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miércoles, 27 de septiembre de 2023

“Los cuarenta y dos jueces” (un cuento para el Mundial de Escritura)

 

En estos días estoy participando del Mundial de Escritura. Es la décima edición, pero la primera vez que me sumo. La idea es que escribís solo pequeños retos literarios que deben completarse en 24 horas, un texto por día durante 5 días. Luego deben elegirse los mejores dentro de un equipo que son los que se terminarán postulando.



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Un cuento para el Mundial de Escritura

Durante los días del Mundial se puede participar charlas variadas sobre literatura y, en todo momento, hay un gran sentimiento de comunidad, porque tenés a miles de participantes escribiendo bajo un mismo disparador.

Estamos a mitad de la competencia, donde las reglas se vuelven ya un poquito más complicadas. Lo importante era tener este contexto para poder introducir la génesis este relato (el #64 publicado en el blog).


Uno de los desafíos del Mundial era el de escribir un cuento que autobiográfico, si bien con un detalle particular: el hilo de la narración tenía que estar formado por las palabras y las frases que formaron parte de nuestra infancia y quedaron en nuestra memoria.

Lo que terminó saliendo fue “Los cuarenta y dos jueces”. Para mí es un relato hermoso, aunque (disclaimer) entiendo que -al tener tantos easter eggs hacia mi propia vida- el lector pueda perder interés rápidamente. Ojalá que ése no sea el caso. 

Se los comparto y luego me cuentan.

La versión narrada, para mi podcast, está por ACÁ.


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Los cuarenta y dos jueces

(Luciano Sívori)

 

—¿En qué estás pensando?

Llevábamos un buen rato en silencio, moviéndonos en una suerte de ascensor insonoro. La pregunta me tomó por sorpresa.

¿En qué estaba pensando? En todo, creo. En los dos días de casamiento en Pringles. En la primera vez que mis hijos tocaron la arena… o la nieve. En mi primera novela publicada (que es, básicamente, un ensayo sobre mi propia vida enmascarada en un coming-of-age). Pensaba en sexo… en mi olvidable primer polvo. También en el más memorable, el más épico, el más bizarro. Y todos los demás, aunque tampoco fueron tantos…

—No sé. Me acordaba de algunas cosas del pasado —dije.

—Es entendible, Lupa, este transporte suele generar todo tipo de recuerdos nostálgicos.

Que aquel extraño me llamara con la misma naturalidad y confianza que la de un amigo o mi propia familia me molestó un poco. Me llamo Luciano, pero me dicen “Lupa” desde que así me bautizó Juan Ignacio Echevarría en la escuela primaria. No puedo recordar a qué se debía el apodo. Sólo que pegó lo suficiente para que todos en la escuela comenzaran a llamarme así. Luego mi familia y pronto el barrio entero. El apodo no me molestaba en lo más mínimo. Por el contrario, me entusiasmaba no ser un “Lucho” más del montón. Siempre me gustó mi apodo y sus múltiples deformaciones. Lupax, Lupin, Lupera…

Viví toda mi infancia en Neuquén. Cuando cumplí 18 años, me fui a Bahía Blanca a estudiar y, de alguna manera, el apodo me acompañó. Eso estuvo bien. Aquellas épocas universitarias fueron de muchas risas y charlas con amigos, de sufrir mucho por los finales, de compartir vivienda. Recuerdo cada birrita al aprobar un examen, los mates con 9 de Oro, las múltiples mudanzas por escalera (un futón es siempre la peor parte). Recuerdo las llamadas de mi vieja los fines de semana. Ese profesor que me enseñó que lo perfecto es enemigo de lo bueno. Las salidas improvisadas. La melancolía de cerrar algunas puertas. El entusiasmo por los nuevos comienzos.

—¿Falta mucho? —quise saber.

—No, no falta mucho… —me respondió mi acompañante y agregó: —pero el viaje es más ameno si vamos conversando.

Le hablé de mi recibida como Ingeniero Industrial y de mi año en Panamá. Le conté de la suerte de haber tenido tres hermanos que son mejores amigos. Pasamos nuestra infancia jugando con la Sega y creando programas de radio berretas. Luego vino la despedida de mi hermano Gasty, que se fue a vivir a Japón. Fran, que pasó de ser el “enano” a ser el más alto de todos. Y que después llegó a vivir en Eslovenia y en España. Pensé en Tommy, el más reservado y también el del corazón más grande.

Pensar en mis hermanos me llevó a recordar a mis viejos, que nos criaron bajo el criterio de “sean felices, después vemos el resto”.

—Viajábamos mucho por Argentina con mis papás —relaté entusiasmado— al Sur, a Córdoba, a las Cataratas de Iguazú…

Me acordé del “qué feo que es andar en tinieblas” de mi vieja y pasé a narrarle la anécdota. Era invierno. Volvíamos desde Villa Pehuenia cuando empezó a correr un brutal viento blanco. Era una nevada que hacía imposible ver el camino de montaña que teníamos enfrente. Mi viejo tuvo que salir del auto a colocar las cadenas. Íbamos a 20 km por hora y se hacía de noche. Todos estábamos muy tensos y nerviosos. Entonces mi vieja, en su catolicismo absoluto, largó un “qué feo que es andar en tinieblas, ¿no?” Y todos estallamos en risas. Sirvió para relajar la mente.

Sirvió un montón.

Mi escolta sonrió. Fue en ese momento, y no antes, cuando comprendí que no era un humano. Su sonrisa no era maligna en absoluto. Pero tampoco era de este mundo.

—¿Quién sos en realidad?

—Ay… Lupa… es una pregunta difícil y no nos queda mucho tiempo. Soy tu primera novia, la que te metió los cuernos. Soy el tipo que te robó el celular y el anillo de bodas en aquella esquina de Zelarrayán y Paraguay. Soy el Dios en el que dejaste de creer cuando falleció la hermana de tu mejor amigo. Soy vos a tus 8 años, a tus 15 y a tus 22… y vos, ¿quién sos en realidad?

No supe que responder. Yo soy yo, ¿no? Soy el mismo de siempre. Sigo mirando animé, dibujitos, leyendo comics, mirando todo el cine que puedo, jugando videojuegos, tomando cerveza, cantando en voz alta en la calle, saliendo a correr con la música de Switchfoot, amando las aceitunas y diciendo un 10% de cosas serias entre un 90% de humor estúpido. Soy yo.

—Estamos llegando, Lupa. ¿Ya estás listo?

—Creo que sí…

—No te vas a acordar de nada. Te vas a sentir como una hoja en blanco.

—Sí, lo sé… y, digamos, ¿no podría dejarme un mensaje a mí mismo o algo así? ¿Qué pasa si hago algo diferente y todo termina saliendo mal?

—¿Qué sería tan importante que quieras decirle a tu yo más joven?

Lo pensé unos minutos. Le diría que deje de querer controlar todo. Que se permita cometer errores. Que le resbale lo que piense el resto. Que se encare a Pili, total no la va a volver a ver más. Le diría que ser inseguro no está bueno y que perdonar se siente bien. No quemes etapas, disfrutá de tus quince a los quince; ya vas a disfrutar de tus treinta a los treinta. Durante tu adolescencia las cosas van a apestar mucho, pero mejoran antes de que te des cuenta. E incluso si no lo hacen, siempre podés escribir algo al respecto.

—Mejor no… —le dije a mi acompañante—. Si le contara a mi yo más joven ciertas cosas, él podría evitarlas antes de que sucedan. Pero entonces quizás yo nunca le habría dicho nada, con lo cual nunca habría intentado evitar esas cosas en primera instancia. En resumen: se arma alta paradoja temporal y desaparecemos todos de la faz de la Tierra. No está copado.

—No, no está copado —respondió con seriedad—. Llegamos.

Finalizamos el recorrido a la Sala de la Verdad. Osiris y los Cuarenta y Dos Jueces nos recibirían del otro lado. Mi corazón se haría pesar en la balanza de la justicia contra la pluma blanca de Ma'at, diosa de la verdad y del equilibrio armonioso. Si mi corazón resultara ser más ligero que la pluma, quizás podría volver a nacer. Vivirlo todo una vez más. Elegir caminos diferentes o, por qué no, exactamente los mismos. Volver a tropezar dos veces con la misma piedra. A lo mejor estudiar Filosofía en lugar de Ingeniería o llamar a mi primer hijo Felipe y no Benjamín.

Temblé. Un frío helado recorrió mi cuerpo.

—Tranquilo— me dijo Anubis—. Tenés un corazón duro, puro. Lo que te espera es igual de bueno. Sólo tendrías que preocuparte por…

No llegué a escuchar sus últimas palabras. La Sala de la Verdad me absorbió hacia adentro, dejando a mi acompañante detrás. Mientras pienso en qué es eso único por lo que debería preocuparme, una luz brillante me rodea completamente. Cierro los ojos y comienzo a aflojar. Respiro profundo y exhalo lentamente. Con cada respiración llego a un estado de relajación más elevado. La luz blanca fluye a través de mi cuerpo. Me permito quedarme dormido a medida que caigo más y más en un estado mental relajado. Ahora, mientras una voz cuenta hacia atrás de diez a uno, me voy sintiendo más tranquilo y en paz. Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Entro a un lugar seguro donde nada puede hacerme daño. Cinco. Cuatro. Una voz me dice que, si en algún momento necesito volver, lo único que tengo que hacer es abrir los ojos. Tres. Dos.

Uno.

Abro los ojos.

 



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