La curiosa historia de Gerardo
Calvo, el hombre que convirtió la rudeza en un arte y, contra toda lógica, también
en una mina de oro.
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Bienvenidos a La Madriguera
Escribí una parodia sobre las experiencias gastronómicas modernas y la paradoja de la satisfacción que se encuentra entre lo incómodo y lo desagradable. A través de la historia de un cliente que visita “La Madriguera”, un restaurante donde la rudeza y el desprecio del personal son la norma, el narrador revela la atracción que provoca el caos y el maltrato en la búsqueda de una experiencia diferente.
Gerardo Calvo, el chef de este restaurante, ha logrado transformar su actitud agresiva y sus modos despectivos en un negocio exitoso, desafiando las convenciones de la hospitalidad y los estándares culinarios.
Este relato es el #78
publicado en el blog. ¡Espero que puedan disfrutarlo! Por acá encuentran la versión narrada,
que grabé junto a Octavio D´Amico (en el rol de Gerardo) para mi podcast.
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“Un as bajo
la manga”
(Lupa Sívori)
Te parás
frente al restaurant con una mezcla de curiosidad e intriga. "La
Madriguera" no tiene letrero ni luces atractivas. Es una puerta negra,
sencilla, con un timbre desgastado que parece gritar: rajá de acá. Pero
ahí estás, como todos los demás idiotas que hacen fila, porque hay algo
magnético en la promesa de lo desconocido.
Lo primero
que notás al entrar es el silencio incómodo. El lugar no está decorado; apenas
unas mesas y sillas que parecen robadas de una sala de espera. Un hombre flaco
y desganado te mira desde el mostrador con expresión de asco. “¿Qué mierda querés?”,
te dice, sin molestarse en disimular su desprecio.
Es él.
Gerardo Calvo, el hombre que convirtió la rudeza en un
arte y, contra toda lógica, también en una mina de oro. Habías leído sobre
él: un chef mediopelo que apenas sabía hervir agua hasta que un video viral lo
puso en el mapa. Alguien lo grabó gritándole a un cliente que pedía un aderezo:
"Ah, ¿querés kétchup? ¡Pero andá a comer a un Mc Donalds, pelotudo! Acá
hacemos comida de verdad."
La gente lo
amó. O lo odió. Da lo mismo; el video se compartió millones de veces, y Gerardo,
con su temple de perro rabioso, vio la oportunidad. Así decidió abrir "La
Madriguera", un restaurante que no vende comida, sino humillación. Y
funciona.
“¿Me vas a
decir lo que querés, pibe, o te vas a quedar ahí parado como un imbécil?”, te
increpa. Lo mirás detenidamente: un delantal sucio y con restos de salsa, un
escarbadientes en la boca, su bigote abundante, mal recortado. Volvés a bajar
la mirada. Te das cuenta de que llevás demasiado tiempo mirando el menú. No le
busqués la vuelta: está diseñado para confundirte. Platos sin descripción,
nombres crípticos como “El Desastre” o “No Te La Bancás”.
Señalás uno
al azar, y Gerardo pone los ojos en blanco. “Otro cliente más que no sabe lo
que quiere. Te lo voy a traer, pero después no llorés.”
Te sentás y
empieza el show. Meseros que tiran los cubiertos sobre la mesa como si fueran
basura, vasos de birra caliente y llena hasta el borde para asegurarse de que la
derrames. La música —un tecno psicodélico que parece pensado para poner a
prueba tu paciencia— suena al palo.
Mirás
alrededor. Los demás clientes parecen disfrutarlo. Una pareja se ríe cuando el
mesero les dice que sus caras de bobos le arruinan el día. Un grupo en la
esquina aplaude cuando Gerardo grita: “mi comida no está hecha para retardados”.
Y vos... vos
empezás a entender. No es el placer del maltrato lo que atrae a la gente. Es el
contraste. Acá todo es hostil, incómodo, un desafío constante a tu dignidad. Y
cuando salgas, cuando vuelvas al mundo de los “restaurantes normales”, con sus
camareros sonrientes y sus platos cuidadosamente presentados, vas a sentir que
estás en el paraíso.
Lo dulce
nunca es tan dulce sin lo amargo, ¿no?
El plato
llega. Es sorprendentemente bueno, pero claro, Gerardo no te deja disfrutarlo
en paz. “¿Qué tal todo, chef? ¿Está a la altura de tu sofisticado paladar… o preferís
volver a tu delivery deprimente de siempre?”
No le
respondés. Masticás en silencio mientras él se marcha festivo, satisfecho por
haber dejado su marca. Cuando terminás, un papel arrugado hace las veces de cuenta.
Es caro, claro, pero ya lo sabías. No pagaste por el plato, sino por la
experiencia.
Dejás los
billetes sobre la mesa y salís al frío de la noche. Te sentís extrañamente
ligero. En la vereda, muchos otros esperan su turno. Sus caras son como la tuya
antes de entrar: expectantes, incrédulas, tal vez un poco ansiosas. Es una
locura, pensás, una locura brillante. Gerardo Calvo tiene un as bajo la manga,
y vos acabás de ser testigo de cómo lo juega.
Quizás
vuelvas algún día. O quizás no. Al final, eso es lo que él quiere: que te
vayas, que odies la experiencia... pero que nunca dejes de hablar de ella. Y es
que hay algo adictivo en el caos, en esa danza incómoda entre el desprecio y el
placer. Gerardo ahora tiene tu atención… ¿eso no vale más que cualquier plato?
Mientras te
alejás, el timbre de “La Madriguera” suena otra vez, anunciando la llegada de
otro cliente dispuesto a pagar por su humillación. Te da risa: es un teatro
grotesco donde todos aceptan su papel. Pero cuando doblás la esquina, no podés
evitar mirar hacia atrás. Y en ese vistazo fugaz, te das cuenta de una verdad
inevitable: vas a volver a formar parte de esa fila.
FIN
=>> Otros CUENTOS DE MI AUTORÍA
en el blog: “La noche sin maquillaje”;
“Piso 42… o una noche de Jenga”;
“Una sopa existencial”;
“El inevitable futuro de los cuentos”;
“El bar de los sillones que se bifurcan”.
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