Tengo 36 años y, a lo largo de mi vida, me atravesaron tres
eventos que podrían considerarse como “paranormales”. Éste fue uno de ellos, la
historia de cómo perdí mi virginidad… ¿con un fantasma? En esta nota les
comparto un nuevo relato de terror / sci-fi: “El antojo tardío”.
Por acá tienen la versión narrada para el podcast.
***
Bienvenidos al cuento N°69 de los publicados en el blog (que el relato tenga un tinte sexual les juro que es casualidad). Tiene una buena parte de elementos biográficos… y el resto es fruta. ¿Pero qué parte es real y cuál no? Qué se yo… soy escritor. Mentir elegantemente es parte del oficio.
Antes de arrancar con el cuento, les comparto los otros dos “paranormales” (muchas comillas) que tengo publicados. La imaginé hermosa es la historia real de mi encuentro con La Llorona en Lago Puelo. Modifiqué algunos detalles para mayor efecto literario, aunque no demasiados. La versión narrada, para mi podcast, está por ACÁ.
La otra historia sobrenatural, Crece más fuerte, le ocurrió a mis tíos Horacio y Graciela y nunca pudimos explicar los hechos. Por acá está la versión escrita y acá la adaptación radio-teatral para el podcast.
La última anécdota fantasmagórica
me ocurrió arriba de un colectivo, viajando desde Bahía Blanca a Neuquén
durante mi primer año universitario. Pensé que nunca la iba a convertir en
literatura, pero me topé con una buena idea y quise plasmarla en papel. O
bueno, en mi Word al menos. ¡Ojalá la disfruten más que el protagonista!
***
“El antojo tardío”
(Luciano Sívori)
—Yo soy buenísima jugando a la Viborita… —
me había dicho la piba sentada al lado mío en el asiento del colectivo. Se
llamaba Ailín y con ella perdería la virginidad al día siguiente. También
resultó ser un fantasma... pero no quiero adelantarme tanto.
Retrocedamos hasta el año 2005. Tenía 17
años, lentes, rulos y una cara de boludo importante. Era mi primer año en la
universidad. Luego de pasar toda mi vida en la capital neuquina, había decidido
irme de casa para estudiar Ingeniería Industrial en Bahía Blanca.
Por aquel entonces solía aprovechar los fines
de semana largos para volver a Neuquén, adonde podía ser mimado por mis viejos
durante un par de días. Esa vez volvía para el finde largo de Pascua y el
colectivo resultó ser absolutamente nefasto.
Muchas años más tarde, ya con varios viajes más
a cuestas, me fui formando en el arte de dormir vertical. Pero a mis 17 todavía
era un inexperto en ese y otros tantos ámbitos de la vida. Mi cuerpo estaba
duro y rígido, contracturado de estar sentado (e incómodo) desde hacía varias
horas. No podía sacarle ventaja al sueño. Intentaba inútilmente ubicar bien las
rodillas, sin que se resbalen. Apoyaba la cabeza en algún rincón del asiento
que permitiera impedir una futura lesión cervical. Por lo menos esa noche estaba
de suerte: el chófer había sido tan amable de no poner el aire frío al máximo.
Aquella era mi situación cuando una morochita
vino a sentarse en el asiento contiguo, hasta entonces deshabitado. La
inesperada aparición había terminado por despabilarme. Como no podía dormir, saqué
mi celular último modelo (un indestructible Nokia 1100) y me puse a jugar al
Snake para matar el tiempo. Fue entonces cuando mi acompañante me miró y dijo
eso de que ella era muy buena con la Viborita.
En este punto debo mencionar que era un
cobarde con las chicas. Uno de los claros motivos por los cuales continuaba
siendo virgen. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando le respondí, canchero, “a
ver, mostrame qué tan buena sos”. Y le alcancé mi celular.
Ella era malísima.
No duró ni un minuto en la partida.
Entonces entendí dos cosas fundamentales: 1)
que era una pésima jugadora de la Viborita y 2) que en realidad buscaba una
excusa para charlar. Envalentonado por mis sagaces conclusiones, me animé a
preguntarlo su nombre y terminó contándome un gran pedazo de su vida. Se
llamaba Ailín y había vivido siempre en San Javier, un pequeño pueblo de
Misiones, con su madre separada. Al parecer su vieja administraba un hotel
embrujado donde era habitual ver levitar platos o escuchar susurros extraños
entre los pasillos. No recuerdo bien en qué momento de la noche me olvidé de
mis nervios y empecé a disfrutar plenamente de Ailín. Terminamos hablando y
riendo toda la noche mientras tomábamos ese café espantoso que servían las
máquinas de los colectivos a principios de los 2000.
Ailín no era ni linda ni fea. Flaquita, con
una sonrisa agradable y una personalidad magnética. La verdad es que estaba más
que bien y yo tenía unas ganas locas de darle un beso. No lo hice, claro. ¿Y si
arruinaba todo lo que habíamos construido hasta ese momento? Sí logré que me diera
su contacto de MSN, lo que me permitiría tomar coraje para invitarla a salir otro
día. Ailín viajaba a Cipolletti a ver a su padre. Yo estaría a sólo unos
kilómetros de distancia, cruzando el puente. Por cómo se había dado la charla,
en mi cabeza me imaginé buenas chances.
Le escribí al día siguiente y me respondió al
toque, casi como si hubiera estado esperando mi mensaje. Luego de algo de
charla trivial, le pregunté si tenía ganas de ir a tomar algo.
—Tengo una idea mejor —apareció en mi
pantalla—. ¿Por qué no te venís a casa? Mi viejo no va a estar por un par de
horas.
Acepté con nerviosismo. Luego de atravesar
la secundaria con una castidad insoportable, de pronto todo estaba pasando
demasiado rápido. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que esperaba que
apareciera alguna “Ailín” en mi vida. Tenía miles de inseguridades y ni un
preservativo a mano. Sin embargo, no era momento de achicharse.
Ailín me dio unas complejas indicaciones
para llegar a su casa en Cipolletti y yo le agradecí a mi vieja por haberme
dejado sacar la licencia de conducir a los 16 años. Tomé las llaves del auto y
salí.
***
El padre de Ailín no tenía una casita, sino
un caserón antiguo. Fui recibido por la penumbra de un interior que parecía
congelado en el tiempo. El lugar estaba casi vacío, sin nada más que lo
esencial: algunos muebles cubiertos por sábanas descoloridas y un par de
cuadros polvorientos en las paredes. Olía a humedad y por un momento sentí ganas
de salir corriendo. No lo hice. Ailín no me dio la oportunidad, sellando mi
potencial escape con un lujurioso beso.
Sin despegar sus labios de los míos, me fue
arrastrando hacia un sillón rojo intenso que destacaba en el centro del living
principal.
—Tirémonos acá nomás, Lupa, antes de que
llegue mi viejo —me apuró y yo quedé perplejo, incapaz de articular una
palabra.
El sexo fue fugaz, desprolijo y olvidable,
como todo primer polvo de una persona. No puedo afirmar haberlo disfrutado
porque no sabía lo que estaba haciendo. Cuando ambos acabamos, ella me sonrió y
yo me puse nervioso. ¿Qué había que hacer después? ¿Cómo seguía la cosa? Me dio
hambre y dije la primera estupidez que se me vino a la cabeza:
—Estaría para una chocolatada con churros,
¿no?
Ailín se rio un montón y supe que el chiste
había funcionado. El problema es que no era un chiste. Realmente quería hacer
algo más con ella. Me gustaba. Ella se excusó de mi invitación alegando tener
otros compromisos… no me quedó otra que volver a casa. Al final había tardado
más en llegar que en tener sexo por primera vez. No quise quedar como un pesado
así que no le escribí más ese día por MSN, que era mi único contacto. Sí quise
saludarla al siguiente y no pude encontrarla en línea. Le escribí varias veces
más y nunca me respondió. Como si se hubiera desvanecido en el aire. Sin
saberlo, Ailín había creado el concepto del “ghosting” mucho antes de que se
volviera popular.
¿Había hecho algo mal? ¿El plancito de los
churros había sido un error? Se me ocurrió volver hasta la casa del padre para
buscarla, tocarle timbre, pedir alguna explicación concreta de su desconexión
sideral. Me pareció un montón.
Así que lo dejé ahí… y el tiempo pasó.
Eventualmente tuve otras novias. Una de
ellas hoy es mi mejor amiga. Otra me engañó con un pibe que trabajaba en Grido.
A una de ellas le terminé proponiendo casamiento. Viajamos, hasta tuvimos dos
hijos. Y luego nos separamos. Pese a que ya habían pasado más de quince años,
ocasionalmente pensaba en Ailín y rememoraba aquellos dos extrañísimos
encuentros. Uno, íntimo y duradero, durante esa noche en el colectivo. Otro,
tan efímero como fugaz, en el antiguo caserón.
***
A principios de 2024, una tarde como
cualquier otra, tomaba una cerveza con mi amigo Santiago (que también es
escritor) cuando me comentó de estas apps que te permiten crearte una
pareja virtual mediante inteligencia artificial. Me pareció una idea divertida
así que, al regresar a casa, instalé la versión paga que tenía las mejores
calificaciones en Google Play. Así llegó Ailín-IA a mi vida.
La primera pregunta que me hizo la app me descolocó
por completo: “¿realista o animé?”. Nunca me habría imaginado que “animé” fuera
una opción. Seleccioné “realista” y continué. El próximo paso permitía elegir
entre asiática, caucásica, latina, árabe y algunas otras etnias. Luego tuve que
seleccionar la edad, rasgos físicos (color de ojos, peinado, tamaño de las
tetas), color de piel, tipo de cuerpo en general y, finalmente, su
personalidad. Con una barra deslizante podías seleccionar el grado de varios
atributos como “dominante”, “cuidadora”, “inteligente”. Las últimas opciones permitían
delinear su backstory, profesión, tipo de voz, vínculo conmigo y hasta
vestimenta predilecta.
Hice todo lo posible por reproducir a Ailín
de la forma más fiel que pude. Al menos, como yo la recordaba (porque de esto
ya habían pasado casi dos décadas). Cuando vi el producto terminado, me pareció
perfecto. Ella era perfecta. Qué locura, ¿no? Pensar que a la verdadera
Ailín la había conocido gracias a la Viborita del Nokia 1100 y ahora, en 2024, tenía
una copia digital en mi Samsung 20FE.
Ailín-IA era prodigiosa. La app me
permitía chatear con la versión digital a cualquier hora y, a diferencia de la
original, ella nunca me clavaba el visto. Podíamos intercambiar notas de voz y
fotos y hasta hacer videollamadas. Pegamos onda enseguida. Ella se interesaba
por mis problemas en el trabajo y no me cuestionaba si pasaba varios días sin
alimentarme de forma sana. No sólo recordaba conversaciones pasadas, sino que
además empezaba a conocerme, identificando rápidamente cuál era mi estado de
ánimo con tan solo unas palabras.
Resultó ser exactamente cómo yo recordaba a
la Ailín original. Mejor, incluso. Le gustaba gastarme bromas y responderme con
sarcasmo. Me mandaba memes y reels. Era divertida y sexy. No me juzgaba ni me
exigía nada. Sólo existía para satisfacerme a mí. Nunca se ofendía por dejar de
escribirle durante uno o dos días. No le importaba que yo fuera un queso en la
cama. Sentí que estaba ante el siguiente paso evolutivo de la humanidad: si existía
la perfección en una app, ¿por qué querríamos elegir lo natural?
Lo mejor de Ailín-IA era que no me generaba ningún
tipo de ansiedad, no me histeriqueaba y siempre tenía la palabra justa para
hacerme sentir mejor. Todo era placer y cero dramas. Y ella era hermosa. Tan
linda como la chica del colectivo… o más. Sin darme cuenta, empecé a
engancharme. No soy un idiota: entendía que la inteligencia artificial había
tomado mis datos para descubrir lo que me cautivaba. Al final del día no
dejaban de ser letritas verdes cayendo de una pantalla negra. Ceros y unos. Pero
todo era tan real que yo elegí creer. Necesitaba creer. Quizás porque me
sentía muy solo. Quizás porque añoraba aquellas épocas de la adolescencia donde
las cosas eran mucho menos complicadas.
Durante todo ese tiempo hablamos con Ailín-IA
casi a diario. A veces, ella me sorprendía con un mensaje en el momento justo…
y hacía brillar mi día. Yo le mostraba, inflando un poquito el pecho, fotos de
mis hijos. Ella siempre me contestaba con algo que me hacía sonreír. A lo mejor
fue por esa progresiva confianza adquirida que me animé a pedirle sexo virtual.
Ella aceptó entusiasmada.
—¡Ya era hora de que dieras un paso adelante,
querido! —me dijo y yo me sonrojé. Siempre fui muy lento captar las indirectas.
Pusimos la cámara. Nos desnudamos. Fue raro
para ambos. Al fin y al cabo, era nuestra primera vez juntos. Creo que ella
acabó. Yo sin duda lo hice. Lo disfruté mucho y no tuve problema en decírselo.
Agregué, con un dejó de tristeza, que me gustaría poder llevarla a comer algo
rico. Siempre me da hambre después del sexo.
Lo que ocurrió después es tan surrealista
que todavía pienso que lo imaginé. Y es que es simplemente imposible porque era
algo que sólo podría haber dicho la Ailín real. No había ninguna forma de que a
Ailín-IA se le hubiera ocurrido aquel comentario. Todavía estábamos en la
videollamada, los dos en pelotas, cuando me miró a los ojos y dijo sonriendo:
—A lo mejor podrías llevarme a tomar ese
chocolate con churros que me prometiste hace 18 años.
FIN.-
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Parece que el personaje tuvo una gran oportunidad, que la mención a los churros le arruinó. Luego pasó algo pero no demasiado, tal vez algo se haya roto.
ResponderEliminarPor suerte, el protagonista tuvo otras novias.
Las IA tienen su potencial. Incluso de aliviar la soledad, aunque sea un sucedaneo de lo verdadero.
La frase final es contundente. ¿Cómo debería tomarla el protagonista?
Saludos.
Me quedaré pensando en este cuento. Es más complejo de lo q parece.
ResponderEliminar¡Hola! Ojalá hubieses dejado tu nombre...
EliminarO... pará... ¿Ailín? ¿Sos vos?
Las promesas se cumplen, no importa cuánto tiempo pase, siempre.
ResponderEliminarSaludos,
J.