas. La
misma escalera insegura.
Con el tiempo la casa dejó de ser una fortaleza y pasó a ser un
lugar para hablar. Un día, Benja, con dieciséis años recién cumplidos, se sentó
en el borde y me dijo:
—Viejo, desde acá arriba todo se ve distinto.
Teníamos cada uno una cerveza fría en la mano. No supe muy bien a
qué se refería, pero le dije que tenía razón. Como si lo entendiera todo. Fue
la última vez que alguien utilizó la casita del árbol. Ellos crecieron y no le
dieron más importancia. Les cambiaron las voces, los silencios, las
prioridades. Mateo ya ni se acuerda de la casa, o eso dice.
Un día pensé en tirarla abajo. La casa seguía firme, obstinada,
idéntica. Al final no hice nada. Ya se caería sola, con el tiempo.
La tarde en la que Benjamín me contó que quería estudiar Ingeniería
Civil no me sorprendió para nada. Mientras otros chicos soñaban con ser
youtubers o futbolistas, él hablaba de puentes y edificios. De “cargas” y
“tensiones”, palabras que yo solo conocía en el sentido emocional. A veces lo
veía dibujar planos en una hoja cualquiera, y siempre aparecía un árbol en
algún rincón del dibujo. Con una plataforma arriba. Jamás le pregunté si
aquella casa había tenido algo que ver con la decisión. Hay preguntas que uno a
veces no hace. De grande se te exprime un poco la cabeza, las cosas ya no están
tan claras.
Tenía cincuenta y tres años cuando le dieron el título de
ingeniero. Me lloré todo. Él me abrazó, agradecido, y me dijo que la primera
obra había sido la casa que aún seguía ahí. Lo que sí había cambiado era todo lo
demás. El barrio tenía casas nuevas, más rejas y alarmas, más gente apurada. El
mundo, en general, continuó su curso caótico. Esa estructura precaria, armada
sin planos, con clavos torcidos y un padre que no sabía qué estaba haciendo, todavía
resistía.
A veces pienso que la casita del árbol entendió algo antes que
nosotros. Que no hacía falta crecer para permanecer. Que no todo tiene que
mejorar, optimizarse, modernizarse. Que algunas cosas solo tienen que estar
bien apoyadas. Suelo abrirme una latita de cerveza y sentarme un rato a mirarla
desde abajo. La casa nunca se terminó. Sigue ahí, suspendida entre ramas,
resistiendo a su manera. Cruje un poco. Como yo. Todavía tiene un par de clavos
torcidos. Como yo. El mismo martillo grande, ahora oxidado, sigue tirado en el
galpón. Benja ya no me visita tanto, pero a veces todavía me parece escucharlo
con su vocecita de 9 años diciéndome:
—¿Viste, papá? Al final la casa sí aguantó.
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