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sábado, 13 de abril de 2024

“Crece más fuerte” (o los horrores de Colón 140)

  

Este cuento (el #67 publicado en el blog) está basado en una historia real que le pasó a mi tío Horacio mientras vivía en el quinto “B” del edificio de Colón 140, en Bahía Blanca. Para relatarles estos horrores, primero tengo que remontarme al año 2006.



 

***


Siempre cuento que hubo tres “eventos paranormales” (muchas comillas) que atravesaron mi vida. El primero lo ficcionalicé en
este cuento. La imaginé hermosa es la historia real de mi encuentro con La Llorona en Lago Puelo. Modifiqué algunos detalles para mayor efecto literario, pero no demasiados. La versión narrada, para mi podcast, está por ACÁ.

Otra anécdota fantasmagórica me ocurrió arriba de un colectivo, viajando desde Bahía Blanca a Neuquén durante mi primer año universitario. Esa se las puedo contar con una birra de por medio, pero no creo que la convierta en literatura nunca.

La tercera historia es esta que les comparto. Le ocurrió a mi tíos Horacio y Graciela y nunca pudimos explicarlos los hechos. ¡Espero que puedan disfrutarla!

La versión narrada está por acá.

***



“Crece más fuerte”
(Luciano Sívori)

 

Para relatarles los horrores de Colón 140 tengo que remontarme al año 2006. Es mucho tiempo, ¿no? Internet todavía no te bombardeaba con publicidad ni era el intermediario de la industria del ocio. La información tardaba más en llegar, por lo que se esperaba con ganas. Se esperaba en serio.

Era mi primer año en Bahía Blanca, donde había comenzado a estudiar Ingeniería Industrial. En una época de poca señal y unos modestos SMS, mi única forma de contacto con mi familia en Neuquén eran llamadas al teléfono fijo o e-mails. Mi familia más cercana en la ciudad, y con quien más intercambiaba charlas, era mi tío Héctor.

Héctor es el verdadero protagonista de esta historia, no yo. Durante esa época, comenzó a experimentar una serie de hechos muy extraños que terminaron en tragedia. Y hasta el día de hoy, nunca se perdonó por haber sido el responsable de la muerte de una familia entera.

Pero tranquilos, que ya llegaremos a eso.

Héctor se casó con mi tía Greta, hermana de mi madre, en 1979. Él tenía veintiún años, ella diecinueve. Fruto de aquel amor, y de forma inesperada, nació mi primo Javier. ¿Qué puedo decir? A veces los métodos anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Héctor tuvo que dejar la carrera de arquitectura para poder criar a su nueva familia. Pronto encontró un oficio que le dio el sostén: se dedicó a restaurar obras de arte católicas. Los clientes eran capillas locales o ancianas creyentes que buscaban arreglar algún rosario o una estatua de la virgen María que el perro había masticado con indiscreción. Comenzó a irle bien. Primero porque era un artista excelente. Segundo porque Bahía Blanca era (y sigue siendo) una ciudad chica y católica. Las voces se corren rápido.

Con sus ganancias incrementándose gradualmente, se las ingenió para abrir una santería en plena calle Alsina y pedir un modesto crédito para comprar un departamento céntrico, en el viejo edificio de Colon 140. El quinto “B” era un lugar espacioso, aunque tenía muy poca luz y humedad en el techo. Había que hacerle algunas reformas. Varias reformas, de hecho. Se mudaron allí con Greta y el bebé. Ella estudiaba y cuidaba a Javier mientras él aprovechaba para avanzar con sus trabajos.

Fue allí, precisamente en ese nuevo hogar, donde todo comenzó.

Al principio parecían ser cosas normales. El bebé lloraba a las 3 de la mañana, pero cuando mis tíos se acercaban a la habitación, estaba durmiendo plácidamente. A veces Greta entraba a la cocina y encontraba un paquete de harina en el lugar incorrecto, una bolsa de yerba desparramada por el piso, un cajón mal cerrado. En ocasiones, Héctor entraba a la habitación para descubrir puertas de los armarios abiertas. No mucho. Apenas una rendija. Pero él estaba convencido de haberlas dejado cerradas.

Eran cositas de ese estilo, nada particularmente llamativo. Al final, uno se termina acostumbrando. Un compañero arquitecto de Héctor teorizó que el edificio podía estar mal construido, inclinado en cierto ángulo que predispusiera los objetos a volcarse. Era una estructura vieja, ruidosa, maltrecha. Siempre parecía haber alguna explicación para las curiosas cosas que ocurrían ahí dentro. Eventualmente, mi primo Javier creció y fue a estudiar odontología a Buenos Aires. Solos, y con el nido vacío, mis tíos se dedicaron de lleno a sus profesiones. Greta se había recibido de docente. Héctor, por fortuna, tenía siempre muchísimo trabajo que avanzaba meticulosamente, con la paciencia de la araña.

El reloj del tiempo, siempre borrando y siempre escribiendo, transcurrió con relativa normalidad. Todo cambió una tarde de verano en 2006, mientras mi tío se encontraba pintando una serie de cruces.

La atmósfera en el pequeño living se llenaba con el olor acre de la pintura fresca y la tenue luz de la lámpara de escritorio, apenas suficiente para atenuar la oscuridad, desplazándola hacia otros rincones. Las cruces, perfectamente talladas en madera, estaban alineadas sobre la mesa de trabajo de mi tío, todas ellas enfrentadas hacia el mismo lado, como si estuvieran mirando hacia un punto invisible en el horizonte. Cada cruz estaba prolijamente elaborada, con detalles intrincados tallados en la madera y una suavidad en la pintura que las hacía parecer casi vivas.

Héctor, con su rostro ensombrecido por la concentración, se dedicaba a pintar las cruces con movimientos firmes y seguros. Estaba solo. El silencio era únicamente interrumpido por el suave rasgueo del pincel contra la madera y el ocasional tintineo de la pintura al ser agitada. Todo se encontraba sereno cuando un espasmo repentino recorrió su cuerpo. Más tarde me contó que fue una sensación inexplicable que lo obligó a levantarse de su silla y dirigirse al baño. Cuando regresó al living, notó que una de las cruces estaba dada vuelta, ahora mirando en dirección opuesta al resto. Le pareció rarísimo. El repentino cambio en la disposición de las cruces desafiaba toda lógica. Se paralizó por un momento, incapaz de apartar la mirada sobre la cruz volteada. Finalmente, decidió que había sido él mismo en un descuido, y eligió seguir trabajando.



Greta llegó un par de horas más tarde. Al entrar al edificio, el portero le anunció que los ascensores habían dejado de funcionar. Alguna falla eléctrica… ya estaban trabajando en eso. No le quedó otra que subir, por escaleras, los cinco pisos que la separaban de su esposo. Maldiciendo a su mala suerte, comenzó el ascenso poniendo un pie delante del otro. Cada paso resonaba en el silencio de las escaleras. Primer piso. Segundo piso. Comenzó a percibir una sensación molesta en el cuerpo. Una especie de cosquilleo. Tercer piso. De pronto sintió la necesidad de apurar un poco el paso. Cuarto piso.  Con cada escalón, con cada latido de su corazón, crecía su inquietud.

Justo cuando pensaba que no podía soportar más la opresión que la envolvía, ocurrió algo que solo puedo calificar como sobrenatural. Al alcanzar el último peldaño, sintió una mano invisible cerrándose alrededor de su tobillo con una fuerza desmedida. Notó cómo su pie se deslizó hacia atrás, perdiendo el equilibrio en un instante de brutalidad absoluta. Un grito desgarrador escapó de sus labios mientras se precipitaba hacia adelante, incapaz de detener su caída.

El impacto contra el suelo fue implacable. Su nariz estalló en un dolor agudo que se mezcló con el eco de sus propios lamentos. Un charco de sangre se formó rápidamente a su alrededor, una sombría poza que reflejaba la luz débil que se filtraba desde el vestíbulo del edificio.

Héctor escuchó el golpe y salió agitado del departamento. Allí vio a Greta, que yacía en el suelo, temblando, mientras la oscuridad de la escalera parecía cerrarse a su alrededor. Héctor preguntó qué había pasado, si estaba bien. Lo único que mi tía atinó a decir, en un ataque de histeria, fue: “hay alguien más acá. ¡Llevame adentro ya, por favor!”.

Mientras mis tíos intercambiaban historias (la cruz invertida, la mano de la escalera…) sintieron que algo había cambiado en el departamento. Obviamente no se fueron del quinto “B” de Colon 140 ahí mismo. Eso habría sido una locura. Y es que, si uno lo piensa fríamente, aquellos eventos todavía podían entenderse como el resultado del cansancio o del estrés. Un glitch en la Matrix, como dicen. Un chascarrillo de la mente.

Sin embargo, no pudieron dormir esa noche. Héctor se despertó muchas veces para revisar que no hubiera nadie en la cocina. Se imaginaba algo agazapado adentro del armario, listo para abalanzarse apenas se abriera la puerta. Le pareció escuchar susurros incongruentes, como si algo estuviera circulando por la casa, ocupándola con su presencia invisible.

Al día siguiente convocaron a don Italo, el sacerdote de la iglesia a la que asistían los domingos. La llegada de Italo al departamento representó una esperanza para mis tíos. Pese a sus 72 años, el hombre imponía una presencia fuerte y tranquilizadora. Avanzó con determinación, cada paso resonando en el suelo. Si realmente había una entidad maligna ahí dentro, aquella autoridad espiritual la expulsaría. En sus manos, Italo sostenía un crucifijo antiguo. Héctor y Greta lo seguían por detrás mientras él recorría el espacio. “Sí, definitivamente acá hay algo”, dijo con determinación y ambos sintieron un escalofrío recorrer sus espaldas.

La tensión en el aire era palpable, cada respiración era contenida como si el más mínimo movimiento pudiera desencadenar una tormenta de terror. Con una voz profunda y resonante, el sacerdote comenzó el ritual, recitando antiguas palabras de tiempos olvidados que resonaban en las paredes del quinto “B”.

Quizás les gustaría escuchar que todo el departamento comenzó a temblar mientras las fuerzas malignas se resistían al poder divino. Pero nada de eso sería cierto. Nada ocurrió. Al menos nada que pudiera apreciarse con los cinco sentidos. Los minutos se convirtieron en horas mientras don Italo continuaba su labor. Finalmente, en un momento que pareció suspenderse en el tiempo, Italo bajó lentamente el crucifijo y con desamparo expresó: “Disculpen. Ya no puedo hacer nada. Está demasiado enraizado”.

Antes de irse agregó, en un tono más sombrío: “Tengan cuidado. Si echa raíces, crece más fuerte”.



Hubo algunos pequeños eventos más mientras mis tíos preparaban la mudanza. Un par de copas aparecían rajadas. Las luces titilaban inexplicablemente. La canilla del baño se abría por si sola. Con la excusa de estar más cerca de mi primo Javier, Héctor y Greta se mudaron a Capital Federal, donde alquilaron un pequeño lugar en el barrio de Once. El departamento de Colon 140 se puso en venta a un precio ridículamente bajo. Tan bajo, de hecho, que no tardó más que unas semanas en venderse a nuevos (e inocentes) propietarios.

Ahora estamos en 2024 y el tiempo disolvió mucho aquella historia hasta convertirla en un relato curioso más de los que rodean a mi familia. Javier es padre de dos niños. Yo tengo otros dos. Los nuevos propietarios del quinto “B” de Colon 140 siguieron residiendo allí. La vida continuó su melodía. Internet ahora te bombardea con publicidad y es el intermediario de la industria del ocio. La información no tarda nada en llegar, por lo que ya no se esperaba con tantas ganas. Hace unos días mi tío Héctor me reenvió una noticia por Whatsapp. 

Decía:

«Bahía Blanca. Tragedia en edificio céntrico. Juraba que escuchaba voces. Mató a toda su familia y se arrojó del quinto piso.»





=>> Otros posts sobre LITERATURA DE TERROR en el blog: “A veces vuelven (cuento)”; “Ana y el infinito (cuento)”; “El abismo (cuento)”; “Implacablemente suyo (cuento)”; “La imaginé hermosa (o eso que vi en Lago Puelo)”.

 

***

 

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3 comentarios:

  1. Ni en p... lo leo ! Muy bueno Lu ..

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  2. Está bien logrado el clima inquietante, que esté basado en un hecho real, parte de la historia de tu familia, le aporta mucho a ese efecto.
    Y la inclusión de la noticia es demoledora.
    Saludos.

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