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sábado, 29 de junio de 2013

Una sonrisa torcida en la oscuridad (cuento)



La última noche en la vida de Griselda Grief se pincelaba como una más del montón. El viento del crepúsculo giraba en el cielo, silbando una melancólica balada. Era noche de estrellas mudas, tristes. Las calles soñaban en silencio. El mundo se había ido a dormir.

Los platos de cuatro días atrás seguían sucios, reacios a lavarse por sí mismos. Griselda protestó ante otro mediocre episodio de la telenovela del canal público. Entró al baño con un andar pesado y cerró la puerta. El espejo le devolvió una nueva mirada de reprobación, idéntica a la del día anterior. Mientras se cepillaba los dientes, se preguntó quién había diseñado aquella nariz tan larga y ligeramente puntiaguda. 

¿A quién se le había ocurrido combinar una sonrisa medio torcida con esa espantosa protuberancia en el labio inferior? Sus gruesas y disparejas cejas terminaban por completar la imagen de un monstruo.

Ingresó al dormitorio, con todo el peso de sus vírgenes 34 años encima, y se desvistió. 

Sabía lo que le esperaba. Nunca nadie iba a sentir pasión por ella. La gente de su alrededor se había enamorado, había hecho el amor infinitas veces. Estaban casados y tenían hermosos hijos. Griselda nunca había recibido, siquiera, una invitación a pasar Navidad. Aunque fuera de alguien con culpa de verla cenar sola durante cada fiesta. ¡Lo que habría deseado una contraparte masculina, obesa y deforme, invitándola a tomar un café! Podrían haber jugado a que se amaban y adoraban, simplemente para evitar una desgarradora verdad: ambos estaban estremecidos  por la idea de morir solitarios.


Ya con su largo camisón encima, se acercó a la esquina del cuarto y movió el dedo a través de las hojas de su estantería. Le gustaba pensar en su habitación como una Biblioteca de Babel  –aquella  que concibiera Borges– en miniatura. Claro que ella no disponía de un indefinido entramado de galerías hexagonales, limitadas por barandas y con una cantidad incalculable de publicaciones. Pero esa habitación era su pequeño orgullo.


Allí había cuatro ediciones distintas de “Mujercitas” (novela que le regalara su difunto padre y que leía, por lo menos, una vez al mes), obras de teatro greco-latinas, relatos de suspenso de Harlan Ellison y novelitas de ciencia ficción de Bradbury y Asimov. ¿Qué tamaño tenía su biblioteca? Eran siete estantes de madera, cada uno conteniendo unos treinta libros apilados sin ningún orden lógico. También era posible hallar una primera edición del “Ulises” de Joyce, “La invención de Morel”, una docena de novelas de Danielle Steel y otras tantas de Allende. ¿Qué leería esa noche, esa última noche?

Recorrió cada libro con su dedo anular hasta llegar a uno desgastado y amarillento. Lo tomó. No decía nada en la tapa ni en la contratapa, y se encontraba muy maltratado. 

Como bibliotecaria en esencia, ver un libro en esas condiciones era el equivalente a un niño pobre y sucio, muerto de frío en la calle. El ejemplar parecía haber recorrido miles de kilómetros antes de llegar a su desordenada rinconera.

Abrazó aquel nuevo hallazgo con ternura. ¡Cómo le apasionaba leer! Cuando alguien crea una historia, pensó al enredarse en las sábanas de su cama, se convierte en el Dios de minúsculas e intrincadas dimensiones. ¡Tantos mundos! ¡Tantas vidas por ser vividas! Bien podía ser la última mujer del mundo, pero sus historias siempre estarían allí para acompañarla.

Abrió las páginas, casi deshechas, en profunda reflexión. Dentro de un par de horas el vino circularía rojo dentro de la bañera y “Across the Universe” se escucharía fuerte, escoltando el abatido final.


Griselda inspeccionó una página aleatoria:

“Roberto, concentrado en la historia de una hermosa princesa que se siente una aberración, exhaló profundamente. El aroma a café inundaba la sala”.

Miró extrañada a su alrededor y continuó con su lectura:

“Yo también me siento solo –dijo él en voz alta– anotá mi número: 2995553768. Podemos tomar algo y hablar”.

Sin poder explicar el motivo, ella tomó su celular y marcó el número. Se sintió estúpida, infantil. ¿Qué tan loca había que estar para escribirle a un personaje de ficción? Redactó un breve mensaje, y al instante llegó una respuesta que la dejó desconcertada:

“¡Hola, Griselda! Justo estoy leyendo el cuento donde me escribías. También adoro a los Beatles. =)”.


… Y un olorcito a café –delicioso, enloquecedor, recién colado– comenzó a sentirse desde la habitación, inundándolo todo. “La semana que viene, tal vez…”, recapacitó Griselda con una sonrisa torcida en su rostro mientras se levantaba de la cama.

6 comentarios:

  1. Muy buen cuento Lu !
    Saludos

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  2. Meterse en la historia, pertenecer a ella... ¡Cuánto le debemos todos a los parques de Cortázar!

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    1. Y si, obviamente Cortázar estuvo presente como fuente de inspiración. Ese cuento de Cortázar fue el primero que leí de él y me llevó a engancharme con su obra. Genial. Impecable.

      ¡Gracias por pasar!

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  3. Me gustó bastante, no pude dejar de pensar en una escena parecida (parecida, no igual ni similar) a la del libro "Recetas para salvar el mundo" de Rosa Montero

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    1. ¡Hey, gracias! Los cuentos míos suelen ser del estilo: alegóricos, simbólicos, y casi siempre de suspenso. Este, particularmente, no es de mis favoritos pero sí tiene un par de cosas interesantes para decir, me parece.

      No conozco ese libro... ¿cual es la escena? Quizás sea una obra del sincronismo, jajaja...

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