Luego de recorrer el Camino de Santiago a pie con Silvia y mis hermanos, visitamos la Costa de la Muerte, algo de playita, Lourdes (en Francia) y Madrid. Segunda parte de este viaje por España.
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Día #9 - jueves 2/10: ¡Expedición hasta la Costa de la Muerte!
Me levanté tarde (8:30 a.m.) y, por primera vez en el viaje, me quedé sin desayuno. Era el comienzo de la segunda parte del recorrido: más relajada, más “tradicional”, podríamos decir. Hoy tocaba un tour hacia Fisterra, el mítico fin del mundo para los romanos.
Nuestra guía, Noel, una gallega copada y con muy buen inglés, fue marcando el ritmo del día mientras yo aprovechaba el viaje en micro para coordinar el alquiler del auto del día siguiente y un free walking tour por Santiago de Compostela.
La primera parada fue Muros, un pueblito costero encantador, con barquitos balanceándose al ritmo del mar y callecitas donde el tiempo parece haberse detenido. Desde ahí seguimos bordeando la Costa da Morte, una franja de 250 kilómetros de acantilados salvajes y playas solitarias. Su nombre no es casual: más de 700 barcos naufragaron en estas aguas.
En el camino, conocimos la historia del hundimiento de un buque petrolero y el monumento llamado “La Herida”, que simboliza el daño que aquel desastre dejó en el mar y en la gente del lugar.
Después pasamos por Carnota, donde se encuentra el hórreo más grande de España: una especie de granero elevado sobre 22 patas de piedra. Antiguamente pertenecía a la iglesia, que cobraba impuestos en granos y los guardaba allí. Frente al mar, con la playa de siete kilómetros extendiéndose al fondo, el conjunto parece una postal medieval perfecta.
La siguiente parada fue la Cascada del Ézaro, la única en España que desemboca directamente en el mar. Es un espectáculo ver cómo el agua cae desde 40 metros de altura y se funde con las olas. Además, el pueblo de Ézaro me pareció uno de los más lindos de todo el viaje: prolijo, colorido y con una energía especial. (Ahí, entre tanta belleza, reapareció la irlandesa “D” del otro día).
Más tarde llegamos al Faro de Fisterra, donde solía terminar el mundo antes del descubrimiento de América. Desde ahí se ve el punto exacto donde el océano parece tragarse el sol.
Es también el Km 0 del “Camino de Santiago a Fisterra”, una extensión de 83 km que muchos peregrinos hacen después de llegar a Compostela. Charlé con un par de ellos: uno venía desde Oviedo por el Camino Primitivo, otro había terminado el camino francés y lo estaba “cerrando” acá. Admirable.
En el puerto de Fisterra nos dimos una panzada de mariscos que justificó, sin dudas, mi posterior promesa de “empezar la dieta a la siesta”. Después de almorzar metí los pies en el mar: el agua era helada, como cuchillas, pero increíblemente refrescante. En ese rato también hice una videollamada con Naty y los chicos; me extrañaban, y la verdad, yo a ellos también.
La última parada del día fue Muxía, otro punto donde también finaliza el Camino de Santiago, esta vez el “Camino de los Faros”. Muxía es pura magia: rocas gigantes, mar embravecido y una iglesia al borde del acantilado que parece resistirle al viento desde hace siglos.
De regreso a Santiago, terminé de leer Cuentos de robots. Una antología linda, con varios relatos memorables, aunque con un detalle insólito: en uno faltaba literalmente la última hoja. (Inaceptable, aunque gracioso).
Ya en el hotel, me bañé, respondí unos mails del laburo y salimos todos al Tour de los misterios de Compostela. Lo guiaba un tipo llamado Darak, que en gallego significa “roble”. Más druida que guía, el flaco nos llevó por iglesias, cementerios y callejones mientras mezclaba historia con paganismo. Me fascinó.
Visitamos la Iglesia de la Baraja, donde están representadas las cuatro sotas (fortaleza, templanza, prudencia y justicia); el cementerio de peregrinos, donde en la antigüedad dos de cada cinco no llegaban a destino; y un árbol embrujado que, según el hechizo que me tocó, me reveló que “debí haber estudiado filosofía porque es mi camino real”.
También pasamos por la Casa de la Balconada, escenario del asesinato de un arzobispo que terminó convirtiéndose en leyenda. Y conocimos los cruceiros, esas cruces de piedra que funcionan como elementos de protección espiritual en los caminos.
Entre “meigas fora” (hechizo que significa “brujas afuera” y te protege contra encantos) y relatos paganos, confirmé algo que ya sabía: amo los free walking tours. Son, para mí, la mejor forma de conocer una ciudad desde adentro.
Terminamos la noche tapeando en un barcito de Compostela, con la cabeza
llena de historias y la mente ya pensando en la próxima etapa del viaje: Gijón.
Día #10 - viernes 3/10: el adiós a Compostela y la tarde en Gijón
La mañana arrancó fresca, de esas que te invitan a tomarte todo con calma. No había apuro, de hecho. Desayuné sin prisa y disfruté el hecho de no tener ningún tour ni reloj que me corriera.
Los chicos se fueron a otro free walking tour, mientras yo me quedé en el hotel terminando de editar mi primer diario de viaje (el del Camino de Santiago). Cuando cerré el último párrafo, salí a caminar un rato y hacer unas compritas.
Pasé por Ale-Hop, ese Morph español lleno de boludeces adorables que te tientan aunque no las necesites. Me llevé un montón de pavaditas para Benja y Matute, y un par de cosas para mí también (porque, vamos tío, que estoy de vacaciones).
El lugar estaba atendido por un argentino, una venezolana y una colombiana: un combo latino total. Salí con la bolsa llena y el bolsillo… vacío. O como diría WhatsApp: “el bolsillo ha abandonado el grupo”.
De regreso al hotel, terminé de armar las valijas y nos fuimos a almorzar algo rápido: unas tremendas empanadas argentinas en El Trébol. ¡Sí, cruzamos 12.000 kilómetros para comer empanadas! Pero qué le vamos a hacer, el paladar argento no se negocia.
Por la tarde, tomamos un taxi hasta el aeropuerto para retirar el auto alquilado: un Citroën DS7 automático que parecía nave espacial. Hubo un par de momentos de tensión familiar (porque todos nos creemos copilotos profesionales), pero por suerte salió todo bien.
Manejé hasta Gijón, con Fran de copiloto y la ruta en modo autopista impecable, bordeando paisajes verdes y colinas que te obligan a mirar por la ventana todo el tiempo. El auto volaba; el viaje fue realmente un placer.
Llegamos alrededor de las 17:30 hs. Estacionamos en un parking, subimos al departamento alquilado y, después de un café y un descanso rápido, salimos rumbo a la playa.
¡Qué ciudad hermosa! Gijón me enamoró al instante: su aire marítimo, sus calles tranquilas y esa mezcla justa entre lo moderno y lo clásico. Caminamos por la catedral, el puerto y terminamos en la Playa de San Lorenzo, donde el agua estaba espectacular.
Nos llamó la atención la cantidad de perros sueltos: resulta que de octubre a abril están habilitados para entrar a la playa. Había casi tantos perros como personas, o quizás más, todos corriendo felices entre las olas.
La noche fue perfecta: 22 grados, sin viento, y un atardecer de esos que te obligan a guardar el celular para mirar de verdad. Subimos caminando hasta el Elogio del Horizonte, la escultura gigante de Chillida que mira al mar desde lo alto del cerro.
En el camino nos cruzamos con un argentino que tocaba la guitarra en la calle; le pedimos “Tan solo” (de Los Piojos) y la sacó como un campeón. Momento Argentina País.
Bajamos por los callejones empedrados de Cimavilla, el barrio antiguo de Gijón. Entre faroles, murales y barcitos con música en vivo, caímos en una sidrería típica.
La sidra es la bebida emblemática de la región, y acá se sirve de una
forma única: el mozo la sirve desde lo alto, dejando caer el chorro al vaso
para airearla. Pedimos unas tapas variadas y cachopos —básicamente
milanesas gigantes con jamón y queso— acompañadas de ensalada y papas. Un
cierre glorioso para un día que, sin planearlo demasiado, terminó siendo redondísimo.
Día #11 - sábado 4/10: ¡Peligro! Una llegada caótica a Lourdes (Francia)
Nos levantamos temprano, a las 7 de la mañana, con Tommy. Salimos a trotar hasta el Elogio del Horizonte, esa escultura monumental que domina Gijón desde lo alto. Queríamos ver el amanecer desde arriba… y valió la pena.
El cielo se encendía de naranja sobre el mar, y a lo lejos se distinguían los restos de murallas y castillos que recuerdan el pasado romano de la ciudad. Gijón fue, alguna vez, una fortaleza. Hoy es pura belleza, un equilibrio ideal entre historia y arte.
De regreso al departamento, desayunamos tranquilos: mate y bollería (vamos, facturas, como decimos en Argentina). Entre sorbos y migas, discutimos los planes del día. Había propuestas varias —hacer un free tour, pasar la mañana en la playa, acompañar a mamá a misa—, pero después de un rato de idas y vueltas, decidimos salir cuanto antes rumbo a Lourdes, en Francia. A las 10 ya estábamos en ruta.
Esta vez arrancó manejando Fran, que es mejor que yo en todo (y particularmente en la conducción). Yo aproveché el tramo para adelantar trabajo que debía enviar a la editorial: textos corregidos, fotos de perfil, biografía. Todo marchaba bien hasta que, después de almorzar liviano en una estación de servicio, me tocó tomar el volante.
Ahí empezó uno de los momentos menos disfrutables del viaje. La lluvia cayó con fuerza durante buena parte del trayecto, las rutas se hicieron interminables y el humor general se fue nublando junto con el cielo.
Entre la impaciencia de mi vieja, las quejas constantes, un peaje que no funcionaba, una francesa que no puso mucha voluntad para ayudarnos y una estación de servicio donde tuvimos que cargar nafta manualmente sin entender nada del sistema… la tensión se respiraba.
Fueron seis horas largas. Sentí que todo lo que hacía era observado, comentado, juzgado. Y eso, en un viaje largo, pesa. Fue simplemente un mal día: de esos en los que el cansancio y la convivencia hacen su efecto.
La llegada a Lourdes fue igual de enmarañada. Calles diminutas, autos por todos lados y hordas de turistas caminando entre carteles luminosos. Por suerte, Fran volvió a tomar el volante, porque con mi nivel de cansancio y el quilombo de gente, me habrían puesto al borde del colapso. Nuestro departamento estaba justo en el corazón de la ciudad, rodeado de tiendas religiosas, luces y letreros que le daban cierto aire a barrio chino.
Por la noche, yo ya un poco más tranquilo, salimos a cenar y luego fuimos con mis hermanos al único bar de Lourdes con algo de onda: Les 100 Culottés. Y ahí, como suele pasar en los viajes, todo se dio vuelta.
Charlas con desconocidos —franceses, paraguayos, colombianos, un poco de todo—, risas sinceras y música en vivo. La tensión del día se disipó en un rato, como si el cansancio se hubiera transformado en alivio.
Al final, acabó siendo una noche inesperadamente linda. Una redención en
todo sentido. Y recordé que los viajes no son solo los lugares que visitamos,
sino también esos momentos en los que logramos soltar lo que nos pesa y dejar
que la vida nos sorprenda otra vez. Nochón.
Día #12 - domingo 5/10: Lourdes y monjas con carácter
Hay días que no se parecen a los demás. En Lourdes, entre plegarias, montañas y mates tibios, sentí que algo se movía —no afuera, sino adentro.
Nos levantamos temprano, metimos desayuno de hotel y paseíto por el centro. Francia me pareció un poco más cara en comparación con España. Los precios dolían más que los rezos. Claro que también hay sueldos más altos, eso nos habían contado anoche los latinos con los que charlamos en el bar.
Después fuimos hasta el Santuario de Notre Dame. No soy creyente, pero el lugar te pega igual. Hay una solemnidad que te aplasta el pecho. Todo es imponente: la piedra, las columnas, la gente en silencio. No hace falta creer para conmoverse.
Mientras mamá entraba a misa en la capilla San José, con mis hermanos hicimos el Vía Crucis (unos 3 km de caminata en ascenso) y nos tomamos unos matienzos afuera, disfrutando ese solcito que se cuela entre las montañas.
En realidad, los mates fueron más bien una excusa para esperarla. Salió al rato, charlando con el sacerdote y Thomas, el flaquito que tocaba el órgano, ambos argentinos. Lourdes, o Buenos Aires, con más incienso.
Más tarde me abrí del grupo. Quería averiguar por un lugar que alquilara bicis. Iba caminando y escuché un acento argentino. Le tiré: “no sabés lo lindo que es escuchar esa tonada”. Era Candela, una argentina que vive acá con su novio y la familia de él. Ella labura en un hotel y el suegro tiene un local de empanadas llamado Tango.
Candela me contó que se acostumbró al ritmo del pueblo, a la mezcla entre turistas desesperados por un milagro y locales que ya ni se inmutan. Me quedé pensando en eso: los argentinos nos las arreglamos en cualquier parte del mundo, hasta entre vírgenes y procesiones.
Otra cosa que noté: mucha gente pidiendo monedas. Y se ponen densos. Te persiguen con la mirada, con la historia, con la mano. Lourdes tiene ese contraste raro entre lo sagrado conviviendo con la necesidad más cruda.
A la tarde nos reencontramos el Clan Sívori para un tour guiado por una monja mexicana, una mujer carismática, divertida y con más carácter que muchos sacerdotes juntos.
Nos contó la trágica historia de Santa Bernardita y sus 18 apariciones de la Virgen. Fue una charla fuerte. En un momento largó: “No pidan dinero ni salud. Pidan santidad.” Nos reímos, aunque en el fondo pegó. Algo de razón tenía la monja.
Su manera de hablar era tan intensa que entre sermón y anécdota nos metía un tirón de orejas colectivo. “Los milagros existen —decía—, pero hay que estar despiertos para reconocerlos.” Por momentos el Lupa escéptico se fundía con el Lupa más místico. Porque la verdad que algo en su tono te llegaba.
En medio del recorrido terminé ayudando a una abuela peruana en silla de ruedas. Se llamaba Clara Margarita. Había que subir colinas, empedrados, escalones… ¡un crossfit brutal!
Fran empujaba a otra abuelita y nos mirábamos con cara de “esto es material para un capítulo de Seinfeld”. En un momento, la señora me contó que “Luciano” había sido una persona muy importante para ella: había sido su mayordomo. Me reí por la ironía. Yo, empujando una silla cuesta arriba en Lourdes, reemplazando a su mayordomo histórico. El Barba de Arriba es un hdp.
El tour terminó y nosotros seguimos caminando. Nos metimos en el Museo Castillo Fort Pyrenean. La entrada costaba 8 euros y valió cada uno. Es un castillo medieval con más de mil años de historia, que fue residencia de condes, fortaleza militar y hasta prisión real. Desde sus murallas se ve toda la ciudad, el Santuario y los Pirineos de fondo. Un paisaje que te deja sin palabras.
Mientras miraba desde arriba, pensé en mis hijos. En cómo les habría encantado correr por esos pasillos antiguos, mirar las montañas y escuchar las historias de caballeros y batallas. Se los empieza a extrañar fuerte. Hay paisajes tan lindos que duelen un poco más cuando no podés compartirlos.
Cerramos el día cenando en un barcito donde el francés que nos atendía no
hablaba ni español ni inglés. Encima andaba a las corridas y éramos
prácticamente su única mesa. Entre señas y mímica, logramos pedir la comida.
Fue un diálogo de gestos universales: el hambre. Al final, terminamos comiendo
todos, felices. Un pequeño milagro cotidiano, sin vírgenes ni procesiones, pero
milagro al fin.
Día #13 - lunes 6/10: Día de trekking por los Pirineos
Arranqué la mañana desayunando solo —tecito, fruta y galletitas— mientras miraba el primer episodio de la última temporada de My Hero Academia. Todo era felicidad. Silvia, Tomás y Gastón habían salido temprano a buscar agua bendita y Fran se levantó más tarde. Yo aproveché para salir al centro a buscar una casa de cambio.
Una vez que resolví eso, me calcé las zapas y salí a trotar hasta el Lago de Lourdes, unos cinco kilómetros de pura postal. Un lugarcito increíble, rodeado de bosques y senderitos, con el murmullo de los Pirineos cerca. El plan original era ir con mis hermanos en bici, pero no terminamos de coordinarlo, así que decidimos encontrarnos más tarde en el funicular, a las 12.30 hs, para almorzar arriba.
Durante la caminata terminé de escuchar la primera parte de The Fellowship of the Ring, casi nueve horas de audiolibro. Me encantó. Ahora me muero de ganas de volver a ver las pelis de El Señor de los Anillos.
El día era fantástico: unos 15 grados, solcito, sin viento. Entendí que, pese a la lluvia al llegar, habíamos sido muy afortunados con el clima durante todo este viaje. Y sigo maravillándome con los pequeños detalles que marcan la diferencia en el primer mundo: baños públicos impecables, fuentes de agua potable, señalización excelente y autos que siempre frenan para dejarte pasar. ¡Qué lejos estamos de esto en Argentina!
Nos encontramos todos en el Funiculaire du Pic du Jer (13,5 € ida y vuelta). El paseo fue una joya. Arriba hay senderos para caminar y vistas increíbles de los Pirineos, de Lourdes y sus alrededores. Fue construido en 1900 por el ingeniero Chambrelent, y tiene una longitud de 1.110 m con túneles tallados en roca caliza. La estación de partida está a unos 450 m de altitud, y desde la cima se ve todo el valle de Argelès-Gazost, Tarbes, Pau… una belleza total.
Tomar unos mates con la familia y esas vistas fue impagable. Almorzamos ahí mismo, muy bien y a precio razonable (entre 18 y 22 € por persona, promedio en todo el viaje).
A la tarde mamá quiso participar de un rosario, así que nos quedamos haciéndole el aguante. Después se metió en misa y nosotros aprovechamos para tirarnos en el pasto y tomar unos mates. Momento simple, tranquilo, de esos que quedan.
Por la noche, cerramos nuestra visita a Lourdes con un toque bien argentino: Tango Empanadas, aquel local atendido por Emilio (el suegro de Candela, a quien había conocido el día anterior).
Fuimos con Silvia y Tommy y nos quedamos charlando un rato. Emilio es odontólogo y se vino con su mujer desde Argentina para probar suerte. También estaba Daniela, una piba full hippona de San Juan que labura en un hotel de Lourdes.
Hubo un lindo momento de fraternidad argenta: risas, anécdotas y un par
de empanadas que estaban tre-men-das. Nos despedimos de Lourdes con el corazón
lleno. Próxima parada: Madrid.
Día #14 - martes 7/10: salida de Lourdes y llegada a Madrid
A las 8 a.m. ya estábamos en ruta rumbo a Madrid. Fue un viaje largo, muy largo —unos 650 km—, de esos que se sienten eternos, si bien tranquilos. Todos los inconvenientes que habíamos tenido al llegar desaparecieron mágicamente.
Manejó primero Fran, después yo unas tres horitas y el último tramo volvió a agarrar el volante él, que no solo maneja mejor, sino que (como siempre digo) además es una versión mejorada de mí en todos los aspectos.
Llegar a Madrid se sintió como cruzar una meta importante. Me había quedado con ganas de explorar más esta ciudad al llegar a España, y ahora íbamos a tener dos días y medio para hacerlo con calma. El plan era simple: paseos, compras, tapas y, si se daba, algo de teatro.
El departamento esta vez quedaba en barrio La Latina, un lugar un poco más alejado del centro que el anterior, pero con su encanto bohemio. Apenas llegamos, nos duchamos, nos ordenamos un poco y salimos a devolver el auto para dar por terminado el tramo “rutas francesas”. El clima acompañaba perfecto: sol y unos 24 grados.
A la tarde arrancó la parte cultural del día: fuimos a Microteatro, donde la temática del mes era la ecología. Vimos tres obras: dos comedias muy divertidas y una súper dramática que nos dejó medio en silencio. Una linda experiencia, aunque —si soy honesto— no sé si me llegó tanto como las que vi en Rosario o en CABA.
Antes del teatro, mientras tapeábamos, se sumó el Emi Castro, amigo de Fran. Tipazo total. Entre charla, tapas y risas, la tarde se volvió madrileña en serio.
Después del microteatro dejamos a mamá en casa y terminamos la noche en Sala
Equis, un bar temático que mezcla cine y tragos. Te proyectan una peli en
blanco y negro, te tirás en sillones con una birra y pochoclos. Un gran plan,
distinto y relajado, espléndido para cerrar el día de llegada.
Día #15 - miércoles 8/10: Tour, bici y lanzamiento de hachas en Madrid
Me desperté a las seis y media, no sé bien por qué. Puse una peli —The Shrouds, la última de Cronenberg—, me hice unos mates y aproveché el silencio de la mañana para adelantar cosas del blog. Madrid seguía dormida y por un momento sentí que la ciudad era mía. Afuera, nada se movía. Adentro, el ruido era mi cabeza.
Después salimos a pasear por el centro: Plaza Mayor, Mercado de San Miguel y alrededores. Gasty aprovechó para cortarse el pelo en Kinze (barbería histórica), y seguimos rumbo a Puerta del Sol, donde la multitud era una marea interminable. A las once nos separamos: con Tommy queríamos meter un Free Walking Tour mientras los demás siguieron en #ModoShopping.
Nuestro guía, Andrés —un tipo con una pasión contagiosa—, arrancó contándonos que Madrid significa “madre de vida” o “manantial de agua”. En el año 800 d.C. acá no había nada: solo bosque y ruinas romanas, hasta que llegaron los árabes. Doscientos años después, el rey Alfonso los expulsó y empezó a formarse la ciudad que hoy conocemos. En Puerta del Sol está el famoso Kilómetro Cero, punto desde donde parten todas las rutas radiales del país.
Entre las muchas curiosidades que tiró, me encantó la historia del bocadillo de calamares: nació porque el pescado llegaba desde la costa justo antes de pudrirse, y se convirtió en una comida barata para alimentar a las masas.
También nos contó que durante los 356 años que duró la Inquisición Española, se quemaron “solo” 59 personas (número bajo para lo que uno imagina) y que la hoguera era más símbolo que castigo, porque generaba mucho mal olor y era difícil de controlar.
En Plaza Mayor, donde hoy se pasean turistas y artistas callejeros, antes se hacían ejecuciones, orgías, mercados, coronaciones y corridas de toros. Ahí mismo nos explicó el funcionamiento del garrote vil, un mecanismo de tortura eufemísticamente “eficiente” inventado en España.
Seguimos caminando entre calles estrechas hasta El Botín, el restaurante más antiguo del mundo. Opera desde 1725, su horno nunca se apagó y todavía sirven el clásico cochinillo.
Pasamos también por el último tablao flamenco tradicional de Madrid, donde la guitarra y la improvisación siguen siendo protagonistas, y por la farmacia más antigua de España, de 1578, el único museo del mundo donde también podés comprarte un paracetamol.
Entre anécdotas, túneles secretos y escaleras de piedra, Andrés nos fue mostrando que Madrid no se recorre: se desentierra. Fue un tour espectacular, de esos que te hacen ver la ciudad con otros ojos. Diez de diez.
Almorzamos con la familia en My Pasta, My Art, un local sencillo con un concepto encantador: te armas tu propio plato. Yo diseñé unos spaghetti cinco formaggi con atún y cebolla caramelizada que me devolvieron el alma al cuerpo. Después volví al departamento para hacer unas cosas de la universidad y recargar el celu.
A las cinco de la tarde salí solo a pedalear. Había podido gestionar las BiciMad, eco-bicis de Madrid, con mi número de España y la tarjeta de crédito del Emi.
No hay placer más grande que perderse en bici por una ciudad desconocida. Anduve sin rumbo, siguiendo instintos, hasta llegar al río Manzanares, con su costanera ancha, llena de árboles y plazas que invitan a quedarse. Luego pasé por el Parque del Oeste, donde aprecié mucho verde y unas bajadas espectaculares.
La Puerta de San Vicente brindó un aire fresco que me despejó la cabeza. Dejé la bici al cumplirse la hora (sale 1 euro la primera, 3 después), caminé un rato, hablé con Naty, escuché a Alejandro Sanz (porque #España) y tomé otra bici para volver a casa. Madrid se veía distinta desde el manubrio.
Esa noche, ya con la nostalgia asomando, hicimos una picada en casa con birras y buena charla. Se sumaron Guille —un porteño amigo de Tommy que anda viajando por Europa— y también Emi, así que el grupo se agrandó.
Para cerrar el viaje, caímos a un bar medieval, ambientado hasta el último detalle: luces tenues, música de época, cascos y capas para disfrazarse. Pedimos hidromiel, una especie de sidra dulce y caliente (horrible), y nos divertimos tirando hachas contra una diana como si fuéramos vikingos desquiciados. Un PLANAZO.
Sobre la medianoche pasamos por un bar de videojuegos, con máquinas arcades y birra. Nostálgico, sí, pero nos aburrimos rápido. Igual, valió como cierre simbólico. Así terminamos Madrid. Y también el viaje.
Madrid fue el broche absoluto para estos días: viva, ordenada y hermosa.
Me voy con la sensación de haber vivido mucho en poco tiempo. De haberme
perdido y encontrado en las mismas calles. Y con esa certeza que solo deja un
gran viaje: que siempre hay otra historia esperándonos, en algún lugar del
mapa.
Día #16 - jueves 9/10: ¡Fin de viaje! El melancólico regreso a casa
La última mañana en Madrid tuvo ese aire espeso que viene con los finales. Ese momento en que el mate sabe distinto, las valijas parecen más chicas y todo lo que era cotidiano se empieza a volver recuerdo.
Armar el equipaje fue una odisea: nada entraba como antes, los regalos se multiplicaron misteriosamente y terminé separando una bolsita de emergencia con cosas que ya no entraban en ningún lado. Viajar es también eso: aprender a perderle miedo al desborde.
A las 15.30 teníamos que salir hacia el aeropuerto de Barajas, pero antes había unas horas sueltas. Pensé en Nadia y el Eze, amigos con los que me quedé con las ganas de ver. Viven en el sur de España y la logística nunca cuadró. Tampoco pude llegar a ver a Mar, que está cerca de Oviedo. Es una amiga que conocí durante mi viaje a Mendoza hace unos años. Serán pendientes para un próximo viaje.
También tuve que tachar de la lista el Museo OXO de videojuegos: sabía que recorrerlo tranquilo me iba a llevar al menos dos horas, tiempo con el que no contaba. Preferí que ese rato final en familia, sin apuro ni tanta agenda.
Dejamos las valijas en un locker y salimos a caminar. Madrid vibraba. Todo el mundo se preparaba para la Fiesta de la Hispanidad del 12 de octubre: escenarios montándose, calles cortadas, gradas, ensayos de bandas militares. Una ciudad en movimiento, celebrando toda la cultura hispanoamericana.
En una tiendita donde compré una pavada para un amigo, la vendedora me contó que al día siguiente tocaban gratis Miranda! y Babasónicos, en Paseo del Sol. Me reí solo: cruzás el océano y, aun así, el destino te guiña con bandas de tu adolescencia.
Cerramos el paseo en Parque El Retiro, ese lugar que había sido punto de partida del viaje y que ahora funcionaba como su cierre perfecto. Mate en mano, frente a la laguna, sentí que todo hacía un círculo. Esta vez, sí, me di el gusto: saqué una BiciMad y lo recorrí entero.
Me impresionó lo cuidado que está, la energía, los rincones escondidos que parecen diseñados para perderse un rato. El Palacio de Cristal, aunque cerrado por restauración hasta 2027, seguía brillando entre los árboles, como si respirara por su cuenta.
En el horario pactado (15:30 hs) emprendimos la marcha hacia el aeropuerto. Tres combinaciones de subte, mochilas, valijas y ese silencio medio triste que anticipa el final. En Barajas, Gasty se separó del grupo: él volaba hacia Alemania, nosotros a casa, en Argentina. Abrazos, promesas de reencuentro en verano y cada uno a su puerta de embarque.
Antes de volar, tuve mi cuota de karma viajero: “control aleatorio”. Me hicieron tirar desodorante, crema de afeitar y unas latitas de IPA que llevaba para mi viejo. Sabía que podía pasar, pero igual me la jugué. Después vino el contraste: almorzar algo en el salón VIP (beneficio cortesía de Fran y mi vieja, porque yo sigo siendo un humilde proletario aéreo).
Y así, entre bocados y desodorantes confiscados, se fue cerrando el viaje. El avión despegó y vi Europa achicarse por la ventanilla. Sentí esa mezcla extraña entre alivio, gratitud y nostalgia que solo entiende quien alguna vez volvió de un viaje largo.
La llegada a Buenos Aires fue todo lo contrario: caótica, lenta, un baño
de realidad con jet lag incluido. Pero eso ya pertenece a otro tipo de relato,
uno más doméstico, sin glamour ni mapas.
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Otras notas sobre TREKKING, VIAJES y SENDERISMO en el blog: “España 2025: el Camino de
Santiago (diario de viaje)”; “Alma salvaje y las
películas de senderismo”; “Cerro Tres Picos: haciendo
camino al andar”; “Refugios en Bariloche:
diario de viaje”; “Un book-tour por El Bolsón”; “Mis días por San Rafael”; “Mis días de Catamarca
(parte 2)”. <==
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