Ante ustedes,
queridos lectores, un nuevo cuento de mi autoría. Sencillo, tranquilo, nada del
otro mundo. El relato transita los géneros del terror y la ciencia ficción, con
un tinte humorístico.
***
“No
requiere el uso de pilas”
(Luciano
Sívori)
Era más que un simple robot. La versión seis del
Barbet Poodle se veía exactamente como un caniche real, incluido el pelaje fino
, su cuerpo proporcionado y ligeramente más largo que alto, el lomo fuerte, y
el pecho tan ovalado como ancho. Ningún adulto podría notar su naturaleza
cibernética, menos un niño de dos años.
Decidimos llamarlo Odín, en honor al verdadero que
había sido arrollado por un auto semanas atrás. A Mateo le explicamos que era
el mismo animal, solo que había salido de vacaciones por unos días. “Los perros, como todos nosotros, también
necesitan descanso de sus dueños”, le expliqué.
Mateo y Odín se hicieron amigos al instante.
Como todo caniche real, el robot simulaba alegría,
fidelidad e inteligencia. Podía recoger la pelota con su boca, nadar, correr y
ladrar de felicidad. Lo que era aún mejor, cuando ya comenzaba a ladrar más de
lo que podíamos soportar en casa, un conveniente control remoto nos permitía
bajarle el volumen a su voz, incluso silenciarlo completamente. Si estábamos
cansados de que saltara y buscara juego, podíamos mandarlo a dormir con un solo
botón. Y si habíamos olvidado comprarle alimento, un simple comando le borraba
el hambre artificial.
Las cosas se volvieron extrañas como al mes de su
llegada.
Comencé a notarlo más distante, como sospechando
todo el tiempo. Una noche lo descubrimos parado frente a la puerta de nuestra
habitación mientras intentábamos tener un poco de intimidad. Jadeaba con la
lengua afuera y nos agujereaba con sus ojos láser. Mi mujer me dijo que no le
prestara mayor atención, que estaba expresando su devoción eterna, que, a lo
mejor, nos habíamos olvidado de quitar su programa de “siempre juguetón”.
Le di la razón, por supuesto. Sin embargo, Odín no
dejaba de mirarme con intensidad.
El atípico comportamiento se repitió durante los
días siguientes. Si yo estaba mirando televisión, o cocinando la cena, Odín
estaba ahí, mirando y mirando.
No puedo afirmar con seguridad cuándo (o cómo)
aquella perturbadora idea ingresó a mi mente por primera vez. Lo cierto es que,
una vez concebida, me acosó día y noche, igual que la mirada de mi perro robot.
Él nunca me había hecho nada malo. Jamás me mordió a mí o a Mateo. Podía
mantenerlo a raya con el control remoto. Pero entonces, ¿por qué se me helaba
la sangre cada vez que clavaba sus ojos de caniche en mí?
Gradualmente me fui haciendo la idea de que era
necesario deshacerme de aquel animal para siempre. Mi decisión se consolidó la
tarde en la que no pude encontrar el control remoto por ningún lado. Mientras
lo buscaba, pasé por la habitación de Mateo. Él y Odín jugaban muy cerquita
uno de otro. Se comunicaban en susurros, o al menos eso parecía. Me acerqué con
sigilo. Espié. Intenté agudizar mis oídos. Permanecí inmóvil por minutos y
minutos, sin decir una palabra, sin respirar, sin mover un solo músculo. En
todo ese tiempo no pude distinguir su conversación.
Cuando comencé a acalambrarme, mi mano resbaló con
el marco de la pared y tuve que enderezarme de golpe. El ruido detuvo los
murmullos. Me presenté ante la puerta sonriendo, preguntando cómo estaban. Odín
y Mateo únicamente me miraron, callados.
Aquel fue el principio del fin.
Le presenté mis sospechas a mi mujer, quien se rió
en mi cara. Un perro robot caniche no podía estar “planeando” nada, menos la
versión seis, que había corregido un particular error de diseño respecto de su
modelo anterior. (Los Barbet Poodle 5 comenzaban a deprimirse luego del cuarto
mes desde su encendido, al quinto mes ya no se movían demasiado y al sexto era
imposible detener un llanto quejoso. Algunos investigadores neurocientíficos
teorizaron que habían aprendido a experimentar una profunda tristeza).
La Noche de los Caniches Eléctricos desperté de
pronto ante un disonante lamento. Se asemejaba a aquel sonido ahogado que surge
de lo más profundo del ser cuando nos horroriza el sobresalto. A mi lado mi
mujer yacía muerta, con los ojos todavía abiertos y una herida mortal en su
cuello.
Me apresuré hasta el cuarto de Mateo. No estaba
por ningún lado. No pude encontrar a Odín tampoco. En la sordidez de la calle,
vi con toda claridad una imagen espantosa: mis vecinos corrían, gritando de
terror, los caniches ladraban, las alarmas sonaban. Lancé palabras de rabia al
viento, maldije… quise ayudarlos, pero… me desplomé sin fuerzas en el suelo. ¡Qué
estúpido! Con la exaltación del momento tardé en sentir una mordida en el
abdomen que ahora me carcomía por dentro... Una frondosa corriente de líquido rojo
escarlata escapa de mi cuerpo…
Es demasiado tarde.
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La esposa del protagonista era esceptica, por eso murió antes. Un buen recurso de películas de terror.
ResponderEliminarMe gustó tu historia, es inquietante. ¿El hijo habrá sido una víctima o complice del ataque canino robotico? Creo que fue lo segundo, sería otro detalle inquietante.
Bien contado.
Me encanta cuando los que leen alguno de mis textos notan cosas que ni yo pensa, jajaja. En efecto, nunca se me ocurrió pensar que la mujer se lo merecía por incrédula. Excelente aporte.
Eliminarperrojoputa... ( grande Lu ! )
ResponderEliminarAy Dios mío, pero qué final!
ResponderEliminar¡Ja! (Qué bueno verte por acá, por cierto)
EliminarMe gustó mucho el cuento y tiene algo que me hizo acordar a La Sabana de Ray Bradbury (imagino que lo conocerás, y si no queda hecha la recomendación).
ResponderEliminarMe encantó el final con el perro de mirada sospechosa de Los Simpson!
¡Buenas! Lo ubico al cuento, me parece que estaba incluido en la antología de "El hombre ilustrado", que es excelente. Es un cuento de Bradbury raro, no termina de encajar dentro de sus relatos más clásicos sobre marte, el espacio. Pero sí, lo recuerdo. Nunca habría hecho la conexión que hiciste, ja.
Eliminar¡Saludos!