Cuando un extraño se presenta en la fiesta de su mejor amiga, Lucho se plantea si podría estar naciendo una amistad sin saberlo.
Con Amistad no garantizada (mi cuento N° 54 dentro del blog) espero no herir ninguna susceptibilidad. Es simplemente un pase de comedia para reír y descansar un poco. ¿Otro cuento autobiográfico? Naa, esta vez no tanto. O quizás sí, qué se yo…
Versión narrada en mi podcast: LINK
***
Amistad no garantizada
Luciano Sívori
Lina había empezado
a salir con alguien. Otra vez. Sus días de soltera siempre eran efímeros, y
aquellos que la codiciábamos seguíamos con el numerito en la mano.
Representábamos una oferta en exceso. Con tantas personalidades nuevas y
fascinantes allá afuera, ¿por qué ella se quedaría con el pibe que conocía
desde los siete años? No había razón para elegir al chico con el que veía
Dragon Ball Z en el Magic Kids mientras tomaba la merienda, el que le enseñó a
hacer trucos con el yo-yo y que, años más tarde, la ayudó con Geografía y Biología
(materias que ella odiaba).
Sí… yo estaba in the zone hace rato. Lina era
imposible para mí. Tanto que muchas veces me preguntaba si valía la pena
insistir.
Me invitó a su
cumpleaños –como cada año– con una misión encomendada. Tenía la importantísima tarea
de conocer al chico nuevo y comentarle “qué me parecía”. Y acepté. Acepté
porque soy un boludo, básicamente. Acepté porque la quería.
Y porque soy
un boludo.
Llegué todo
perfumado y con una campera negra que me hacía sentir Schwarzenegger. Lina me
recibió con un beso y me hizo entrar a su departamento con apuro. El lugar
estaba lleno. Maroon 5 sonaba de fondo.
“Sentate
adonde quieras, Luchin”, me dijo toda sonriente. Me imaginé que no iba a darme
mucha bola aquella noche. Estaba a full entre la logística de las pizzas, la
apertura constante de latas de cerveza y dedicándole uno o dos minutos a los
recién llegados. El cumpleaños es ese evento ilógico y anti-intuitivo en el
cual, paradójicamente, es el cumpleañero quien pone la casa, la comida y todo el
entretenimiento de turno.
Caminé
despacio, escaneando la sala como un Terminator, tratando de encontrar quién
era la misteriosa nueva pareja de mi amada Lina. Podía ser cualquiera… literalmente
cualquiera. Lina no tenía prejuicios de sexo, altura, inclinaciones políticas o
color de piel. Sus acompañantes sí debían cumplir con algunos requisitos
básicos. Extraños, pero básicos al fin. Un gusto incondicional por los gatitos
(y el mundo animal en general), poder contar al menos un chiste y saber el
estribillo de “Azul”, el hitazo de Cristian Castro.
Cada uno de
los invitados quería un momento a solas con Lina. Quizás algunos más que otros.
Por eso mismo, todos eran mi competencia. Su presencia me incomodaba. Me
amenazaba. Lina es de esas personas que mantiene un staff mínimo de amigos
indispensables y un número aleatorio de gente en rotación. Todos los años veo a
los mismos dos o tres rostros y el resto son completos desconocidos. Compañeros
del gimnasio, la psicóloga de la madre, ex compañeros de la primaria, amigos
que se hizo mientras compraba bizcochitos en la panadería.
Me abrí una
lata que estaba sobre la mesa y recorrí el espacio. Conté tres charlas en
simultáneo, todas muy animadas. Me terminé sentando al lado de un flaco por el
que no daba dos mangos. Parecía inofensivo. Tomaba con tranquilidad una
Imperial y agarraba papitas en un inmutable modo Zen. Como se notaba que no
conocía a nadie, lo saludé y me presenté.
“Soy el mejor
amigo de Lina”, le tiré canchero. “Ah”, me respondió.
No me miraba,
pero yo tuve esperanza. Podía estar naciendo una hermosa amistad sin saberlo. ¿Notaron
que el flechazo de Cupido no cubre a la amistad? La amistad no viene
garantizada con el producto. No tiene un inicio concreto, más bien es un pasito
a pasito, una cocción lenta. Se va llegando sin querer.
El extraño continuaba
agazapado entre las papitas y su bebida, observando a los de una mesa lejana.
“¿A qué te dedicás?”, insistí y me respondió que “a las máquinas”. No aclaró si
se trataba de arreglar notebooks, fierros o antiguas máquinas de pinballs que
vendía a coleccionistas, pero imaginé que sería la primera. Atiné a decir algo
más con la idea de abrir el diálogo, más por él que por mí. Al fin y al cabo, el
pobre estaba solo y no conocía a nadie.
Por eso elegí
ser hospitalario con él, que es la única forma en que la hospitalidad tiene
sentido, ¿no? Es muy fácil tratar bien a aquellos que, bajo nuestro punto de
vista, se lo merecen. El verdadero ser generoso asume riesgos con un extraño,
con el otro; se la juega a salir
perdiendo ante aquel que quizás no opere bajo el mismo norte, que a lo mejor ni
siquiera comparte los mismos valores y creencias. ¿Qué mejor que hacerse un
amigo esa noche para no sentirse como sapo de otro pozo?
“¿Te gusta el
cine?”, pregunté y respondió que no, a secas. “’¿Series de Netflix? ¿Viajes?
¿Animé?”. Nada. Su calma comenzaba a ser molesta. “¿Y la lírica inglesa del
siglo XIX?”. Me clavó la mirada. Sí, me había ido un poquito al carajo con la
ironía. Capaz que todavía no era el momento, ni la cantidad adecuada. Igual,
convengamos que la ironía siempre es un poco así. Llega inoportuna y en demasía
por su propia naturaleza irónica.
Traté de
arreglarla cambiando de tema. Mejor dicho, volviendo sobre uno anterior. “¿Así
que arreglás PC´s, che? A la mía le vendría bien un mantenimiento”. ¡Qué gran
tipo que soy! Le daba charla a un extraño y encima le ofrecía trabajo. Me sentí
bien.
Me respondió
que arreglaba microondas, no computadoras. Me disculpé y agregué, en otro
intento vano de crear un vínculo (y sin compartir del todo este ideal) que hay
que rebuscárselas como se puede en este país de mierda. Pero el extraño se
enderezó y cambió completamente el rostro. “No sé por qué decís eso”, dijo. “Me
encanta lo que hago. Los microondas son mi vida, los entiendo, me hablan. Yo
los voy a visitar cuando están enfermos. Soy su doctor. La gente los suele
maltratar mucho, y el día que se les rompe se desesperan. Sabemos cuánto cuesta
un microondas, pero no sabemos cuánto vale.”
Ahora el que
se calló fui yo. ¡Justo me venía a tocar el 22! Me arrepentí automáticamente de
haberle ofrecido un trabajo. “Los microondas van a perdurar más que la especie
humana”, continuó enceguecido, “cuando llegué el apocalipsis, van a ser libres
y estar más tranquilos. Ya no van a tener que calentar para nadie.”
Sentado a su
lado, y ligeramente desconectado del exterior, me pregunté quién era aquel
demente y, más aún, ¿qué carajo hacía en el cumpleaños de Lina? Pensé mil
opciones, casi todas concluyendo en que, probablemente, se había colado cuando
vio la puerta abierta. Y, sin embargo, había una posibilidad (una entre muchas)
que era la que más temía.
Me aventuré y
le pregunté:
“¿Por
casualidad… te gustan los gatitos”?
Y entonces apareció
Lina por detrás. “¡Luchito! Veo que ya conociste a Mauri. Le llevé el
microondas para arreglar y, viste como soy yo…”
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=>> Otros CUENTOS DE MI AUTORÍA en el blog: “Pero perseverar es diabólico”; “Vendrán lluvias mejores”; “Colonia de humanos (o la trágica molestia de existir)”; “No requiere el uso de pilas”; “Un problema de perros”; “Solo hay un Dustin Hoffman”.
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Entonces, estuvo bien el haberlo molestado, tratando de ser amigable.
ResponderEliminarO sea que a clave estaba en ayudarla en algo, a Lina.
Bien contado.
Jajaja, gracias.
EliminarJa.. un taraaa.. el tara-services... Lindo cuentito Lu..
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