Una postal tierna y ácida sobre cómo hacerse viejo sin perder el alma de pendenciero. Nuevo relato, basado en anécdotas de mi viejo: “El delicado arte de hacerse viejo”.
***
La vejez no llega de golpe: se cuela de a poco, como una humedad en los huesos o una costumbre que nadie pidió. Oscar Velázquez, con sus 68 años a cuestas y un sentido del humor afilado, aprendió a llevarla con ironía, descuentos y alguna que otra mentira piadosa.
Este texto lo escribí especialmente basándome en
pequeños “chascarrillos” de mi viejo, Alfredo Sívori. Es un tipo
bromista, entusiasta y jodón al que la vejez le sienta muy bien. En la versión
grabada (que pueden escuchar por acá) tuve el enorme orgullo de grabar con él.
“El delicado arte de hacerse viejo”
(Lupa Sívori)
Oscar Velázquez no tenía paciencia
para la vejez. La vestía como un traje cuando le convenía, cuando un asiento en
el colectivo o un descuento en la farmacia justificaban la farsa. A sus 68
años, Oscar ya no encontraba demasiadas razones para salir de su casa. Salvo quizás
los martes, cuando el supermercado le regalaba un quince por ciento de
descuento. No era la felicidad plena, pero a su edad uno toma lo que venga. Y
un quince por ciento… es un quince por ciento, por más que el sol estuviera
reventando el asfalto. Así que, con resignación y bastón en mano, salió a la
jungla de cemento.
Recorrió tranquilo las cuatro
cuadras que lo separaban del súper. Pese a que el calor le secaba la paciencia,
se sentía bien. “La diferencia entre un viejo y un jubilado está en la actitud”,
solía repetirse. Caminar le acomodaba un poco las ideas, le daba la excusa
perfecta para espiar los pequeños cambios en el barrio, notar qué vecino había
arreglado la fachada y cuál seguía dejando el pasto crecer como una selva. Le
gustaba pasar por la vidriera de la ferretería, aunque no necesitara nada, y
ver a don Gutiérrez, que siempre lo saludaba con un gesto breve. Disfrutaba
especialmente frenar un segundo en la esquina, mirar el semáforo con
indiferencia y cruzar cuando se le daba la gana, con la calma de quien ya no
tiene que apurarse por nada.
Llegó al supermercado justo en el
instante en el que una Hilux blanca, probablemente de alguna empresa de
servicios petroleros, se estacionaba en la entrada. Bajó un tipo bien
empilchado, abrazado a una rubia de sonrisa profesional. El hombre vestía una
camisa celeste arremangada con ese descuido calculado que se ve en las
publicidades de perfumes caros. Pantalón beige planchado, mocasines sin medias
y un reloj grandote que parecía más pesado que útil. Caminaba con altanería, como
si el mundo le debiera algo y él estuviera ahí para cobrarlo. Antes de cerrar
la puerta, sacó el celular y, con una mueca sobradora, se tomó una selfie con
la rubia. “Para los pibes del laburo”, dijo. Ella se rió con una dulzura tan falsa
como sus pestañas postizas.
Oscar notó que el empilchado había
dejado la camioneta encendida, con la llave puesta incluso, y el aire
acondicionado al máximo. “¿No lo apagás?”, preguntó ella, sin demasiado
interés. “No, así se mantiene fresquito”. Después, con el pecho inflado, empezó
a explicarle algo sobre bitcoins y trading. Sus manos, en constante movimiento,
eran los hilos invisibles que, sin duda alguna, controlaban el mercado
financiero. Oscar caminaba detrás de ellos, calculando en su cabeza si iba a
poder costearse el pan lactal esa semana.
Los perdió de vista al ingresar. Ellos
giraron para la sección de vinos y Oscar recorrió las góndolas de ofertas con
la precisión de un explorador: buscó algo de queso cremoso de una marca
olvidada, galletitas, paleta sandwichera y pan francés del día anterior. Le
serviría para la sopa. En la sección de golosinas, se tentó con un gustito:
caramelos de miel para la tos que no tenía (pero que podría llegar inesperadamente,
en el peor de los momentos).
Al llegar a la fila, recordó que podía
hacer uso de su beneficio de jubilado para adelantarse y decidió que aquello no
tenía sentido. Al fin y al cabo, ¿cuál era el apuro? Al menos el súper estaba
fresco y podía ver a la gente pasar. Se distrajo mirando a una pareja con un
bebé cuando sintió el primer impacto de un carrito de compras en la espalda. Al darse vuelta vio a un pibe de diez años,
cara de santo con alma de demonio. Estaba mirando al piso. Su padre seguramente
había salido a buscar alguna mercadería de último momento. Oscar dejó pasar el
chascarrillo. Dios sabe que él mismo había hecho unos cuántos de ese estilo en
su infancia. Unos segundos después, sintió otro fuerte empujón. Esta vez notó
como el pendejo, que seguía sin mirarlo, sonreía con malicia.
El tercer golpe ya fue el colmo.
Con la rapidez de un hombre que supo
dar sus batallas, Oscar retrocedió bruscamente. El changuito llegaba justo a la
altura de la boca del pibe y, al impactarle, el chico hizo una cara tan torcida
que parecía que se le había dislocado la mandíbula. Por un fugaz instante,
Oscar sintió que se había sobrepasado. Pero le duró sólo eso, un instante. Mientras
lo fulminaba con la mirada, el pibe abrió grande los ojos, a punto de llorar, y
finalmente se contuvo. Entonces, el jubilado se inclinó y, con la voz más rasposa
que pudo lograr, le susurró: “Si me volvés a empujar con el chango, te parto
todos los dientes".
Una señora detrás, que había
presenciado toda la escena, le aprobó la acción con la mirada. Oscar Velázquez
se sintió orgulloso. El chico, mientras tanto, se la bancó como un campeón…
aunque no volvió a tocar el carrito. Cuando volvió su padre, no dijo
absolutamente nada y la fila continuó avanzando sin mayores dificultades.
Al llegar su turno, Oscar le sonrió
a la cajera. Era grandota, de ojos saltones y una simpatía forzada. “Qué lindos
ojos tenés, nena”, le soltó con aire seductor. Sabía que esos halagos les
alegraban el día a las cajeras, tal vez hasta el mes entero.
La Hilux seguía estacionada ahí
afuera. El empilchado, todavía abrazado a la rubia, guardaba unas bolsas en el
baúl y no paraba de hablar sobre bitcoins con la autoridad de un iluminado.
Oscar se acercó despacio, midiendo el momento exacto para intervenir. Se plantó
al lado y, con voz firme, le dijo: “No solo usás la camioneta de la empresa
para hacer compras personales, sino que además la dejás prendida,
desperdiciando combustible”. Hizo una pausa de evidente teatralidad y agregó: “Soy
Oscar Velázquez, jefe de la comisaría segunda. Ahí en calle Roca, ¿la ubicás?
Esto lo tengo que reportar”.
Era mentira, por supuesto. Durante
toda su vida se había dedicado a los arreglos florales.
El tipo se puso pálido mientras
Oscar mantenía la seriedad. Estaba tan cerca que podía sentirle el aliento a
menta y eucalipto. Agregó, mientras reparaba en la patente de la Hilux: “Mañana
a las 6 a.m. tomo servicio. Acercate a la mesa de entrada de la Segunda y pedí
hablar conmigo. Ahí hacemos un descargo por esta situación.”
“No, che, pará... Me hacés mierda. ¡Me
echan del laburo!”, balbuceó el empilchado. A Oscar le costó disimular la risa
y fingió piedad. “Bueno, tranquilo… mirá, esta te la dejo pasar, pibe, ¡pero
tenés que ser más criterioso!”. Y se alejó, mordiéndose la risa.
Llegó a su casa, prendió el ventilador
de piso y se dejó caer en un viejo sillón. Puso las noticias sin prestar
demasiada atención. Mientras un reportero recorría el último escándalo de la
farándula, pensó en sus hijas, desparramadas a lo largo y ancho del país. Hace
no tanto tiempo habían sido chiquitas y corrían en patas por toda esa misma casa.
Su mente lo llevó hasta el flaco Zaffarán. ¿Seguiría vivo? Quizás sería bueno
tratar de contactar a su enemigo de la secundaria. Un martes cualquiera,
durante el recreo, ambos se habían ido a las piñas por una discusión que ya no
recordaba. El flaco le venía ganando la pelea por lejos hasta que Oscar, en un
movimiento desesperado, cerró los ojos y metió cinco manos. ¡Todas fueron a la
cara! A diferencia del pequeño demonio del super, Zaffarán volvió a su casa
entre lágrimas.
Al otro día, los dos ya estaban
jugando al fútbol de nuevo.
Últimamente Oscar extrañaba muchas
cosas. Se preguntó si algún día llegaría también a extrañar los martes de
descuento en el supermercado.
FIN
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