No era en
realidad una bruja, sino más bien una adivina por naturaleza. Una infancia
trágica la acercó a cuestiones elevadas del espíritu y de las artes oscuras.
Ricardo nunca
se enganchó con eso de la borra del café, ni con el horóscopo o los astros.
Pero tuvo un sueño, entre medio dormido y medio despierto, de esos que
pretenden a uno revelarlo. Lo tuvo durante cinco noches seguidas y ya era el
colmo. En su quimérico viaje nocturno recorría penumbras y sombras blancas que
dibujaban con tinta, con firmeza, la inmensidad de una noche apagada.
... En el
segundo antes de despertar se veía reflejado a sí mismo, como mirándose desde
afuera. Y pensó, y pensó… y en un esfuerzo casi desmedido terminó de convencerse:
el sueño se impregnaba en su alma para manifestarle un secreto oculto.
– Quédese ahí
sentado. Aunque le falte el aire, es importante que se concentre. No se
preocupe por mí, yo estoy bien –el humo perfumado se extendió por todo el
recinto cerrado, escurriéndose en el aire. Él se sintió ligeramente mareado–.
Cuénteme de sus visiones entre vigilias.
La anfitrión lo
había adivinado a la perfección. No era más que una gracia del azar. Ricardo
resopló, escéptico, y lo relató sin omitir detalle alguno.
– Creo poder
ayudarlo –intervino la anciana–. Usted vive solo.
– Sí, es así.
– ¿Y cuantos
espejos tenía en la casa de sus padres?
Ricardo abrió
los ojos. ¿Qué clase de pregunta era aquella? ¿Cómo saberlo? ¿Qué importancia
tenía?
– Me mudé hace
muchos años. No lo recuerdo.
– Es importante
que intente recordar… ¿nunca se la ha roto un espejo?
– No rompí
ninguno –contestó con seguridad.
– Sus padres
vivieron siempre en la misma casa donde nació. ¿Cuántos espejos había ahí?
La anciana lo
penetraba con una mirada indagadora. El humo seguía esparciéndose. Ricardo se
tomó la cabeza con ambas manos, convencido de su error. Aquella era una bruja
nada más que en apariencia. Rió para sus adentros por su ingenuidad.
– ¡Cinco!
–recordó de pronto, mientras se incorporaba con brusquedad.
– ¿Está seguro?
Lo meditó por
un segundo.
– Sí. Seguro.
– ¿Ha roto uno
de ellos? ¿Cuál?
– No rompí
ninguno… no que yo me acuerde. Pero…
– ¿Pero qué…?
–la anciano se sacudió.
– Mi hermano
atravesó el vidrio de la cocina, uno que daba al patio. Estábamos jugando,
tendría unos ocho o nueve años.
– ¡Claro! Fue
su hermano… Debe llamar a su hermano. Ahora –expresó la adivina con marcada
resolución.
Ricardo vaciló.
– No estamos muy en contacto… especialmente
después de su divorcio. Casi no hablamos, excepto en los cumpleaños y fiestas.
No sé…
– Solo así
podremos seguir avanzando.
Renegando,
Ricardo se llevó el aparato al oído y pronto una voz se escuchó del otro lado.
– ¿Hola?
– ¿Robert? –se
escuchó del otro lado.
Un silenció se prolongó
en el tiempo.
– ¿Ricky? ¿Pasó
algo? ¿Es mi cumpleaños? ¡Oh, ya sé…! ¡Es TU cumpleaños!
– No, no. Nada
de eso… –miró a la anciana en busca de ayuda.
– ¿Cómo está? –preguntó
ella.
– Yo bien…
bien. Tirando para no aflojar, viste. Siempre quise llamarte, pero el tiempo es
cruel.
– Sí, me pasa
lo mismo. Pero bueno, no sé… ¿estás viviendo en lo de los viejos todavía?
– Hasta
conseguir algún trabajo, igual le hago compañía a mamá. La noto triste,
extinguida. Sin papá ya no es la misma.
Ricardo se
mantuvo pensativo.
– ¿Ricky…?
– Sí, sí… estoy
acá.
– Ricky, ¿por
qué no te venís uno de estos días? Nos tomamos una cerveza, hablás con la vieja
que te extraña.
– Podría ser.
– Cuando
quieras. Te dejo porque estoy con unos temas. ¡Pero vení, eh!
– Dale, sí… cuidate,
Robert.
– Vos también
–colgó.
Ricardo levantó
la mirada. Expectante, esperó a ver cómo seguía aquello.
– Eso es todo
–afirmó ella y se levantó para despedirlo.
– ¿Eso es todo?
–repitió Ricardo, irritado.
– Sí. No me debe
nada. Puede irse.
Se paró de un
golpe, irritado.
– ¡Usted es una
mentira! No ha hecho más que simples deducciones. ¡Claro que vivo solo! No
tengo anillo y mi camisa no está planchada. Sí: he tenido sueños; se nota en
mis ojeras, en toda mi cara. El resto han sido caprichosos actos del azar.
¡Esto fue estúpido!
Y se marchó del
lugar con un furioso portazo.
A pocos
kilómetros de distancia, Roberto colgaba el teléfono y le devolvía la mirada a
su interlocutora.
– Discúlpeme
señora, era mi hermano. ¡Qué curioso llamado! En fin, como le estaba diciendo,
estoy teniendo una serie de sueños muy extraños…
Muy bueno... me gusto... Saludos !
ResponderEliminar¡Gracias, Alfredito!
Eliminar