El tren
avanza con su implacable ritmo matutino. Cerca hay un teléfono público viejo,
pesado, inútil. Nadie lo usa. Nadie lo mira. Pero de pronto, suena. El
desenlace, en este caso, es inevitable…
***
Vestigios de otro tiempo
¿Les pasó alguna vez de caminar por las calles y cruzarse con algún vestigio de otro tiempo? En este nuevo cuento (¡el #80 del blog!) les comparto “Un desenlace inevitable”.
En este relato quise explorar una de las más inquietantes facetas de la naturaleza humana: nuestra atracción por la tragedia. Vamos, el morbo que todos tenemos aunque queramos ocultarlo. La muerte siempre ha sido un espectáculo del que no podemos apartar la vista. Nos fascina, nos aterra y, al mismo tiempo, nos atrae con una fuerza irracional.
El cuento juega con esta pulsión morbosa de varias maneras. La descripción gráfica del suicidio en la estación no es casualidad. La narración toma un giro metatextual sobre la mitad. El teléfono funciona como símbolo de lo prohibido. Y, por último, aparece la inevitabilidad del destino. En lugar de huir, nos entregamos por completo al horror de la escena final.
Aviso de antemano que es +18, por contenido gráfico y visceral. ¡Espero que lo disfruten!
Aprovecho también a tirar un primicia, si se quiere. La idea es que este texto forme parte de mi
nueva antología Exquisita demencia, que estará compuesta por narraciones
de terror, suspenso y policiales. Pronto más novedades. Ahora sí, vamos con el cuento.
***
“Un desenlace inevitable”
(Lupa Sívori)
Buenos Aires, 2055.
Siempre estuvo ahí. Un teléfono público viejo, de metal pesado, con
su auricular grueso y gastado por los años. Nadie lo usaba, por supuesto. La
gente pasaba de largo, conversando con su propia Inteligencia Artificial
incorporada mediante un chip subcutáneo. Todos ignoraban la presencia de aquel
teléfono en la estación de trenes en Plaza Constitución.
Hasta que un día sonó.
La primera vez que lo escuché fue al día siguiente del accidente y
en el mismo horario: las 7:33 a.m. La estación estaba repleta. La chica saltó
en el momento preciso en el que se escuchó la llegada arrasadora de aquel
monstruo metálico. El tren -eléctrico, de alta velocidad, de esos que aceleran
y frenan con potencia- la golpeó con una violencia absurda. Su cuerpo explotó
en pedazos: la cabeza rodó bajo un banco, una pierna quedó encajada entre los
rieles y un brazo aterrizó sobre la cartera de una anciana, que gritó como si
le arrancaran el alma. Un charco caliente cubrió el andén. La sangre se
infiltró en las rendijas, tiñendo los azulejos de un rojo viscoso. Algunos
corrieron, otros se quedaron paralizados, y yo... yo solo miré, incapaz de
apartar la vista del desastre humeante.
El teléfono sonó justo después.
Desde entonces, cada mañana, a las 7:33 en punto, el mismo tono
metálico perforaba el aire. Nadie lo atendía. Algunos se persignaban al pasar,
otros apretaban el paso, temiendo que de ese auricular pudiera brotar algo peor
que la muerte.
Yo también lo ignoré todo lo que pude. No era fácil. Mi trabajo
consistía en vigilar la estación, un empleo vulgar, monótono, que me obligaba a
pasar horas de pie, observando a la multitud ir y venir sin detenerse nunca. Mi
puesto se encontraba al lado de los molinetes, junto a aquel viejo teléfono. Lo
veía todos los días. Y cada mañana, cuando el tren llegaba, sonaba. Los
pasajeros se apuraban, los vendedores ambulantes ofrecían sus productos a
gritos, pero el timbre de ese teléfono traspasaba el bullicio como un cuchillo
en la carne. Algunas compañeras hacían bromas al respecto. “El teléfono de los
muertos”, decían y nadie se atrevía a tocarlo.
Hasta que una mañana, harta de la insistencia, lo descolgué.
—¿Hola? —murmuré.
Lo que escuché del otro lado no era un idioma humano. Se asemejaba
más a un murmullo húmedo, una amalgama de sonidos quebrados. Un crujir de
huesos astillados. Palabras imposibles que se enredaron en mis oídos y reptaron
por mi cerebro. No tenían sentido, pero yo las entendí.
Eran órdenes. Mandatos. Una voluntad arcana impuesta sobre la mía.
Mis pies comenzaron a moverse. No por voluntad propia. Algo tiraba
de mí. Cada paso me acercaba más al borde del andén.
No sigas leyendo.
En este momento te pido encarecidamente que te detengas. Ella ya no
tiene más el control en esta historia. Pará, por favor. Si continuás avanzando,
no vas a poder evitar lo que viene. Ella sigue caminando. Sus ojos están
abiertos, aunque vacíos. Su boca entreabierta, la respiración mínima. Las manos
colgando como si ya no fueran suyas. El tren se acerca. Su silbato desgarra el
aire. Los demás pasajeros no notan nada. Es solo otra mañana en la estación. Otra
más del montón. Pero vos sí. Y si seguís leyendo, ella no va a poder detenerse.
¡Pará!
¡Pará ahora!
Ya está en el borde. Sus zapatos rozan el vacío. El viento caliente
del tren que se acerca, a toda velocidad, le despeina el pelo. Su mirada sigue
perdida, atrapada en un destino sellado. Sus labios se mueven, formando
aquellas palabras ininteligibles que escuchó en el teléfono.
Soy yo ahora quien habla. ¿Qué no entendés? El tren ya está encima.
¡Te lo pido por favor! ¡Dejá de leer!
Ella salta.
El golpe es seco. Su cuerpo se despedaza antes de tocar el suelo.
Huesos pulverizados. Carne deshecha. Sangre en aerosol cubriendo el andén. Su
cabeza rueda y queda con la boca abierta, aun moviéndose. Los intestinos se esparcen
en la grava, colgando debajo del tren, agitándose como raíces carmesíes
enredadas en el hierro. Un ojo, todavía húmedo, aterriza junto al teléfono.
Todo esto ocurrió porque no te detuviste.
Y ahora, el teléfono vuelve a sonar. Que nadie más atienda, por
favor.
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Otros CUENTOS PROPIOS en el blog: “Implacablemente suyo”; “Con su firma basta”; “Piso 42”; “Un pobre tipo”; “El horno”; “Se vuelven contra nosotros”; “Esas cosas no existen”. <==
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Un giro muy interesante! Con lo difícil que es que algo hoy nos sorprenda
ResponderEliminar¡Oh, gracias!
EliminarYo volvería a atender, solo para comprobar si sucede lo mismo otra vez o no...
ResponderEliminarSaludos,
J.
"You hear that Mr. Anderson? That is the sound of inevitability”.
EliminarY por qué el que escribe no hace nada?
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