Por Luciano Sívori
Género: terror / suspenso
Durante mi infancia en La
Plata conocí a un hombre sin rostro. Sucedió una noche, durante la feria anual
que se armaba en la Plaza Moreno. Cada año se llenaban calles enteras con
atracciones y juegos, disfraces y artistas. Era un 23 de octubre y acababa de
cumplir catorce años.
Mis padres trabajaban de día,
así que íbamos después de comer, como a las 21 hs, y nos quedábamos
hasta pasada la medianoche. La carpa de la atracción menos visitada de todas
estaba siempre allí, pero yo elegía esquivarla. Ese día mi hermano menor me
desafió a entrar, alegando que me asustaba el Hombre sin Rostro.
En mi ciudad
vivía el brujo Manuel, que hacía milagros. Lo visitaba seguido con mis amigos,
¿por qué iba a asustarme, entonces, un fenómeno de circo?
Con un coraje inusual en mí, toqué
la puerta pero nadie me contestó. Corrí las cortinas y pronto brotó de adentro
un perturbador olor a humedad, una esencia compacta que se había concentrado.
Unas ligeras cortinas color damasco ocultaban las ventanas. La débil
iluminación provenía de un foco en el centro, y debajo de él… un hombre en una
silla. Tenía una barba prominente, y piel que chorreaba de su frente, tapando
ojos, nariz y la parte superior de la boca.
Le hablé.
Creo que dije algo así
como “Hola, Sr. sin Rostro”. “Hola, Ana. Gracias por venir”, me
contestó, haciendo que mi corazón diera un vuelco.
Pensé en dar media vuelta y salir
corriendo, pero mis pies no respondían a las órdenes que enviaba mi cerebro.
Estaba congelada. El Hombre sin Rostro se levantó de la silla y dio unos pasos
hacía mí. Al no tener cara, el señor carecía completamente de sentido del ritmo.
Se apoyaba sobre un bastón y caminaba con un andar pesado… como si cada pie tuviera que pedirle permiso al otro para
avanzar. Su voz era gruesa y áspera, y juntaba las palabras como haciéndolas
desfilar en estampida.
Tendría unos 30 años, pero parecía de 60. Su piel estaba
arrugada y más pálida de lo normal, seguramente porque rara vez se exponía al
sol. Aun así –si no fuera por su rostro– sería difícil diferenciarlo de un ciudadano común y
corriente.
Se detuvo a un metro de mí: “Vas a vivir eternamente, Ana”, me dijo.
“Algún día, vas a cambiar al mundo”.
Sus palabras me pusieron la piel de gallina. Fue demasiado para mí. Debo
haberme desmayado o algo, porque solamente recuerdo despertar entre la suavidad
de mis sábanas, al día siguiente. Tomé mi mochila y caminé apresuradamente
hasta la feria. No había muchos adultos esa mañana. Un pibe en la máquina del
gancho intentaba tomar un reloj (mientras su novia creía, ingenuamente, que
buscaba el osito de peluche). Otro tiraba petardos en medio de la calle y algunos
abuelos nostálgicos paseaban perros. La feria del Hombre sin Rostro seguía
allí, pero no entré.
El tiempo pasó rápido como una tormenta de
verano. Cuando crecí viajé por el mundo. Vi la guerrilla de Guatemala cara a
cara, y paseé por las zonas más pobres de la India. Mi viaje me llevó hasta
Panamá donde, con el tiempo, comencé una ONG que impulsa el desarrollo a través
del arte y la creatividad. Recién empieza, pero creo que va a ser algo grande.
A veces pienso que algo guía mi memoria hacia aquello que necesito volver a
recordar. Mi encuentro con el Hombre sin Rostro suele ser una de esas cosas. A veces
se me ocurrió pensar que es un hombre afortunado. No puede ver la pobreza ni
las guerras en las noticias, tampoco experimenta la corrupción del mundo o la
injusticia. Supongo que con el tiempo me di cuenta: no era él el fenómeno, sino
todos nosotros. Lo que realmente me asustaba era la posibilidad de que el
enigmático personaje pudiera, finalmente, ver el mundo en el que vivimos y se
sintiera decepcionado.
Una vez leí que se había ido de la feria anual
de Plaza Moreno. Algunos decían que se había cansado de ser discriminado, y
otros –más esperanzados– que había decidido vivir su vida. Una noche soñé (o
quizás recordé) que mi charla con el Hombre sin Rostro continuaba:
–
¿Cómo hago para vivir eternamente?
–
Trascendiendo – me respondió –. Son pequeños
granos de arena que vamos aportando para hacer, del mundo, un lugar mejor.
Cuando lo hagas, en ese momento te juro: vas a ser infinita.
- FIN -
=> Dedicado a Ana Barresi. Ana, algún día, va a cambiar al mundo.
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Si este cuento les gustó... quizás disfruten también otras historias de suspenso de mi autoría.
Miren: este tiene una metáfora
con Dustin Hoffman,
en este una niño entra a oscura habitación
de un hotel, en este otro dos
ancianos esperan a un misterioso
visitante. También hay uno en el que un viejito cuenta
una historia increíble y otro
en el que una carta le llega al protagonista 30
años más tarde.
Les agradezco que
me cuenten que les pareció "Ana y el infinito", que es -quizás- una de
las historias más personales que escribí hasta ahora. ¡Pueden dejarme su
comentario en el blog y también seguirme en mi página!