Culpa, ficción
y tragedia. Una declaración donde la verdad se vuelve un género literario… y la
mentira, un arma cargada. Último cuento del año: “Manual para fabricar
sospechas”.
***
Un hombre que trabaja como guardia nocturno empieza a notar pequeños gestos
extraños de su esposa: objetos desaparecidos, silencios nuevos, perfume ajeno.
Lo que parece rutina desgastada se convierte en un clima tenso y lleno de
sospechas.
Hoy les
comparto lo que probablemente sea el último cuento de 2025. Quise experimentar
con la idea del narrador poco confiable al mismo tiempo que capitalizó temas
filosóficos que me vienen atravesando este año: la percepción como ficción, el
fin del amor como un proceso, la culpa como voz narradora…
***
“Manual para fabricar sospechas”
(Lupa Sívori)
Norma había comenzado
a esconderme cosas.
Al principio
fueron pavadas: ya no estaba la lapicera que siempre dejaba arriba de la mesa o
mi remera de la suerte, una toda gris, agujereada y que yo amaba. Cosas que uno
deja pasar cuando vive por años con la misma persona y ya no distingue el
desorden propio del ajeno.
Después
empezó lo sutil. Lo que solo nota quien conoce los silencios de otra persona
mejor que el propio pulso. La casa empezó a rociarse por un olor a perfume dulce,
impropio. Los papelitos doblados que guardaba apurada, la computadora suspendida,
siempre tibia. Ese mensaje borrado apenas sonaba el teléfono.
Una sonrisa
que no compartió conmigo una tarde me dio a entender que ya no le importaba
ocultarlo. Hay hábitos que se vuelven sospechas, sospechas que se convierten en
escenas… y escenas que empiezan a escribirse solas.
Norma y yo hicimos
toda una vida juntos. Me conoció en mi versión sin panza. Teníamos diecisiete
años. Estábamos enamorados. A los veintiocho nos casamos. Tuvimos tres hijos.
Fuimos familia, rutina, domingos de asado. Veranos en Necochea. Fuimos amor.
Después algo más parecido a un compañerismo. “Amistad matrimonial”, le dicen.
Sobre el final éramos algo todavía más frío que eso.
Pero antes
de llegar a ese frío hubo etapas. Primero, lo que no se nota: palabras dichas a
medias, respuestas medidas como si cada frase fuera una moneda que había que
ahorrar. Después vinieron las contestaciones ambiguas, esas que parecen
casuales aunque en realidad no dicen nada. Yo preguntaba “¿todo bien?” y ella
decía “sí, sí… normal”, con ese “normal” que es todo menos normal.
Con el
tiempo, el desgano empezó a reemplazar la costumbre. Las charlas se acortaron.
Los silencios se hicieron más largos. Y en esos silencios creció otra cosa: un
recelo chiquito, cotidiano, de esos que uno carga en el bolsillo sin querer. Te
das cuenta cuando la persona con la que dormiste treinta años ya no te mira
igual. Esas son las sutilezas que más duelen: una respuesta tardía, una conversación
que no te incluye, un gesto escondido. De ahí al desconfiar hay un solo paso
que uno da sin darse cuenta.
Hace años
que no tenemos sexo. Hace meses que ni discutimos. Hace semanas que ella me esconde
cosas. Hace días que empecé a sentir que algo nuestro va hacia un borde.
Trabajo de
guardia de seguridad nocturno en la fábrica de envases industriales. Veinte
años ahí. Plástico, metales, máquinas enormes que de día rugen y de noche
respiran durmientes.
A mí la
noche nunca me pesó. Por el contrario, me da hasta un poco de aire… y de tinta.
Soy escritor. Y escribir en la garita, mientras todo está quieto, me hace
sentir que todavía hay tiempo para pegarla con un best-seller. En mi
casa nunca tengo un minuto para escribir. Siempre hay algo: la tele fuerte, las
ollas hirviendo, los chicos pidiendo favores aunque ya estén grandes, o Norma
hablándome sin realmente hablarme. Nunca hay tiempo. Ni clima. Ni ganas. Por
eso la garita termina siendo mi único escritorio decente. Es el lugar donde
todavía puedo crear mundos.
Precisamente
esa noche venía trabajando en un texto policial cuando escuché un ruidito. Corto.
Metálico. Una vibración del piso, como un tambor golpeado desde adentro.
Nunca pasó
nada digno de contar en la fábrica. Una vez encontré a unos pibes besándose en
un cuartucho y otra vuelta tuve que sacar a un par de perros de la calle, no
mucho más. Esta vez había algo diferente en el aire. Así que agarré la linterna…
y el arma.
Caminar por
la fábrica apagada es como cruzar una iglesia abandonada a la buena de Dios:
columnas altísimas, sombras que se alargan, un frío que te persigue sin
importar la época del año. El pasillo de los tambores estaba oscuro, salvo por
esas luces que parpadean como dudando de sí mismas. Cada paso mío hacía eco. No
soy miedoso en lo absoluto. Sólo cauteloso. Claramente había una doble capa de
quietud en la fábrica. Alguien trataba, intencionalmente, de hacer silencio. Mientras
avanzaba, el recuerdo de Norma se me pegaba al oído como un murmullo. Esa misma
tarde ella había estado doblando la ropa sin mirarme.
El ruido
volvió. Más lejos. Más profundo.
Lo seguí
hasta el depósito viejo. Ese lugar ya no se usa; las máquinas se comieron el
espacio y quedó como una pieza cerrada, húmeda y llena de polvo. La puerta
estaba entreabierta. Eso me pareció rarísimo.
Grité: “si
hay alguien ahí, que salga”. Mi voz rebotó en las paredes y volvió más suave.
Empujé la
puerta. La oscuridad era total. Sentí un filo helado avanzar por los brazos y
clavarse en la nuca. En ese preciso momento pasaron dos cosas en simultáneo. Un
foquito pestañeó y mi dedo índice, tenso desde hacía minutos, decidió por mí.
Un cuerpo cayó. Varias voces gritaron.
El olor a
pólvora llenó el espacio.
Recién cuando pude ver, lo comprendí todo. Globos blancos y dorados. Guirnaldas. Una mesa con sanguchitos de miga. Mi remera gris como parte del decorado. Había, incluso, una foto nuestra de los diecisiete donde yo estaba muy flaco. Y un cartel enorme que decía:
“¡Feliz 30° Aniversario! — Eugenio & Norma”
Y Normita estaba
ahí. Desparramada por el piso. Después no me acuerdo bien. Recuerdo gritos, manos,
mis hijos llorando. Recuerdo a alguien diciendo mi nombre. Me subieron a un
patrullero. Yo repetía que había sido un accidente… que yo la amaba.
Fue un
accidente, detective. Yo a Norma la amaba.
¿Qué le pasa?
¿Por qué me mira así? Esta es mi declaración. ¿Cómo que “muy bonita la
historia”? ¿Quién carajo es usted para juzgarme con esos ojos duros? ¡Así fue
como ocurrió! ¿Qué? ¿Qué es esto? Sí, sí, la veo. Una tarjeta color crema, con
brillantina dorada en los bordes. Sí, por supuesto que puedo leerla, dice: “Festejamos
los 30 de casados – para Eugenio, con amor. Norma”.
Ah, claro, detective.
Sí… ahora lo entiendo todo.
Casi lo
convenzo, ¿no? Puedo ser muy persuasivo cuando me lo propongo. Así que se me
cayó la tarjeta del bolsillo cuando me estaban subiendo al coche. Qué torpe,
¿no lo cree? Una equivocación de esta magnitud nunca habría ocurrido en uno de
mis cuentos. Yo sería capaz de darle un mejor final al relato, uno más creíble,
más inteligente. Algo para dejar al lector verdaderamente impresionado.
Borre esa
sonrisa gratuita de su cara y no diga nada más. Sólo póngame las esposas y arrójeme
en la cárcel más solitaria que tenga.
Ahí, por lo
menos, podré volver a escribir en paz.
***
► Podés
seguir las novedades en mi fan-page. También estoy en
Instagram como @viajarleyendo451. Si te gustó la nota, podés invitarme un cafecito.

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.