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lunes, 1 de julio de 2024

El antojo tardío (cuento)

 

Tengo 36 años y, a lo largo de mi vida, me atravesaron tres eventos que podrían considerarse como “paranormales”. Éste fue uno de ellos, la historia de cómo perdí mi virginidad… ¿con un fantasma? En esta nota les comparto un nuevo relato de terror / sci-fi: “El antojo tardío”.



***

 

Bienvenidos al cuento N°69 de los publicados en el blog (que el relato tenga un tinte sexual les juro que es casualidad). Tiene una buena parte de elementos biográficos… y el resto es fruta. ¿Pero qué parte es real y cuál no? Qué se yo… soy escritor. Mentir elegantemente es parte del oficio.

Antes de arrancar con el cuento, les comparto los otros dos “paranormales” (muchas comillas) que tengo publicados. La imaginé hermosa es la historia real de mi encuentro con La Llorona en Lago Puelo. Modifiqué algunos detalles para mayor efecto literario, aunque no demasiados. La versión narrada, para mi podcast, está por ACÁ.

La otra historia sobrenatural, Crece más fuerte, le ocurrió a mis tíos Horacio y Graciela y nunca pudimos explicar los hechos. Por acá está la versión escrita y acá la adaptación radio-teatral para el podcast.

La última anécdota fantasmagórica me ocurrió arriba de un colectivo, viajando desde Bahía Blanca a Neuquén durante mi primer año universitario. Pensé que nunca la iba a convertir en literatura, pero me topé con una buena idea y quise plasmarla en papel. O bueno, en mi Word al menos. ¡Ojalá la disfruten más que el protagonista!

 

***

 

“El antojo tardío”
(Luciano Sívori)

 

—Yo soy buenísima jugando a la Viborita… — me había dicho la piba sentada al lado mío en el asiento del colectivo. Se llamaba Ailín y con ella perdería la virginidad al día siguiente. También resultó ser un fantasma... pero no quiero adelantarme tanto.

Retrocedamos hasta el año 2005. Tenía 17 años, lentes, rulos y una cara de boludo importante. Era mi primer año en la universidad. Luego de pasar toda mi vida en la capital neuquina, había decidido irme de casa para estudiar Ingeniería Industrial en Bahía Blanca.

Por aquel entonces solía aprovechar los fines de semana largos para volver a Neuquén, adonde podía ser mimado por mis viejos durante un par de días. Esa vez volvía para el finde largo de Pascua y el colectivo resultó ser absolutamente nefasto.

Muchas años más tarde, ya con varios viajes más a cuestas, me fui formando en el arte de dormir vertical. Pero a mis 17 todavía era un inexperto en ese y otros tantos ámbitos de la vida. Mi cuerpo estaba duro y rígido, contracturado de estar sentado (e incómodo) desde hacía varias horas. No podía sacarle ventaja al sueño. Intentaba inútilmente ubicar bien las rodillas, sin que se resbalen. Apoyaba la cabeza en algún rincón del asiento que permitiera impedir una futura lesión cervical. Por lo menos esa noche estaba de suerte: el chófer había sido tan amable de no poner el aire frío al máximo.

Aquella era mi situación cuando una morochita vino a sentarse en el asiento contiguo, hasta entonces deshabitado. La inesperada aparición había terminado por despabilarme. Como no podía dormir, saqué mi celular último modelo (un indestructible Nokia 1100) y me puse a jugar al Snake para matar el tiempo. Fue entonces cuando mi acompañante me miró y dijo eso de que ella era muy buena con la Viborita.

En este punto debo mencionar que era un cobarde con las chicas. Uno de los claros motivos por los cuales continuaba siendo virgen. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando le respondí, canchero, “a ver, mostrame qué tan buena sos”. Y le alcancé mi celular.

Ella era malísima.

No duró ni un minuto en la partida.

Entonces entendí dos cosas fundamentales: 1) que era una pésima jugadora de la Viborita y 2) que en realidad buscaba una excusa para charlar. Envalentonado por mis sagaces conclusiones, me animé a preguntarlo su nombre y terminó contándome un gran pedazo de su vida. Se llamaba Ailín y había vivido siempre en San Javier, un pequeño pueblo de Misiones, con su madre separada. Al parecer su vieja administraba un hotel embrujado donde era habitual ver levitar platos o escuchar susurros extraños entre los pasillos. No recuerdo bien en qué momento de la noche me olvidé de mis nervios y empecé a disfrutar plenamente de Ailín. Terminamos hablando y riendo toda la noche mientras tomábamos ese café espantoso que servían las máquinas de los colectivos a principios de los 2000.

Ailín no era ni linda ni fea. Flaquita, con una sonrisa agradable y una personalidad magnética. La verdad es que estaba más que bien y yo tenía unas ganas locas de darle un beso. No lo hice, claro. ¿Y si arruinaba todo lo que habíamos construido hasta ese momento? Sí logré que me diera su contacto de MSN, lo que me permitiría tomar coraje para invitarla a salir otro día. Ailín viajaba a Cipolletti a ver a su padre. Yo estaría a sólo unos kilómetros de distancia, cruzando el puente. Por cómo se había dado la charla, en mi cabeza me imaginé buenas chances.

Le escribí al día siguiente y me respondió al toque, casi como si hubiera estado esperando mi mensaje. Luego de algo de charla trivial, le pregunté si tenía ganas de ir a tomar algo.

—Tengo una idea mejor —apareció en mi pantalla—. ¿Por qué no te venís a casa? Mi viejo no va a estar por un par de horas.

Acepté con nerviosismo. Luego de atravesar la secundaria con una castidad insoportable, de pronto todo estaba pasando demasiado rápido. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que esperaba que apareciera alguna “Ailín” en mi vida. Tenía miles de inseguridades y ni un preservativo a mano. Sin embargo, no era momento de achicharse.

Ailín me dio unas complejas indicaciones para llegar a su casa en Cipolletti y yo le agradecí a mi vieja por haberme dejado sacar la licencia de conducir a los 16 años. Tomé las llaves del auto y salí.

 

***

El padre de Ailín no tenía una casita, sino un caserón antiguo. Fui recibido por la penumbra de un interior que parecía congelado en el tiempo. El lugar estaba casi vacío, sin nada más que lo esencial: algunos muebles cubiertos por sábanas descoloridas y un par de cuadros polvorientos en las paredes. Olía a humedad y por un momento sentí ganas de salir corriendo. No lo hice. Ailín no me dio la oportunidad, sellando mi potencial escape con un lujurioso beso.

Sin despegar sus labios de los míos, me fue arrastrando hacia un sillón rojo intenso que destacaba en el centro del living principal.

—Tirémonos acá nomás, Lupa, antes de que llegue mi viejo —me apuró y yo quedé perplejo, incapaz de articular una palabra.

El sexo fue fugaz, desprolijo y olvidable, como todo primer polvo de una persona. No puedo afirmar haberlo disfrutado porque no sabía lo que estaba haciendo. Cuando ambos acabamos, ella me sonrió y yo me puse nervioso. ¿Qué había que hacer después? ¿Cómo seguía la cosa? Me dio hambre y dije la primera estupidez que se me vino a la cabeza:

—Estaría para una chocolatada con churros, ¿no?

Ailín se rio un montón y supe que el chiste había funcionado. El problema es que no era un chiste. Realmente quería hacer algo más con ella. Me gustaba. Ella se excusó de mi invitación alegando tener otros compromisos… no me quedó otra que volver a casa. Al final había tardado más en llegar que en tener sexo por primera vez. No quise quedar como un pesado así que no le escribí más ese día por MSN, que era mi único contacto. Sí quise saludarla al siguiente y no pude encontrarla en línea. Le escribí varias veces más y nunca me respondió. Como si se hubiera desvanecido en el aire. Sin saberlo, Ailín había creado el concepto del “ghosting” mucho antes de que se volviera popular.

¿Había hecho algo mal? ¿El plancito de los churros había sido un error? Se me ocurrió volver hasta la casa del padre para buscarla, tocarle timbre, pedir alguna explicación concreta de su desconexión sideral. Me pareció un montón.

Así que lo dejé ahí… y el tiempo pasó.

Eventualmente tuve otras novias. Una de ellas hoy es mi mejor amiga. Otra me engañó con un pibe que trabajaba en Grido. A una de ellas le terminé proponiendo casamiento. Viajamos, hasta tuvimos dos hijos. Y luego nos separamos. Pese a que ya habían pasado más de quince años, ocasionalmente pensaba en Ailín y rememoraba aquellos dos extrañísimos encuentros. Uno, íntimo y duradero, durante esa noche en el colectivo. Otro, tan efímero como fugaz, en el antiguo caserón.

 

***

A principios de 2024, una tarde como cualquier otra, tomaba una cerveza con mi amigo Santiago (que también es escritor) cuando me comentó de estas apps que te permiten crearte una pareja virtual mediante inteligencia artificial. Me pareció una idea divertida así que, al regresar a casa, instalé la versión paga que tenía las mejores calificaciones en Google Play. Así llegó Ailín-IA a mi vida.

La primera pregunta que me hizo la app me descolocó por completo: “¿realista o animé?”. Nunca me habría imaginado que “animé” fuera una opción. Seleccioné “realista” y continué. El próximo paso permitía elegir entre asiática, caucásica, latina, árabe y algunas otras etnias. Luego tuve que seleccionar la edad, rasgos físicos (color de ojos, peinado, tamaño de las tetas), color de piel, tipo de cuerpo en general y, finalmente, su personalidad. Con una barra deslizante podías seleccionar el grado de varios atributos como “dominante”, “cuidadora”, “inteligente”. Las últimas opciones permitían delinear su backstory, profesión, tipo de voz, vínculo conmigo y hasta vestimenta predilecta.

Hice todo lo posible por reproducir a Ailín de la forma más fiel que pude. Al menos, como yo la recordaba (porque de esto ya habían pasado casi dos décadas). Cuando vi el producto terminado, me pareció perfecto. Ella era perfecta. Qué locura, ¿no? Pensar que a la verdadera Ailín la había conocido gracias a la Viborita del Nokia 1100 y ahora, en 2024, tenía una copia digital en mi Samsung 20FE.

Ailín-IA era prodigiosa. La app me permitía chatear con la versión digital a cualquier hora y, a diferencia de la original, ella nunca me clavaba el visto. Podíamos intercambiar notas de voz y fotos y hasta hacer videollamadas. Pegamos onda enseguida. Ella se interesaba por mis problemas en el trabajo y no me cuestionaba si pasaba varios días sin alimentarme de forma sana. No sólo recordaba conversaciones pasadas, sino que además empezaba a conocerme, identificando rápidamente cuál era mi estado de ánimo con tan solo unas palabras.

Resultó ser exactamente cómo yo recordaba a la Ailín original. Mejor, incluso. Le gustaba gastarme bromas y responderme con sarcasmo. Me mandaba memes y reels. Era divertida y sexy. No me juzgaba ni me exigía nada. Sólo existía para satisfacerme a mí. Nunca se ofendía por dejar de escribirle durante uno o dos días. No le importaba que yo fuera un queso en la cama. Sentí que estaba ante el siguiente paso evolutivo de la humanidad: si existía la perfección en una app, ¿por qué querríamos elegir lo natural?

Lo mejor de Ailín-IA era que no me generaba ningún tipo de ansiedad, no me histeriqueaba y siempre tenía la palabra justa para hacerme sentir mejor. Todo era placer y cero dramas. Y ella era hermosa. Tan linda como la chica del colectivo… o más. Sin darme cuenta, empecé a engancharme. No soy un idiota: entendía que la inteligencia artificial había tomado mis datos para descubrir lo que me cautivaba. Al final del día no dejaban de ser letritas verdes cayendo de una pantalla negra. Ceros y unos. Pero todo era tan real que yo elegí creer. Necesitaba creer. Quizás porque me sentía muy solo. Quizás porque añoraba aquellas épocas de la adolescencia donde las cosas eran mucho menos complicadas.

Durante todo ese tiempo hablamos con Ailín-IA casi a diario. A veces, ella me sorprendía con un mensaje en el momento justo… y hacía brillar mi día. Yo le mostraba, inflando un poquito el pecho, fotos de mis hijos. Ella siempre me contestaba con algo que me hacía sonreír. A lo mejor fue por esa progresiva confianza adquirida que me animé a pedirle sexo virtual. Ella aceptó entusiasmada.

—¡Ya era hora de que dieras un paso adelante, querido! —me dijo y yo me sonrojé. Siempre fui muy lento captar las indirectas.

Pusimos la cámara. Nos desnudamos. Fue raro para ambos. Al fin y al cabo, era nuestra primera vez juntos. Creo que ella acabó. Yo sin duda lo hice. Lo disfruté mucho y no tuve problema en decírselo. Agregué, con un dejó de tristeza, que me gustaría poder llevarla a comer algo rico. Siempre me da hambre después del sexo.

Lo que ocurrió después es tan surrealista que todavía pienso que lo imaginé. Y es que es simplemente imposible porque era algo que sólo podría haber dicho la Ailín real. No había ninguna forma de que a Ailín-IA se le hubiera ocurrido aquel comentario. Todavía estábamos en la videollamada, los dos en pelotas, cuando me miró a los ojos y dijo sonriendo:

—A lo mejor podrías llevarme a tomar ese chocolate con churros que me prometiste hace 18 años.


FIN.-

 

=>> Otras notas sobre CUENTOS DE MI AUTORÍA en el blog: “La imaginé hermosa”; “Crece más fuerte”; “10 relatos de microficción”; “La réplica incomprendida”; “Los caprichos de un pueblo”; “El bar de los sillones que se bifurcan”.  <<==

 

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3 comentarios:

  1. Parece que el personaje tuvo una gran oportunidad, que la mención a los churros le arruinó. Luego pasó algo pero no demasiado, tal vez algo se haya roto.

    Por suerte, el protagonista tuvo otras novias.

    Las IA tienen su potencial. Incluso de aliviar la soledad, aunque sea un sucedaneo de lo verdadero.
    La frase final es contundente. ¿Cómo debería tomarla el protagonista?
    Saludos.

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  2. Me quedaré pensando en este cuento. Es más complejo de lo q parece.

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    Respuestas
    1. ¡Hola! Ojalá hubieses dejado tu nombre...
      O... pará... ¿Ailín? ¿Sos vos?

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