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lunes, 23 de abril de 2018

"Los malabaristas son (prácticamente) personas" (cuento)


Este es uno de mis relatos favoritos y hace unos días tuvo la suerte de quedar en segundo lugar en el III Concurso de Cuento Breve Nueva Acrópolis Barranquilla, 2018. El premio me puso muy contento. Me invitaron a la ceremonia de premiación pero me fue imposible ir.

Los malabaristas son (prácticamente) personas es una parodia del típico primer encuentro entre el “nuevo novio de la nena” y los rigurosos padres, aunque acá tiene un giro fantasioso. Dicen por ahí que la historia está ligeramente basada en un experiencia personal.




Hace unos nueves años comencé a salir con una chica. En la tercera salida me dijo: “vení a casa. Están mis amigas y quiero que te conozcan”. Me mortifiqué, por supuesto. Todo el mundo sabe que las mejores amigas de tu novia pueden amparar tu relación o directamente lapidarla. Aquel encuentro era decisivo.

Aquella charla, si bien amena, no dejó de ser tensa. Sentía cómo las amigas de aquella novia me juzgaban con la mirada. “¿Un estudiante de Ingeniería que quiere ser escritor?”. “Sus chistes no son tan graciosos”. “Esos rulos largos le quedan bastante mal”. “Si la llega a lastimar a Natalia, lo mato”. Las terminé de convencer de que yo era un “buen chico” con tiempo y determinación. Hoy, nueve años después, nos seguimos juntando con aquella chica (¡y con sus amigas!).

Y es que no tengo demasiadas opciones porque me terminé casando con ella.

En fin, les comparto el cuentito.


***

Los malabaristas son (prácticamente) personas
por Luciano Sívori

Antes que nada definamos un concepto. El clásico –y nunca bien ponderado– “malabarista de semáforo” es un ser peculiar, joven, y de impecables capacidades motoras. Entre indisimulados gestos de desprecio de los transeúntes (para no colaborar con una moneda), el zaparrastroso renegado social manipula objetos en el aire (mazas, clavas o platos chinos), volteándolos, sacudiéndolos, convulsionándolos, evitando que caigan al suelo. Su ostentoso acto culmina en una reverencia, seguida por un pedido de gratificación económica que compense su función.

Un malabarista de semáforos de aquellos era Estanislao López.

Alrededor de la mesa, Estanislao sonreía confiado, Victoria sonreía nerviosa, Silvia sonreía incómoda y Héctor estaba (pura y llanamente) incómodo, vistiendo una innegable cara de culo. Sabrán disculpar la falta de vocabulario culto de este humilde narrador. La cuestión es que, como les venía diciendo, en la presentación oficial del novio, el agasajado se había presentado mugroso, de camisa sin tres botones, y con unas facturas dulces de muy dudosa calidad. Para complicar aún más las cosas, la última frase de Victoria había tenido el efecto contrario al esperado.

—Estanislao es malabarista, papá.
Silvia largó un imprevisto grito agudo y se llevó las manos a la boca.
—¡Por todos los santos! ¿Cómo te enteraste?
—Fue en la primera noche que hicimos el amor. Las estrellas resplandecían en la gloriosa noche (estábamos en un camping, acurrucados a metros de nuestra carpa) —Victoria le dio un beso a su muchacho en la mejilla. Sin dejar de mirarlo, continuó—. Se levantó y agarró tres naranjas. Lo que me mostró fue mejor que el sexo, mamá.
—¡VICTORIA! —replicó su madre, horrorizada.
—¡Sí! ¡No sabés! ¡No sabés cómo flotaban esas frutas en el aire! Me sentí embobada ante aquel circo nocturno. Después tomó cinco anillos. Me hizo malabares toda la noche… yo no quería que parara. ¿Papá te hizo malabares así alguna vez?
—¡Es suficiente! —rugió Héctor, de pronto, soltando una ira que venía conteniendo. Silvia tuvo que abanicarse para no sentir que se desmayaba—. ¡No voy a permitir que un degenerado como éste salga con mi hija! ¡Se acabó!
Héctor miró a Estanislao a los ojos.
—Te vas de mi casa, pedazo de infeliz.
—¡Papá!
— “Papá” nada, jovencita —aportó Silvia—. ¡Ay, si yo tenía mis sospechas!
—Tranquila, Vicky. No te preocupes —expresó, curiosamente tranquilo, Estanislao—. Ya me voy. Por cierto, muy rico su café, señora González.
—¿Vos me estás tomando el pelo, pendejo? —explotó Hector, una vez más—. Un malabarista… ¿un malabarista? Nena, ¿cómo podés andar con este boludo?
Victoria ya no pudo contener el llanto. Héctor dirigió una efusiva mirada a su potencial yerno.
—Así que el “señorito” eligió no participar del circuito formal del trabajo. ¡Felicitaciones, mi hippie amigo! Lamentablemente, el dinero no crece entre sueños florales, lúdicas teorías de revolución y charlas filosóficas. Es la remuneración otorgada por un trabajo realizado. Decime: ¿qué trabajo hacés vos? ¿Eso de usar las manos para robarle a la gente? ¡No, señor!
Silvia lo interrumpió con un asomo de pena:
—Héctor, tal vez el chico no tiene la culpa…
—Y encima se hacen llamar “artistas”… El día que me maraville con un acto de los suyos, el día que logren sacarme un mango, es el día que me muera… carajo.
Héctor tuvo que detenerse para tomar aire.
A todo esto, Estanislao se mantenía inerte, exactamente en la misma posición. Su rostro permanecía frío, imperturbable. ¡Situación incómoda, si las hay! Victoria lloraba descontrolada, su madre se acercó para abrazarla. Un perturbador silencio se extendió por varios minutos. Finalmente, Estanislao llevó su silla hacia atrás, se levantó y pronunció:
—Lamento muchísimo esta penosa escena que generó mi presencia, señor González. Yo también me he avergonzado de mi profesión en su momento. De chico comencé a balancear naranjas en el aire y mamá dijo que tenía algo de talento. Mi viejo, sin embargo, decidió que la mejor forma de enseñarme a “ser alguien normal” era echándome a la calle. Vagabundeé por muchos lugares y la vida me enlazó con Miguel Mochen, el más grande malabarista que alguna vez vio la Argentina. Aprendí todo de él; fue como un padre para mí. Antes de poder darme cuenta, yo ya hacía equilibrio con cinco bastones de fuego —Estanislao hizo una pausa de evidente teatralidad antes de continuar—. Hoy ya no siento vergüenza, señor González. Conozco toda la ciudad y he viajado por toda América Latina. Gano cuatrocientos pesos por día cuando no estoy demasiado inspirado. Estuve en Europa para la International Jugglers Association hace un tiempito. Este año comencé una Academia de Malabaristas para niños de 6 a 17 años. Tengo más de treinta inscriptos. Sí, muchas veces me gritan cosas en la calle, insultos porque interrumpimos el tráfico. Pero ya no me avergüenzo, ni de hacerlo ni de confesarlo. Es la profesión que elegí para mi vida, es un arte. Es mi arte.
Una nueva calma inundó todo el cuarto. Pasaron unos cuantos segundos en los que ninguno dijo nada, todos esperando que otro rompiera la inercia del momento. La familia González intercambió miradas y Héctor, finalmente, habló con severidad:
—Pibe… quiero que te retires en este instante o si no… —lo dudó un momento— voy a tener que llamar a las autoridades. Y vos, Victoria, quiero que vayas a tu cuarto. Vamos a hablar muy seriamente.
Cuando Héctor y Silvia quedaron solos nuevamente, ambos arrojaron (casi simultáneamente) y suspiró que sonó a lamento.
—Pobre muchacho… —dijo ella.
—Es increíble que todavía sigan existiendo esas deformidades, esas… aberraciones de la naturaleza.
Héctor se refería, claro, al par de extremidades superiores que supieron crecer en versiones anteriores (e imperfectas) de los seres humanos.
—Hay centros de rehabilitación, cirugías disponibles. Si Victoria realmente lo ama podemos ayudarlo a que sea como nosotros. Todavía puede curarse, Héctor…
—No —la interrumpió—. Ya lo escuchaste. Está orgulloso de su condición, e incluso la aprovecha para hacer dinero, dinero sucio, dinero manchado. Obviamente nunca tuvo un buen padre que lo orientara a removerse sus fallas desde el minuto cero. Ningún doctor en todo el universo es ahora capaz de corregir el daño de ese muchacho. ¡Qué agradezca que no llamara a la policía! Voy a ir a charlar con Victoria.
Héctor comenzó a tambalearse con su cuerpo hasta que, eventualmente, logró caer al suelo. Le arrojó una tierna sonrisa a Silvia y comenzó a deslizarse por el piso, ayudado por una especie de moco brillante que, aplastado bajo su cuerpo, reducía la fricción, permitiéndole adherirse y contrarrestar los efectos de la gravedad durante períodos continuados. Las piernas no colaboraban con su aletargado desplazamiento, no podían hacerlo. Tenían la consistencia de una gelatina. En su lugar, se trasladaba alternando contracciones y elongaciones de su cuerpo, generando el tipo de locomoción del futuro: la reptación.
Mientras se acercaba a la habitación de su hija recordó las antiguas historias de su abuelo: el estallido de la tercera guerra mundial del año 2303, la brutal caída de China en el 2428, la crisis de superpoblación del siglo XXVII. Historias de guerra, de muerte, de hambre. Con el regreso al estado más natural –con el regreso al suelo– todo aquello había terminado. Su cuerpo escamoso, formado por una suerte de masa resbaladiza y amorfa, lo hacía prácticamente indestructible, eterno, inmortal. La humanidad, luego de años de evolución genética, había alcanzado el óptimo que le permitiría vivir por siempre y en armonía con todas las demás cosas.

No. Ningún “noviecito”, ni ningún malabarista de porquería, vendría a alterar aquel tan adorado equilibrio.

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1 comentario:

  1. Es lo que se llama extrapolacion de conflictos, basado en experiencias personales. Llevar la presentación de un novio a un futuro distopico, donde lo absurdo es normal.
    Un buen giro argumental.

    Saludos.

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