Manifiesto
literario tiene uno de los trasfondos más peculiares de las historias que
escribí hasta ahora. También es un relato bastante corto: unas 250 palabras.
Pasó así.
A mediados de 2017 ya hacía un año que no hacía
teatro (lo extrañaba mucho) y tenía ganas de sumar alguna actividad artística.
Era tarde para arrancar teatro porque los grupos ya suelen estar armados. Sin
embargo, encontré un “Taller de literatura creativa” que daba una mujer en mi
barrio, en su departamento. (No voy a decir nombres).
Siempre pensé (y sigo pensando) que los talleres de
escritura son un robo. Un falso gurú que se la da escritor pretende bajarte su
intervención divina para convertirte en narrador de la noche a la mañana. Esto
no quiere decir que no haya buenos profesores de escritura. Ciertamente, Marcelo Di Marco tiene tips
fundamentales para cualquier aspirante a escritor, y su clásico Taller de Corte
y Confección debe ser realmente bueno.
La cuestión es que, como venía diciendo, me le
animé a la primera clase. La Sra. Taller
cobraba 350$ mensuales; la primera “clase” era gratuita. Fui con mucha
expectativa de aprender un poco más sobre este arte, de obtener ejercicios de
escritura creativos, buenas recomendaciones, de motivarme, de hallar ideas
inexploradas.
En su lugar, las otras dos “alumnas” y yo nos la
pasamos tomando mate con una profesora que parecía no tener en claro qué catzo
hacer con su taller. Media hora más tarde, finalmente ofreció un ejercicio: “escriban algo, lo que sea, ahora, y lo
charlamos. Les doy 20 minutos”. O sea: así nomás, sin un lineamiento, sin
un objetivo, sin nada.
Yo me puse a escribir el texto que les comparto
acá, que está lejísimos de ser una obra maestra. Mientras tanto, las otras dos
alumnas siguieron con el mate y hablando de pavadas. Qué su netbook del gobierno
se le había bloqueado. Qué “qué frío que hace”. Que “no se me ocurre nada para
escribir”.
¿En serio pensaban pagar 350 mangos al mes para
eso?
En el medio, un perrito caniche, de esos odiables
que parece que funcionan a pilas, se la pasaba cortando mi concentración,
tirándose encima de mi mochila y ladrando. Yo hacía lo posible para redactar
algo a mano. Me sentía como Isaac Asimov
con “Insertar
la pieza A en el agujero B”, un microrrelato suyo que improvisó durante un
programa en vivo.
Yo iba mechando frases y situaciones que escuchaba
a medida que escribía, en un collage súper extraño y obvio.
El resultado, como dije, fue este cuento. Lo leí en
voz alta y a las tres les encantó. Lo aplaudieron incluso. ¡Lo aplaudieron!
¡Por favor! No entendieron nada, ni la ironía simple del cuento ni que, en
realidad, es una porquería absoluta.
De más está decir que me fui de ese lugar para
nunca volver.
***
“Manifiesto
literario”
Año 2038. Cuatro personas se disponen a redactar un
manifiesto histórico, un escrito capaz de alterar el destino de toda la
humanidad. Se los evidencia inquietos, inseguros, inexpresivos. Como si el peso
de todo un mundo se apoyara sobre sus hombros. Así debió sentirse Atlas hace
tantos años: incómodo, impaciente.
—No se me
ocurre nada. ¿Qué garrón, no? Ver el papel en blanco…
—Yo odio escribir a mano.
—Te prestaría mi ordenador Spectrum System 7000,
pero se me bloqueó ayer.
La luz es la adecuada, están lo suficiente
descansados. El manifiesto debe responder a una pregunta tan simple, tan
directa… y sin embargo…
—Hay tanta gente trucha, te desbloquean las
computadoras por dos mangos.
—Y sí… la Hypernet se presta para eso. Bah, se
presta para todo.
Están distraídos. Su foco parece ir y venir como el
péndulo de un reloj. Hay frases sueltas, escritas a mano. “Observación”,
“paciencia”, “puentes” (escribió una).
—¿Alguien quiere otro mate?
“Interés” escribieron también. Eso es lo que falta.
Y expresividad, y hasta quizás una pizca de originalidad. Salir de la zona de
confort, del lugar común. En lugar de reunirse alrededor de una mesa, con
bebidas y chocolate (que hace bien a las endorfinas, al parecer) debieron haber
ido al techo, o al piso. Escribir el manifiesto que va a cambiar el mundo...
nada más y nada menos.
—Me cansé. Arreglo el mate, boludeamos un poco más
y después seguimos. ¿Les parece?
Cada uno de los integrantes afirma con la cabeza.
Se dispersan. Uno se pone a jugar con el gato (que arañó una mochila), otro
prende la tele.
Sobre la mesa quedan desparramados una serie de
engendros, mamarrachos que avergonzarían a cualquiera. La pregunta, aquella fatídica,
ingrata y perturbadora pregunta, se regocija, se les ríe en la cara.
—¡Ja! Como si fuera tan fácil responderme —expresa
la pregunta con un dejo de insolencia.
***
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posts sobre CUENTOS en el blog: “Los microdélicos”; “La insoportable realidad del grupo de Whatsapp”; “Un sencillo diálogo”; “Implacablemente suyo”; “Un problema de perros”.
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Muy bueno, colega.
ResponderEliminarJaja, muuuy irónico!
ResponderEliminarNecesitaba de esa puesta en contexto, le da mucho más sentido.
ResponderEliminarFue una crítica instantánea a ese momento.
Ud. es un artista! Un creador!
Abrazo
Probablemente sea el peor cuento de mi historia, pero tuvo todo el sentido del mundo en su momento.
Eliminar¡Chas gracias!