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martes, 15 de enero de 2013

“Esas cosas no existen” (cuento)

Versión narrada en este link.

“Esas cosas no existen”

Por
Luciano Sívori


Una vez – invención de mi memoria, sueño, no estoy seguro – Mamá me dio las llaves de la habitación 226. “Necesito que te fijes si tiene una cama matrimonial doble o dos camas simples”, me ordenó. Era una tarea sencilla como las que solía cumplir de ayudante, forzosamente, ad-honorem de mi familia.

Mamá y Papá habían comprado el hotel y lo habían remodelado a su gusto. La primera vez que lo vieron percibieron la absoluta tranquilidad del lugar, los grandes espacios y largos pasillos silenciosos. Era el lugar perfecto para pasar inadvertido. Ellos venían escapándose de algo, soy chiquito pero entiendo dos o tres cosas. A fin de cuentas, ya tengo 13 años.

El hotel era el lugar perfecto para retraerse del mundo y meditar en soledad. ¡Dios sabe cuántos libros habré leídos sentado en los pasillos o tirado sobre los sillones! Ese hotel era un lugar de encanto diurno para mí, pero también generaba terrores nocturnos. Mamá siempre me enviaba a revisar cosas en los corredores y cuartos, y usualmente no era un problema. 

Mis temores se acrecentaban considerablemente por la noche, cuando mi mente daba alas libres a la imaginación. Esas noches, una carrera desesperada me forzaba a ir prendiendo luces a través de los pasillos. Caminaba en zigzag, con una respiración profunda, y sospechando que en cada rincón oscuro acechaba un monstruo abominable. Volvía a respirar con tranquilidad solo cuando alcanzaba la recepción y Mamá me veía con esa sonrisa encantadora. “¿Ya está?”, me preguntaba. Y yo movía la cabeza.

En fin, les contaba de la vez que Mamá me dio las llaves de la habitación 226. Ese día, la idea de volver a internarme en los silenciosos pasillos de mi adorado hotel me agradaba aún menos de lo normal. Comencé a subir la escalera con cautela y advertí mi miedo de siempre, pero había algo distinto. Era una idea absurda: esas cosas no existen. Ya soy grande, no tengo porque temer a absurdas historias de niños. Y sin embargo el temor estaba allí, latente. Por más que fuera prendiendo luces en el camino, estaba convencido de que en cualquier momento un monstruo saltaría con sus manos a capturarme. El miedo a que hubiera algo allí en la oscuridad, agazapado al acecho y listo para salir, era más fuerte.

Llegué a la puerta de la 226 con mi corazón latiendo a mil por hora. Cada puerta tiene un sinfín de anécdotas detrás: parejas que han hecho el amor; familias que quizás han pasado una noche fuera de sus casas, en busca de la aventura; niños que han saltado sobre las camas, pretendiendo que el piso arde fuerte como la lava montañosa. ¿Qué habría sucedido más allá del umbral frente a mí? Me quedé unos segundos congelado, pensando en las mil posibilidades, en lugar de simplemente entrar. 

Una demora innecesaria: ya tenía 13 años, era un chico grande. Tomé coraje y giré la llave.

Ni bien se abrió la puerta brotó de adentro un delicioso olor a rosas, una esencia compacta que se había concentrado y ahora se expandía hacia el pasillo. No esperaba que fuera de otra manera: Mamá se encargaba de arreglar cada uno de los cuartos personalmente. La habitación estaba en penumbras. Unas ligeras cortinas de color damasco ocultaban las ventanas, y unos pequeños paneles en el cielo raso dejaban entrar una suave luz difusa. La habitación era enorme y estaba únicamente decorada con algunos objetos prácticos como un pequeño ropero y una mesita de luz. En el centro se ubicaba la cama matrimonial, cuya cabecera se apoyaba contra la pared más alejada de la puerta. Así que era una cama matrimonial, al fin.

Salí y cuando cerré la puerta un fresco escalofrío recorrió mi espalda. Mi corazón volvió a latir alocadamente. ¿Qué esperan? Soy solo un niño de 13 años, tengo derecho a tener un poquito de miedo. Caminé de forma apresurada sintiendo que algo (o alguien) me seguía los pasos muy de cerca. ¿Había algo dentro de esa habitación? ¿Era posible que hubiera sido liberado al girar la llave? He leído historias, relatos de terror. Un tío mío me contó que estaban velando a un amigo de un amigo cuando escucharon ruidos dentro del cajón. La abuela también me dijo que una vez, mientras dormía, abrió los ojos y se dio cuenta que estaba levitando. ¡Esas cosas pasan, esas cosas sí existen!

Bajé las escalaras de dos en dos y me apuré a la recepción. Allá estaba Mamá, sonriendo. “¿Ya está?”, me preguntó como siempre. “ – le dije – es una cama matrimonial. Pero creo que hay alguien allá. Sentí algo”.

Mamá me miró con ternura en sus ojos. Se acercó y tomó mis cachetes con sus manos. “Tranquilo, hijo. Ya te lo expliqué: los humanos no existen, son puros cuentos”. Respiré un poco más relajado, pero mi mirada quedó fija en un punto vago. Soy chiquito, pero me doy cuenta de cosas. Los humanos sí existen, pero no están acá. Mamá y Papá lo discuten cuando creen que estoy dormido, piensan que ya estamos a salvo. Yo, por mi lado, sigo espantado con la idea  de encontrarme cara a cara con uno de ellos, como sea que sean, en algunos de los desolados pasillos del hotel de mi familia.

FIN

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"La historia repetida"

2 comentarios:

  1. ¡Gran historia de suspenso! Me encantó, felicitaciones!! El final es muy similar a una película que vi, pero me gustó.

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  2. Buen cuento, me recordó a la peli sexto sentido.

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